
Es una vergüenza política para Barranquilla y el Atlántico que su principal universidad sea una pugna de plata y poder, y no un centro educativo.
Por Rainiero Patiño M.
Hace casi tres meses escribimos en este mismo espacio presagiando el caos, pero sobre todo, la vergüenza en que suponíamos se iba a convertir la escogencia del nuevo rector en propiedad de la Universidad del Atlántico. Lastimosamente, acertamos.
Lo que pudo haber sido resuelto de manera adecuada, si estuviésemos frente a un Consejo Superior adecuado, terminó convertido en una muestra más de las descaradas disputas políticas locales: un ventorrillo de poderes y un rifirrafe de ofensas y sucias estrategias, amplificadas por algunos medios de Barranquilla y propiciadas por los condotieros que habitan en el Superior.
Lo que antes era un simple nudo está hoy convertido en una horca suicida que terminará por asfixiar a todos, incluyendo a los 22 mil estudiantes que no han sido escuchados y a sus familias que ven traumatizados sus sueños, porque cada día de atraso les cuesta.
Entonces los honorables consejeros ostentan máscaras sobre la mesa. Envestidos de su pírrico poder, juegan al beneficio propio, al triunfo de sus prebendas y sus egos. La mayoría apuesta con fichas y dinero que no les pertenecen, ocupan sillas en cuerpo ajeno, en beneficio de otro individuo y no de la comunidad que los eligió o designó. Y cuando se abren las puertas –o las cámaras-, se victimizan, se comportan como pequeños sátrapas.
Y cuando no se escucha a la gente en el espacio en que se debería, la gente sale a la calle. No importa qué bandera de insatisfacción se tenga, sea de derecha, de izquierda, en este país igual que en el mundo, cuando la gente se siente asfixiada y sin esperanza, sale a la calle a protestar. Porque ahí rompen el orden de quien los ignora, lo hacen girar la vista. Pero retar la calle es tan valiente como peligroso, tiende trampas, asusta. Entonces se camuflan, como único camino para gritar el inconformismo, para romper el silencio autoritario al que lo quieren someter los falsos caudillos. Y surge la máscara, o la capucha, como blindaje ante la represalia, o como disfraz del vándalo.
Pero las máscaras, como el autoritarismo, corrompen, ceden espacio para los delincuentes. Porque bajo la máscara, en la batalla como en el carnaval, somos otros, y siendo otros no sentimos temores, vergüenza, lástima ni arrepentimiento.
La capucha es para la gente, que ha agotado de forma infructuosa todos los canales para ser escuchado, el último camino para sentirse igual al que lo ve por encima del hombro, al que lo hiere al jugar por debajo de la mesa las cartas de su futuro, ese para quien la máscara es su traje diario.
Ojalá nos equivoquemos esta vez, pero cómo van las cosas, la elección terminará en una intervención del gobierno nacional, con la respectiva imposición, no sólo de rector sino de un plan institucional. Y ahí, amparados en la autonomía universitaria -tristemente prostituida-, sí que deberíamos replantearnos la pertinencia de un Consejo Superior con representantes como estos, que hasta ahora ha traído más enfermedades que medicinas, que no ha sido capaz de superar a los individuos para pensar en el colectivo, que ha sido bueno para nada.