Este cuento de Carlos Polo podría ser una crónica roja, y también una reflexión profunda sobre el dolor con el que algunos viven la fiesta del fútbol.
Por: Carlos Polo
Ahí estaban todos, el frente completo, compactos, unidos, como debe ser, compartiendo el sueño colectivo, llenos de orgullo, ilusiones, sobreexcitados. Las gradas del estadio son clamor unánime, una fiesta descomunal que ruge, resopla, canta y grita. Serpentinas blanquirojas por doquier, papelillos en el cielo, banderines, cornetas, bombos, panderetas, redoblantes, saltos, manos levantadas… aguante, calor, sudor, pirotecnia, cerveza, ron clandestino que pasa de mano en mano, risas… aguante, banderas, escudos y el gran escualo enseñando sus dientes en la bandera mayor. Una mancha blanquiroja que salta, increpa, putea, aplaude, un mar de leva embravecido que apoya y empuja desde una sola alma que al final son miles que rugen y gritan. Con alegría brotan como de una sola garganta los cánticos, los himnos para su equipo del alma.
Y viene gol y viene gol, viene gol viene gol, viene gol. Se le canta al equipo por el que se muere, se vive, se goza, se llora, se lucha, se combate, se defienden sus colores y hasta se mata si es necesario. Y dale gol, dale gol, dale gol, dale escualo y dale gol, dale gol, dale, dale, dale escualo. La tribuna tiembla y ahoga un solo grito cuando el esférico caprichoso roza con maligna conveniencia para el adversario, la punta del horizontal, mientras un estallido seco de miles de bocas articula un mismo grito de ¡Gooooooool! Que muere ahogado entre los dientes mientras miles de manos cubren los rostros entre abrazos prematuros de emoción y esa pasión enardecida que clama y vibra, en un ritual que ronda en el misticismo en ese momento en que tantos cuerpos y tantas mentes se conectan de un golpe.
La tribuna hierve en un fervor religioso. Una especie de frenesí sísmico que recorre las gradas como una ola y el coro acompañado de palmas sincronizadas, ruge un: tu papá, tu papá, tu papá, tu papá, tu papá, que emerge y presiona.
Frente a la esférica, bordeando las dieciocho, el crack -la figura indiscutible que tiene al equipo acariciando la gloria-. Dulbani Fernández acomoda el balón, observa con detenimiento la colocación de la barrera, aprieta su balaca, conversa en voz baja con su marcador central que tiene iguales deseos de cobrar, alegan un poco, toma impulso, el juez habilita con el pitazo y la redonda que se eleva por encima de la barrera, coquetea con el viento, dibuja una curva burlona que desorienta al arquero dejándolo vencido, a merced de la suerte y la fortuna.
La pelota se estrella con violencia contra el ángulo izquierdo del travesaño y el grito de ¡goool! Se atraganta sin piedad en los corazones de miles de hinchas que tienen que postergar el festejo. Los escualos poseen el dominio absoluto del partido y el aroma de gol se percibe, se siente en el ambiente, bajo un cielo plomizo que ya parece empaparse con la imprudente llegada de la lluvia.
Cinco oportunidades claras ha sorteado el buen arquero rival y la sinvergüenza colaboración de los postes. Fernández ha tenido una tarde inspirada brindando el mejor de los espectáculos con sus habilidosas piernas creando clarísimas opciones a punta de inteligencia, gambeta y disparos venenosos que sólo han podido detener los postes. Aparte de un ligero descuido defensivo que sorteó con seguridad su arquero, los escualos no han sufrido mayor sobresalto durante los treinta y cinco minutos que van corridos del cotejo. De locales, con la tribuna a reventar, el empuje de la hinchada y el equipo funcionando como un reloj, el día se ha asomado con un poderoso aroma a triunfo, dicha y las caricias de una gloria que aún no se desnuda por completo.
El comando de los gallinazos radicales
La tribuna Sur, la más alevosa, intempestiva, quisquillosa, rebelde y radical. El reino indiscutible de los Gallinazos, fundamentalistas férreos de tradición, organizados por castas y jerarquías. Toda una poderosa infraestructura de poderes, fuerza, estrategias, doctrina bien aceitada que se trasmite de generación en generación. Diferentes frentes interconectados, compactos, independientes, de gran presencia activa en la ciudad… grafiteo, reuniones, compra de boletas, tiquetes de viaje, apoyo en las salidas, banderas, banderines, camisetas, pólvora, zapatos de goma rojos, insignias y toda una parafernalia funcional que vive y respira fútbol por sus poros.
Los voladores estallan sin parar en un estruendo vertiginoso, mientras la marejada humana se balancea de arriba hacia abajo con uniforme alegría.
Manuel, con escasos ocho meses asistiendo a los partidos, las reuniones y las diferentes actividades del comando, hoy siente que por fin ha llegado el día de su graduación, hoy es un Gallinazo de verdad, precisamente el día de la final siente que realmente hace parte de algo.
Una especie de locura colectiva se le ha metido en el alma, entre las venas, una euforia como nunca antes había experimentado. Ni en su primer enfrentamiento con hinchas rivales que es un recuerdo que atesora con cariño. Ni en sus primeras escaramuzas con la ley, frenteando en primera fila. Ni en los choques con el pelotón antidisturbios, nada es comparable con esto; esta sensación de gran alegría colectiva, que hace que sienta que por fin encaja, por fin es aceptado como un hermano más, por fin está donde “debe estar”. Con esta, su gente.
Manuel suelta su crespa cabellera que cae voluminosa bajo sus hombros y salta al unísono con la tribuna entera que tiembla y canta. Y dale gol, dale gol, dale, dale escualo y dale gol, dale gol, dale dale, dale gol.
El habilidoso extranjero del equipo rival, como una culebrita gambetea cerca al área por la punta derecha, mete un freno súbito dejando a toda la defensa desorientada, frente a frente con el arquero, lo encara, lo elude con facilidad y el cuida palos engancha su mano desesperada en el pie de apoyo del escurridizo rival, el jugador cae aparatosamente y el pitazo del juez se deja escuchar como una explosión, como una bomba nuclear que deja en silencio el estadio entero. ¡Penalti! Grita el enloquecido locutor localista con perceptible dolor en su voz. El árbitro se acerca al portero, con señas y sin miramientos le pide que se levante y le enseña la temible tarjeta roja como preámbulo de una tragedia imprevista.
Los Gallinazos corean como querubines furibundos, en un orden implacable sale de sus gargantas el insulto al verdugo de sus ilusiones: ¡hijueputa, hijueputa, hijueputa, hijueputa, hijueputa!
Los pocos hinchas del equipo Verde saltan de júbilo, celebran con desmedido entusiasmo el acontecimiento que viene a cambiarle la cara por completo al partido.
José, apático a todas las cosas que tienen que ver con el fútbol y el deporte en general, escucha divertido desde su habitación los gritos y las quejas de su familia que está ‘pegada’ al televisor como si el mismo mundo estuviese por acabarse. El vibrador del celular le cosquillea en el bolsillo de su bermuda. <<Hola amor, no nada, revisando mi correo, matando el tiempo en Internet>>.
<< Bebé, por qué no te vienes ya para la casa, mira que estoy solita, aburrida y pensando mucho en ti, acá todos se fueron de plan estadio y no creo que aparezcan por ahora, vente volado, antes que la casa se llene >>.
José se acomoda sus zapatos de goma con celeridad, agarra la camiseta deportiva de franjas verdes que es lo primero que se le atraviesa en el camino y sale disparado a la casa de su novia, feliz de escapar del plan futbolero en que se encuentran todos en su casa.
En el cielo, un crepúsculo rojizo se incendia, unas nubes agoreras transitan con aplomo y cierta lentitud parsimoniosa. Una silenciosa ciudad lo recibe vacía, como triste o decepcionada. A lo lejos, los estertores del famoso partido se sienten escapando de los televisores y una que otra radio encendida anunciando los pormenores del descalabro deportivo que el equipo de casa viene padeciendo. En ese momento, a José lo único que le interesa es arruncharse contra el cuerpo tibio de su novia.
Los disturbios se expandieron como una onda radioactiva, centros comerciales, almacenes, casas corrientes, estaderos, establecimientos, bares, edificios. La furia colérica de todos los distintos frentes arrasó con lo que encontró en su camino. Ni los gases lacrimógenos, pudieron contener la horda furiosa entregada al pillaje y a la violencia gratuita.
Cada rincón de los alrededores y las cercanías del gran estadio sufrieron la furia de la hinchada enardecida. .
Manuel no había experimentado un aluvión de adrenalina tan fuerte en toda su vida. Aún nervioso y alterado, camina con un grupo reducido de los Gallinazos, cortando camino entre las calles, driblando entre callejones, tratando de alejarse de los policías que los siguieron un largo tramo por entre las calles de las barriadas.
Pacho, el guía y puntero, los detiene repentinamente con señas, con el rostro crispado señala a un joven delgado que atraviesa por la bocacalle, el muchacho viene tranquilo, dando saltitos como de alegría.
A José, al observar a los cuatro sujetos con camisetas blanquirojas que se le vienen de frente, se le acomoda una certeza demoledora en la boca de su estómago, suspira y piensa en cómo sortear el problema.
Pacho, con su cabello apretado y al ras y el rostro atacado por un visible acné severo que acompaña con un gesto hostil, lo increpa sin más. —– ¿Entonces mariconcito, muy contento o qué? ¡Te vas quitando de una esa puta camiseta!—— José baja la cabeza y mira con detenimiento la camiseta que trae puesta y un sudor frío le camina por la espina dorsal. En cuestión de segundos recuerda a su primo, hincha a morir del equipo Verde, aquellas vacaciones en las que le dejó como regalo la camiseta que ahora lo tiene en apuros.
Manuel, aún alterado por los sucesos del día, saca de sus botas de goma una navaja automática. —– ¡Llegó tu hora aguacate faltón!—–
—– Suave loco, a mí ni siquiera me gusta el fútbol, esta camiseta me la regalaron, suave no hay problema.——
Alega José gesticulando con su rostro, con sus manos, con su alma, con toda la convicción que le permiten sus escasos veintitrés años.
Sin pensarlo, sin saber a ciencia cierta ¿Por qué? Un impulso negativo se enciende en el interior de Manuel y se vienen a su cabeza de forma disparatada el partido, el penalti, el arquero expulsado, los goles, el gas lacrimógeno, los palos y los cascos de los policías… recuerda a su viejo que lo abandonó, a su vieja lavando ropa como esclava, porque no hay pa’más, la vida de mierda que le ha tocado en suerte… y tal vez por mostrar finura con su gente ¡por hacerse el ‘machito’! Por este tontarrón que les falta de esta manera andando por ahí tan campante con esa camiseta de porquería, por la falta de respeto. Por una y mil razones ocultas, por todas las que saltan a la vista, por pobre, por la mala leche y por el equipo, la gallada, o por el odio y la impotencia. Manuel, el novato, ese jovencito común y corriente que acaba de cumplir 18, en escasos y fatídicos minutos se convierte en asesino. Mientras, una llovizna lenta, solapada y pasmosa, lava las calles de la ciudad y con ellas, sus heridas.