Todo lo que hoy vivimos en espionaje físico y electrónico, los fuertes controles en aeropuertos y la epidemia de guerras «contra el terrorismo», son resultado de aquel día cuando alguien decidió tumbar las Torres gemelas.
Todavía no sabe quién ni cómo lo hizo. Si fue el terrorista Osama Bin Laden, como lo afirmó Estados Unidos, o si fue el propio gobierno norteamericano, como lo afirmó el estadounidense Michael Moore en su documental Farenheit 9/11.
Lo cierto es que en el mismo instante en que cayeron las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2011, impactadas por aviones comerciales de manera intencional, el panorama del mundo cambió por completo. En su primera alocución después de los atentados, el Presidente en ese entonces, George Bush Jr., lo afirmó categóricamente lanzando una amenaza que aún hoy sigue vigente para todos los pueblos árabes y que se ha extendido a los países que no comulguen con las políticas y doctrinas norteamericanas. «El mundo después de hoy no volverá a ser igual», dijo.
Como fichas de dominó cayeron Afganistán, luego Irak, después Libia, Egipto y falta poco para que caigan bombas sobre Siria.
Supuestamente se buscaba a un solo hombre y un puñado de secuaces bajo la sombra de Al Qaeda. Justamente ese hombre, Osama Bin Laden, era un lugarteniente tras bambalinas de la CIA, que ayudó a los mujaidines de Afganistán a armarse y prepararse para enfrentar a la Unión Soviética en la década de 1980.
Pero la «guerra contra el terrorismo» se volvió insaciable después del 911 y no bastó con que el Presidente de los Estados Unidos y Premio Nobel de paz, Barack Obama, saliera en televisión dirigiendo el operativo para matar a Osama Bin Laden.
Si Estados Unidos lanza sus misiles contra Siria y una vez más, como sucedió cuando invadió a Irak para derrocar a su antiguo amigo Sadam Hussein, no se logra demostrar que el régimen del Presidente Bashar al-Asad usó armas químicas contra los rebeldes, el resto del mundo que no pertenezca a la Organización del Tratado Atlántico Norte, OTAN, tendrá que preguntarse en qué lugar buscar refugio para no ser denominado «terrorista» y ser víctima de una fuerza a gran escala que a pasos agigantados toma control de todo, de manera «legítima», gracias al argumento de brindar mayor seguridad y democracia.
Dicha «seguridad y democracia» ya empezó a afectar incluso a los propios estadounidenses. Miles de millones de correos electrónicos, mensajes y llamadas de celulares, o una simple publicación en Facebook o Twitter, que acostumbra a hacer una jovencita o el padre de un hogar, han entrado a formar parte de un cúmulo inmenso de información «estratégica», que la Agencia Nacional de Seguridad, ANS, de los Estados Unidos, almacena y procesa junto con la de todos los ciudadanos, diplomáticos y cualquier habitante del mundo que use un dispositivo tecnológico como celulares, tabletas electrónicas o computadores.
Nadie se puede mover libre, si el precio que quiere es la «seguridad y la democracia». Porque para proteger esos valores, dijo el Presidente Obama, «hay que perder un poco de ellos».
Mucho se perdió después del 911. Y el mundo ya no es igual. Quedan flotando en el aire un montón de preguntas. ¿Fue todo orquesta en la sombra por el imperio de turno? ¿Es la evidencia nítida de las alianzas diabólicas de las religiones musulmanas de oriente contra “las satánicas costumbres” de Occidente?
Cualquiera de esas respuestas puede ser la correcta. O todas. Lo cierto es que, a partir de aquel fatídico 11 de noviembre la sociedad civil perdió muchas libertades. Se retrocedieron varios siglos de conquistas. Y hombres, mujeres, ancianos y niños, viajeros de todo el mundo, quedaron expuestos a exhibir su dignidad ante las autoridades aeroportuarias, que, como las insolentes guardias romanas de hace tres mil años, obligan al pobre ciudadano a, literalmente, encuerarse de pies a cabeza para poder abordar un avión.
]]>
