
Por Carlo Acevedo
El narrador paisa Fernando Vallejo toca el piano en la sala de su casa en Medellín. La luz entra tenue por la ventana, pero, más allá de esta, el día se ve radiante. La habitación es nítida, aséptica, la ventana brilla sobre las baldosas blancas. La melodía que reproducen los giros de los dedos y muñecas del escritor antioqueño es sencilla, juguetona, breve, con apenas algunos movimientos que la transforman. Se trata de una composición del músico cubano Ernesto Lecuona. La pieza se llama “No hables más”. Dura apenas un minuto con cuatro segundos.
Este video, que puede encontrarse en el suplemento cultural de El Mundo (“La Esfera de Papel”), se publicó en septiembre de 2019.
El modesto audiovisual sirve de introducción a una entrevista hecha a Vallejo aquel mismo año, a propósito de su más reciente novela: Memorias de un hijueputa, publicada por Alfaguara. Sin embargo, como usualmente sucede con las manifestaciones del también autor de La Virgen de los sicarios, había una intención que cargaba de un inesperado significado al título de la pieza interpretada y a la interpretación en sí. Era, en realidad, un mensaje para el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, quien se había posesionado un año antes. “No hables más”. Así, a secas, enigmático, fue el comunicado dirigido al político mexicano.
En Memorias de un hijueputa no aparece el presidente mexicano, pero sí Iván Duque, entre una amplia lista de expresidentes colombianos. Todos bribones, claro, según se puede comprender a partir de las declaraciones del autor, quien aseguró en la misma entrevista que él no escribe “…para salvar a la humanidad sino para desenmascarar a los bribones”. En la ficción de Vallejo, el destino de Duque no es el de ser presidente sino expresidente fusilado por un dictador que ha decidido acabar con y renegar de toda personalidad, institución o costumbre que ha representado al pueblo colombiano y, por qué no, a todos los demás pueblos.
Proclama de español
¿De dónde viene este escritor que, casi cumplida su séptima década, persiste en su pesimismo en demandar el silencio del mandatario de México (país del que es ciudadano) o en imaginar un posible fusilamiento de los expresidentes colombianos? Fernando Vallejo nació en 1942 en Medellín. Sin embargo, pronto salió de Colombia, a los 24 años. Vivió en Roma, en Nueva York y en México, donde estuvo la mayor parte de su vida. Es importante resaltar que en Italia se formó en cine, esa otra fijación narrativa. Entre su obra audiovisual se pueden recordar las siguientes producciones que dirigió y cuyos guiones escribió: Crónica Roja, En la tormenta y Barrio de campeones.
Ahora, recordando la punta del iceberg de la que habló Hemingway, esta breve escena con el piano, el comentario suelto acerca de los bribones y estos esporádicos datos biográficos serían material suficiente para construir a Vallejo, el individuo, la persona: Lo que se ve en la superficie habla de lo que hay en el fondo. Pero hay mucho más por resaltar, son mucho más variopintas las expresiones, los contenidos, la carne del narrador que, tras medio siglo en México, apenas cumple tres años de haber vuelto a Colombia en compañía de Brusca, su perra.
Si bien Vallejo es reconocido por su persistente y ético pesimismo (¿podría decirse escepticismo?), también deslumbra su peculiar forma de encontrar belleza. Hay un contrapeso, al fin y al cabo. No todo puede ser desesperanza. Aquello convertiría en un personaje plano, predecible, un cliché, a un hombre con una complejidad y profundidad psicológicas extraordinarias.
La misma persona que asegura que la humanidad no tiene salvación tiene la posibilidad de hallar verdades que conmueven, y ello, en cualquier contexto, puede entenderse como un atisbo de nobleza y sensibilidad. Si no, pensemos en sus continuas alabanzas a El Quijote, novela que dice haber leído con la misma dosis de asombro en tres momentos distantes de su vida y de la que asegura que, más que una trama, es realmente un gran diálogo, un acercamiento entre dos hombres, Alonso Quijano y su acompañante, Sancho Panza.
Y también se puede recordar esa ambigua, desgarradora y tierna comprensión del amor fraternal que se descubre en El desbarrancadero (premio Rómulo Gallegos en 2003). En la novela, el personaje principal vuelve a su país para cuidar de su hermano, enfermo de sida. Una terca intención de salvar a alguien que se sabe insalvable resume buena parte de la tensión de la historia. ¿No es esta, acaso, una concepción noble del amor, de la compasión? Aun cuando se anuncia un destino trágico, se dispone de toda la voluntad.
O cómo olvidar el humor, esa forma de comprender y expresar el mundo adoptada por el escritor paisa. Al inicio del documental El septimazo, el entrevistador José Alejandro González, entre las calles y la noche bogotanas, le da la bienvenida al narrador a su propio país. Vallejo, entre una risa sutil y amable, responde que “A lo que queda”. El entrevistador también ríe, despreocupado. Y en “lo que queda”, en las ruinas, podría hallarse el continuo sinsabor del siempre controvertido artista. Posiblemente sea la fragilidad propia los rótulos grandilocuentes y las grandes instituciones lo que genere su escepticismo.
Quizás por ello, por negarse a rótulos grandilocuentes, por no creer en ellos, pese a haber recorrido un sinnúmero de aeropuertos con un pasaporte colombiano, Vallejo prefirió llamarse a sí mismo ‘español’ en la conferencia “El gran diálogo del Quijote”, que celebraba los 400 años de publicación de la novela. Este adjetivo le pareció más preciso al narrador para hablar de su origen y destino, ya que, después de todo, más allá de sus experiencias, siempre había pensado en español, soñado en español, hablado en español, blasfemado en español, y, dicho por él mismo, también morirá en español.