Por Jorge Guebely
No se pudre el relato liberal, se pudren los liberales. Jamás se fermentan los sistemas políticos, sino sus políticos. Solo se descomponen los seres vivos, no las ideologías.
La liberalidad del liberalismo solo alcanzó para llegar al poder. Allí entró en componenda con la vieja aristocracia occidental, con los latifundistas tercermundistas, para crear el nuevo Estado. A los anteriores enemigos de élites, decadentes por sus podredumbres, los convirtió en aliados. Como otro fraude histórico se reveló la revolución liberal, otra tragedia para el ser humano.
Con el tiempo, ninguna diferencia entre Trump y Biden; más allá de lo cosmético, ambos apoyan al genocida Netanyahu. Tampoco la hubo entre Turbay Ayala y Misael Pastrana, mucho menos entre César Gaviria y Andrés Pastrana… El nuevo ciudadano se autoproclama liberal, pero lo transporta una apolillada momia simulando modernidad.
Infame el laboratorio para construir al nuevo engendro. Tomaron lo peor de las dos ideologías: liberal y conservadora, fusionándolos en un mismo sorbete. Surgió el esperpento, el nuevo poder de las élites libero-conservadoras o conservo-liberales.
Para formar el espantajo, el liberalismo aportó codicia por el dinero, simulación, astucia, ilusión mercantil…, sus peores úlceras. No menos perturbadoras las llagas del conservatismo: exclusión social, idolatría al yo personal, fuerza bruta para resolver problemas sociales, moralismo inmoral, mamasantismo puro… Fusión pavorosa del nuevo engendro histórico. Brillo individual en franca decadencia humana elevada al rango de poder.
«La única diferencia actual entre liberales y conservadores, es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho», sentenció el coronel Aureliano Buendía en Cien años de soledad.
Para gobernar desde las sombras a través de sus políticos o capataces, las élites crearon la sociedad del simulacro. Artimaña de pregonar con fuegos artificiales el contrario de la intencionalidad: ni orden, ni libertad, ni igualdad, del slogan liberal. Del orden hicieron un espantoso desorden; impusieron la sociedad de la bestia, del más fuerte. De la libertad, un enjambre de ilusiones, drogas para amainar el dolor de la decadencia material y humana. De la igualdad, un discurso rimbombante sin contenido; mientras más lo esgrimen, más crece la desigualdad, más se concentran las riquezas en personas, más nos acercamos a un neo-feudalismo liberal.
Ante tantas falsedades, nos estamos ahogando en la sociedad de la simulación, del engaño, del fraude. Horrorosa caída, exige olvidarnos del ser humano interior, del original. Nos acostumbran a apreciar más la farsa y menos la verdad, más la máscara y menos el rostro. Lo develó, con claridad académica, el profesor Jean Baudrillard cuando afirmó, en su texto Cultura y Simulacro: «La sociedad contemporánea es una sociedad de la simulación, en la que la realidad se ha convertido en una copia sin original.» Nos hundimos en la venenosa podredumbre del parecer.