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La noche que José Gregorio Hernández no llegó

Por Ricardo Bustamante

Ahora que el Papa Francisco autorizó la canonización del beato venezolano José Gregorio Hernández Cisneros, quien pronto se convertirá en Santo de la Iglesia Católica, me llegó el interés de leer sobre la vida del venerable médico nacido en 1864, en Isnotú, municipio del Estado Trujillo.

Debo reconocer que mi motivación está unida a un caso muy particular que le sucedió a mi familia, la cual esperó de José Gregorio su presencia, bendición e intervención celestial, pero estas no llegaron. Más adelante les cuento detalles.

Después de leer someramente la biografía de José Gregorio, dicho sea de paso, que me perdone él y sus millones de seguidores, por la confiancita de llamarlo por su nombre y no por los títulos que lo elevan al Santoral Católico, llegué a mis personales conclusiones:

1.- El nació entre los seis hijos de Benigno María y Josefa Antonia ungido por la gracia de Dios, quieen lo hizo especial y distinto a sus congéneres. La afirmación sobre su manera de ser, del director del Colegio Villegas, doctor Guillermo Tell Villegas, plantel educativo ubicado en Caracas, lugar donde llegó el joven Hernández Cisneros de 13 años a estudiar, muestra evidencia de su línea conductual: “José Gregorio era poco dado a jugar con sus compañeros y prefería pasar el tiempo libre en compañía de libros”.

2.- Sus genes lo acercaban a la doctrina clerical: Por línea materna, descendía del cardenal Francisco Jimenez de Cisneros, confesor de Isabel la Católica y fundador de la Universidad de Alcalá; y, por vía paterna, a través de la rama de un tío bisabuelo, se emparentaba con el Santo Hermano Miguel, quien era educador y escritor.

3.- José Gregorio poseía inteligencia aguda y superior, que lo distinguía de los demás: Al graduarse con el título de Doctor en Medicina a los 24 años, hablaba inglés, francés, portugués, alemán e italiano y dominaba el latín y hebreo, era filósofo, músico y teólogo. Le alcanzó el tiempo para lo que se propuso.

Me lo imagino de niño, joven y mayor, como un ser humano aconductado, recogido en modales, acicalado, con dominio de un vocabulario exquisito, sin pronunciar, válgame Dios, una palabra procaz y atildado al vestir. Tal vez, para algunos, un ser extraño o raro. Así, igual como lo muestra la fotografía icónica: expresión serena, vestido entero impecable de paño negro, corbata negra, camisa blanca, pañuelo blanco, medio asomado en la solapa, sombrero a la usanza y el bigote lineal de cuidada rasurada diaria. En otra imagen, mundialmente conocida, está de bata blanca y sombrero blanco.

Mi abuela materna estaba bajo el cuidado de una de sus hijas, soltera para la época, corría 1973, residían en un municipio que distaba de Barranquila dos horas por carretera. A Ana Mercedes, nombre de la abuela, le llegó sin avisar lo que se conocía como el síndrome de demencia senil, lo que hoy se conoce como Alzheimer. Se le sumó a sus quebrantos una caída que le produjo la fractura del fémur de una de las piernas. Se postró y necesitó la atención de más personas. No había de otra: Se trajeron a Ana Mercedes para Barranquilla, a nuestra casa, en busca de mejor servicio médico. No se de quién fue la idea, pero de un momento a otro mi mamá y algunas de sus hermanas empezaron a hablar de José Gregorio.

Extrañado, o mejor, anonadado, no comprendía que podría hacer el médico venezolano para aliviar a mi abuela. Orarle a José Gregorio, creo que eso fue lo que pensé y di por sentado. Un día cualquiera, ya anocheciendo, veo que mi mamá y tres de sus hermanas entran a la habitación de Ana Mercedes, y en una mesa frente a la cama colocaron un vaso de agua, una tijera, guantes, gasa, merthiolate, algodón y otros instrumentos quirúrgicos, que utilizan los médicos para operar. Me atreví a preguntar sobre qué era todo eso y, para salir del paso, mi madre, me respondió cualquier cosa. Con la duda e intriga, me dormí, pero me levanté, al día siguiente, temprano. Noté, inmediatamente, que el Venerable no había llegado, ya que todo el instrumental estaba intacto y en el sitio donde se había dejado. Las hijas de Ana Mercedes, recogieron, sin musitar palabra, todos los elementos y entre ellas, no se dijeron nada. Tal vez, pena ajena, sintieron. La abuela murió a fines de ese año, 1973. Por eso digo que a mi casa, José Gregorio Hernández Cisneros, médico venezolano y, de camino al santoral, no llegó.

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