«El que pierde la trascendencia por estar atrapado en las urgencias del estómago. El que ya no oye la música del silencio por estar inmerso en el ruido de la guerra económica».
Por Jorge Guebely
‘La cultura capitalista se comporta como un cáncer’. La comparación se la oí al filósofo Gilles Deleuze en conferencia universitaria. Según él, reduce el ser humano a la actividad económica. Lo condena a la remuneración que implica desplazarse de patrón en patrón, de empresa en empresas, por salarios infames. Lo obliga indefinidamente al olvido de sus otras dimensiones humanas. Espantosa decadencia en libertad.
Cada ciudadano está forzado a operar como hombre económico, la célula contaminada de cáncer. A buscar dinero para sobrevivir. Sólo quiere tener más, no le importa ser. Y se clona por millones como las células cancerígenas, hasta formar los inhumanos tumores. Tener y tener hasta construir esta sociedad de lobos civilizados y ovejas victimizadas. Tumor, la élite, y tumor, sus desaforadas acumulaciones. Tumor que, en su voracidad, aniquila material y humanamente, al resto social. Y hace metástasis en el reino animal, vegetal y mineral. Como el cáncer, todo lo destruye en su apetito de crecimiento.
Tumor que empobrece al ser humano. El que pierde la trascendencia por estar atrapado en las urgencias del estómago. El que ya no oye la música del silencio por estar inmerso en el ruido de la guerra económica. El carente de piel para sentir la vida en el amanecer de cada día, y de sensibilidad para percibir el palpitar rojo de una rosa. En el capitalismo, las personas comunes y corrientes, constreñidas por la economía, se forman como hematomas económicos, no como seres humanos.
Empobrece también la sociedad. La ciencia se desarrolla sólo si favorece a un grupo económico. Una novela se publica si produce dividendo para una multinacional, no si desentraña algún misterio de la condición humana. La tecnología sirve si garantiza utilidades, no si libera la ser humano de la esclavitud. Sociedad de insólitas paradojas. De gente incomunicada entre tantos medios de comunicación, de solitarios entre tantos tumultos, de objetos desarrollados entre tantos sujetos petrificados. Los hombres de hoy, humanamente, son idénticos a los de la antigua Sumeria. Mezquinos como antes, esclavos como siempre. Siete mil años en que la evolución humana permanece estancada.
Y ante este panorama desolador, bellamente maquillado, nos queda todavía lo que nos queda de ser humano. En palabras de Rosa Montero: «Nos queda la libertad interior de cada uno, la libertad de pensar, la libertad de crítica y autocrítica constante, de no ser autocomplaciente o conformista. Nos queda el valor y el rigor de pensarse el mundo todos los días para no ser conformista ni de derecha ni de izquierda».
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