3 de mayo, Día de la Santa Cruz, Monseñor Ettore Balestrero, sudó a cántaros subiendo empinadas lomas hasta la piedra sagrada.
Por Rafael Sarmiento Coley – Director
Fotos Nira Figueroa Turcios
Valió la pena la madrugada para estar a las cinco de la mañana en el Santuario de la Virgen del Morro, en medio del canto de las guacharacas (gallinetas de monte), los sinsontes y los turpiales, mochuelos y tortolitas que viven y reinan alrededor de las cabañas privadas y acá arriba en este sitio santo, en donde unas monjas videntes que recorrieron medio mundo por fin se desmayaron al recibir el mensaje de que este era el sitio que la Madre de Jesucristo había escogido para que le erigieran el último de los santuarios del pasado milenio.
Son las cinco y media de la mañana.
Ya unas seis mil personas se agrupan alrededor de una piedra gigante en cuya cúpula está la Virgen. A esa hora viene subiendo un hombre alto, delgado, cuerpo atlético, rostro bien afeitado. Viene solo. Rodeado de una niña pelirrojo y rostro blanco y angelical que se ha encariñado con él de manera espontánea, sin saber que ese señor con quien viene conversando como si lo hiciera con su profesor de educación física es el Nuncio apostólico.
Nació en Génova, Italia, el 21 de diciembre de 1966. Desde muy joven se consagró a la iglesia Católica y, en forma disciplinada, metódica y consagrada, ascendió en forma rápida en la escala sacerdotal, porque, además de estudiar los santos evangelios, hizo un doctorado en derecho Canónico y se especializó en cinco idiomas distintos a su italiano natal: inglés, francés, alemán, portugués y español. Ettore Balestrero transpira vitalidad.
Está contento de venir a un país con esperanzas de paz. Él sabe lo terrible que es para las comunidades vivir en conflictos, pues viene de Corea del Sur y otros países del área.
“Veo muchas posibilidades de paz, porque el pueblo colombiano, mayoritariamente, no quiere más conflictos. Eso lo percibe uno hasta en el aire”, dice, mientras se seca el sudor de la cara. No está cansado. Su respiración no se siente agitada, lo que denota un estado físico envidiable a sus 48 años de edad. Considera que en el proceso de paz «todos debemos participar como nos lo enseñó la Virgen María, con el don del perdón. Todos podemos perdonarnos. Buscar la comprensión y la tolerancia».
El Nuncio Apostólico viene de varios países con delicados problemas sociales. Corea del Sur, por ejemplo, en donde permaneció varios años. Sostiene que es un pueblo luchador y abnegado, con mucha fe cristiana y «muy comprometido con la tarea pastoral, con una esperanza acogedora con el propósito de llegar a Dios de manera efectiva, no sentimental».
Habla con calma. Siempre jadea, a pesar de su buen estado físico, sin duda, estas lomas que en verano sin resecas y con poca brisa lo han golpeado duro. La sotana negra está empapada y gotea sudor por las mangas largas. Sigue caminando solo, lento, en medio del silencio grato de la montaña cercana. De repente asoma la capilla y la casa cural. Se dirige directo a la casa cural. Sus asistentes, entre ellos el padre Arquimedes González y John Erick Sojo, le indican el camino de una habitación en donde, en un dos por tres, se coloca todos los aditamentos de su alta investidura. Ya es otro. Ya está vestido de Nuncio Apostólico- Y es curioso. Lo que no cambia es su sencillez, su sonrisa de hombre bueno y transparente.
Sale en medio de una calle de honor. Allá en lo alto de la gigantesca piedra donde está la Virgen y el altar, Monseñor Víctor Tamayo aprovecha para relatar una infidencia, producto de una conversación privada que sostuvo hace pocos días con el Papa Francisco en Roma. Luego de hablar de todo un poco, Tamayo aprovechó para decirle al Sumo Pontífice que «a mí me ocurrió que hace tres años aquí mismo le pedí al Papa Benedicto XVI que me diera la baja, porque después de más de medio siglo de sacerdocio y 75 años de edad, ya me sentía cansado.
El Papa Emérito me dijo: «Espérate tres años más, y nos retiramos juntos». Pero él se me adelantó. Se retiró y ahora es Papa Emerito. Pues entonces le pido a usted, Papa Francisco, que me permita mi retiro. Me quedó mirando con una sonrisa socarrona en la cual yo adiviné que nada bueno me iba a decir. Me puso sus grandes manos en mis hombros y me dijo: «Monseñor Tamayo, mire el potro en que yo estoy montado. Usted no se me puede ir ahora cuando más lo necesito. Porque conozco a fondo la incansable tarea evangelizadora que viene desarrollando.
Así que acompáñeme unos años más «. Es decir, fui por lana y salí trasquilado».
Las cerca de siete mil almas que ya habían logrado trepar por los empinados cerros, festejaron con sonoras carcajadas y entusiastas aplausos el cuento de Monseñor Tamayo. Le entregó el micrófono a Ventura Díaz y una entusiasta católica gritó mientras tiraba media empanada que se atragantaba «¡Ay! ¡ya está hablando el Nuncio!». Un señor que estaba a su lado alcanzó a agarrarla por un brazo antes de que se rompiera la crisma con un bordillo.
«Señora, abra el ojo, que se puede matar. Usted no ve que quien está con el micróf0no es Caimán Parao y no el Nuncio». Más desorbitada aún, preguntó «¿Y quién es ese Caimán Parado?». El señor le explicó que se trataba del famoso locutor y exgobernador Ventura Díaz Mejía. Entonces la señora reaccionó: «¡Aaah el candidato que demandó a Alex Char porque lo llamó Pelo e’ Burra?». «¡Ese mismo!», le ripostó el señor.
Acto seguido hizo su presencia altiva e imponente el Nuncio Apostólico Ettore Balestrero, todo de
blanco, caminó, lento, en medio de una calle de honor que aplaudía atronadora e incansablemente, mientras Angie Choperena, todavía con la sábana pintada en la cara, le lanzaba flores a su paso.
Toda la feligresía, alegre y entusiasta, lo recibió con mística, con respeto, con devoción. Su homilía se centró en el bien sagrado de la paz y el de la humildad de los poderosos para que puedan cargar la cruz de Jesucristo.
En el ambiente quedó la sensación de que este puede ser un Nuncio Apostólico vital para el proceso de paz colombiano. Es joven, dinámico, conoce del tema y tiene ganas.