Contemplando el atardecer en Puerto Colombia, el sicólogo y músico Albert Pérez hace una poderosa disertación sobre las concepciones de lo vivo y lo inerte, «en tiempos en que todos contra todo», como cantara Fito Páez.
Por Albert Pérez
Una piedra, una manzana y un bebé
La naturaleza es una eterna y perfecta sinfonía en donde permanentemente danzan elementos en torno a la música de esta creación divina. Es de esperarse que, luego de percibir esta realidad circundante, nuestros cinco sentidos humanos clasifiquen estos elementos en entidades bióticas y abióticas; sin embargo, al interpretarse el término en su estricto sentido etimológico, notamos que es una expresión que hoy avanza progresivamente hacia su extinción, pues la ciencia contemporánea ha venido sustentando bajo su lente microscópico una hipótesis que alguna vez, hace muchos amaneceres, se planteó en el antiguo Egipto: ¡todo vive, todo vibra!
Una piedra, una manzana y un bebé son todos en esencia elementos vivos de la naturaleza. Ahora bien, lo que realmente difiere entre ellos es nuestra humana percepción, así tal cual. Nuestra postura natural y radicalmente antropocentrista pretende interpretar y organizar la vida bajo parámetros conceptuales originados en la mente misma del hombre quien, desde sus albores ha venido progresivamente clasificando, bajo manifestaciones lingüísticas, todo tipo de estímulos con los cuales en su entorno se topa, creando, en este caso, la etiqueta de “inerte” para todo aquello que le resulta aparentemente inanimado.
Sin embargo, nuestros hombres de ciencia, aquellos que se destacan por su inagotable curiosidad y por ser en cierta proporción los actuales redentores de la ancestral ingenuidad en nuestro pensar, nos han demostrado por medio de sus más recientes y abstractas ecuaciones que en realidad lo que percibimos como un inerte tronco flotando en el mar de Salgar, es en esencia un compacto cúmulo de energía compuesto por un constante choque de partículas subatómicas que se baten dinámica e incesantemente en todas direcciones al interior de su núcleo, conformando entre ellas una viva danza que emana una aparente forma sólida.
Dicho sólido aspecto de la materia es resultado de nuestra percepción, la cual es en esencia una abstracción inicialmente gestada en los órganos del sensorio que por su naturaleza sólo pueden captar un limitado rango de información del entorno. Luego esta información, por ende sesgada, se dirige aferentemente hacia el tálamo, una estructura cerebral que en conjunto con otras se encargan de interpretar el mundo, dándole así a nuestra mente la materia prima para generar los respectivos calificativos en torno al objeto en cuestión. En este caso, reconoceríamos el flotante cúmulo energético marino como un trozo de basura que escapó del río Magdalena.
Permítaseme invitarlos a realizar un interesante ejercicio, del cual depende su inversión de al menos treinta de los finitos granos que restan de su reloj de arena vital, hoy distribuidos entre conciertos, fútbol y reportes laborales mensuales; y esto es contemplar en silencio un atardecer, por ejemplo, en algún mar de nuestra bella costa atlántica, agregando esta vez a su mente una renovada e irrefutable convicción: Todo está vivo.
De esta manera, definitivamente sólo de esta manera, podrán elevar un tanto su consciencia al percibir nuevas formas de realidad, nuevas y atípicas manifestaciones de vida; por ejemplo, serán testigos del perpetuo romance entre la ola y la piedra, del espíritu que atraviesa el cielo fragmentado en un conjunto de veintidós gaviotas, este cielo que en cada atardecer nos sorprende con inagotable creatividad al ofrecernos un nuevo y siempre diferente diseño pictórico; a su vez podrán deleitarse de la majestuosa orquestación musical entre el mar y el viento; este mismo viento que luego con asombrosa precisión dibuja sobre la arena las más simétricas y siempre perfectas dunas; el espíritu femenino de la luna mística, magnética, que prudentemente se asoma por el este del firmamento agitando nuestras aguas mientras su contraparte masculina, el sol, de naturaleza eléctrica, se dirige sin prisa hacia otra latitud planetaria a llenar de vida y proveer de luz a nuestros hermanos serbios y asiáticos.
Luego de hacer esto, inmediatamente nos sentiremos conscientes de estar vivos, durante el tiempo en que aprehendemos ese preciso instante sentiremos que estamos viviendo en plenitud con el todo que nos rodea, podremos sentir cómo se fusiona nuestra esencia creada con la fuerza creadora.
No es de extrañar, sin embargo, que en algún oculto rincón de nuestra estructura yoica, surja el arquetipo del bufón timador a susurrarnos que nuestra cordura se difumina; sin embargo cabe recordar que la siempre delgada línea que nos mantiene al margen de acariciar tendencias psicóticas se desdibujaría siempre y cuando a estos seres de la naturaleza le otorgásemos cualidades humanas como cognición o sentimientos e intentásemos incluso gestar algún tipo de acto comunicativo con ellos, lo cual es precisamente el cáncer, la demencia generalizada que hoy carcome la consciencia del mundo, y esto es creer que podemos humanizar y conocer a dios y a su creación.
Por esta razón se libran a diario violentas guerras en nombre de voluntades divinas, se empobrece al pobre quien por aparente mandato divino debe aprender a despojarse de una décima parte de su patrimonio para luego esperar una bendición a cambio, se fomenta el odio y la discriminación entre quienes ostentan en vociferar ambiguos versículos bíblicos y aquellos que buscan una emancipación espiritual al verbalizar en secreto sus pulsiones tanáticas ante una imagen de yeso.
Estos y otros muchos lamentables ejemplos de iniquidad camuflada bajo el velo religioso constituyen hoy una de las principales causas que protagonizan la actual división de nuestra especie; y si he osado en hablar de división es porque antes me he atrevido a intuir que, al igual que un átomo y aquellas veintidós gaviotas, estamos aparentemente diseñados para emular un todo, para vivir y recorrer unidos esta plataforma terrestre en sensata armonía y con el firme propósito de ser y cooperar con que seamos siempre mejores seres humanos, simplemente eso, ser honestos con nuestro existir, estar despiertos y conscientes de una existencia que pese a la intangibilidad de su propósito, es profundamente lógica en su proceder.
Esta noble intención, sin embargo resulta paradójicamente fútil si intentamos condensarla en métodos de lógica terrestre, persiguiendo la epifanía que reposa en una meta cuyo título es: La iluminación.
No deberíamos, mis hermanos, perder el tiempo hilvanando entre métodos que con alarde y sin precaución nos garantizan conseguir dicha meta; esta necia pretensión será siempre infructuosa y por ende desgastante, de hecho, a lo largo de nuestra historia esto sólo nos ha llevado a dividir aún más nuestra cohesión de espíritu y a desnaturalizar nuestra humana naturaleza. Debemos aceptar con templanza el hecho que jamás llegaremos a plantarnos sobre la hipotética línea de meta de un estado iluminado, pues la meta a la iluminación se encuentra precisamente en el camino que con sabiduría y paciencia se recorre para llegar a ella.
Volviendo al inspirador propósito de nuestro ejercicio, te pediría ahora que, cuando visites las hermosas playas de Puerto Colombia, busques esta vez proponerte en admirar su descomunal belleza, en ser testigo de cómo palpita cada elemento que compone este escenario mágico, en contemplar su danza viviente y bailar su música perfecta; empero está en ti dirigir tu foco experiencial hacia una vivencia trascendental como esta que describo o simplemente fluir entre incómodas trivialidades, como por ejemplo, no parar de quejarte por la bolsa de papas Margarita que revolotea cerca a tus pies y cuyo contenido seguramente en el momento estaría siendo digerido por un organismo cuya consciencia le convence que la tierra, como diría Hegel, no es más que un mero cascote girando alrededor del sol y por ende no tendría sentido abstenerse del acto hedonista de continuar disfrutando de su tarde de domingo sentado frente al mar por ir a buscar un depósito de residuos, ¿por qué hacerlo? En últimas, el jardín de conchas y arena gris que engalana y suavemente masajea cada uno de sus pasos al andar, para su espíritu no es más que sucia tierra de mar. Recuerda, sin embargo que, pese a lo injusto y molesto de este repulsivo gesto egoísta, lo ideal sería tomar la bolsa y hacerte cargo de ella para luego continuar contemplando en paz la obra perfecta que te envuelve, la cual realmente merece toda tu atención; y es que al decidir permanecer enfocado e inmerso en la amargura que te genera este tipo de actos de desconsideración, al igual que muchos otros que ocurren en tu cotidianidad, te estarías acercando irónicamente a las particularidades constitucionales de ese organismo de consciencia inconsciente que no logra trascender y apreciar la belleza que lo circunda y cuya esencia permanece siempre oculta ante sus ojos durmientes, pero revolotea llena de luz y vida ante el ojo de quien se ha propuesto contemplar el esplendor de su magnificencia.