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Así se mata una democracia

Por Roberto Flores Prieto

Esta mañana mi hija se subió a un carro en Bogotá. El conductor, sin ningún pudor, como quien habla del clima o el tráfico, rompió el silencio diciéndole, al ver a un niño Embera desnutrido en un semáforo, que en este país lo que hacía falta era matar a todos los indígenas. Y durante todo el trayecto, insistió en su tesis. Así, crudo, brutal, pero en medio de todo, sereno. Como si no estuviera pronunciando un llamado al exterminio.

Yo escuché esa historia y me quedé frío. No por lo extraordinaria, sino por lo dolorosamente habitual. Porque ese pensamiento, esa violencia que cada día se expresa con más desparpajo, es apenas la punta del iceberg de lo que llevamos décadas incubando en Colombia.

El reciente atentado contra Miguel Uribe, hace parte de lo mismo. Es otro síntoma de la misma enfermedad, del virus del odio que nos carcome. Pero no es solo un hecho político ni un titular de última hora, es también una esposa que llora en una sala de hospital, un hijo que espera que su padre despierte, una familia atravesada por el miedo. El odio no es abstracto, se encarna en cuerpos heridos, en hogares rotos, en vidas suspendidas.

No importa desde qué orilla se mire, dispararle a un político, a un contradictor, a un ciudadano, es cruzar una línea que ningún país civilizado debería tolerar. Y, sin embargo, aquí estamos. En Colombia, la diferencia se paga caro. La palabra se convierte en blanco, el debate en guerra y la política, en ruleta rusa.

Y lo más triste es que cuando alguien -desde la política, el periodismo, la academia o la ciudadanía- se atreve a invocar la empatía, a pedir cordura, a defender la ecuanimidad o simplemente a invitar a la objetividad, es inmediatamente señalado de ingenuo, tibio o traidor. En Colombia, hablar con cabeza fría es deleznable. Escuchar al otro se considera debilidad. Ser mesurado es un pecado, en una época que glorifica el extremismo. Aquí, lo que da réditos es la furia, la espuma que sale por la boca, los ojos inyectados de sangre.

Y mientras nos burlamos del que duda, mientras escupimos sobre el que escucha, mientras cancelamos al que no se expresa con la estridencia deseada, repetimos los errores de siempre. Porque ya lo hicimos antes. En los ochenta y noventa, cuando la política era literalmente una sentencia de muerte, también llamamos traidor al que intentaba tender puentes. También matamos a los que incomodaban y celebramos en silencio la caída del que pensaba distinto. Basta con recordar que en este país silenciamos a ministros como Rodrigo Lara, a periodistas como Guillermo Cano, a jueces y procuradores como Enrique Low Murtra y Carlos Mauro Hoyos, a médicos como Héctor Abad Gómez, a líderes estudiantiles como José Antequera, a presidenciables como Galán, Pizarro, Jaramillo y Pardo Leal. Incluso, a un patriarca conservador como Álvaro Gómez Hurtado, que osó hablar de un acuerdo nacional sobre lo fundamental. Cada uno, desde orillas distintas, representa una historia truncada. Cada uno, un país posible que no alcanzó a nacer.

Hoy, décadas después, seguimos atrapados en esa misma lógica de eliminación. No sólo con balas, también con palabras que matan en vida. Con linchamientos mediáticos y desprecios sistemáticos. Con un lenguaje público que parece ráfagas de metralleta.

Y todos tenemos algo de sangre en las manos. Porque todos, en algún momento, hemos aplaudido la humillación del otro. Hemos compartido el meme que degrada y celebrado la caída de alguien con quien no estamos de acuerdo. Confundimos justicia con revancha, firmeza con violencia e ideología, con odio.

Ojalá algún día podamos construir una Colombia en donde ningún candidato político sea baleado en plena plaza pública por pensar diferente, y ningún niño Embera tenga que mendigar en un semáforo con el estómago vacío, o -peor aún- aparecer muerto, sin nombre, sin historia y sin justicia. Un país donde nuestra dignidad no dependa de la ideología, del origen o del algoritmo. Donde la empatía pese más que el odio y la vida sea sagrada. Un país en donde niños de quince años no terminan de sicarios y mi hija, tus hijos, los de todos, no tienen que escuchar a un conductor enfermo, invitando al exterminio de nadie.

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