CrónicasLocales

La dulce travesía por Nueva Colombia

-Yo me llamo Daniela -hace una pausa y sonríe- tengo siete años y vivo con mi familia-.

-Y… ¿cómo es tu familia?-. -Unos blancos, otros negros y otras que no viven por aquí-.

Escrito por: Katheryn Meléndez Solano

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Daniela levanta el rostro, tiene la piel oscura y tersa, con trenzas hechas de su menudo cabello que trazan caminos, justo sobre su cuero cabelludo.

Vuelve  a sonreír mostrándome gustosa sus pequeños dientes y con la mirada me señala el paisaje, donde el  verde que no brota en los caminos perfectamente pavimentados de la ciudad, salta en medio del terreno irregular que se alza y se precipita, sin orden alguno, en una zona casi rural de la capital atlanticense, llamada Nueva Colombia.

En este escenario, abundan las casas de madera, construidas por tablas desparramadas como una baraja de naipes descoloridos, los techos remendados y la pobreza dando la cara en cada esquina. Cuando llueve, el terreno se vuelve intransitable, así parece uno más de los pueblos olvidados de Colombia, que, sin embargo, no todo pueblo olvidado de este país tiene tantos recuerdos como el conjunto de las pieles negras, los caminos trenzados sobre los cráneos, la melodía de un zoukus africano tarareado por el viento,  los cuerpos y los tambores en un mapalé que revive otras épocas y hacen memoria de la fuerza de esta raza, de la libertad, la esclavitud y las dificultades que aún persisten.

-Vivo con mi mamá, mi papá y hermano-. -¿Cuántos hermanos tienes?-. -Uno con Obama, dos con Viviana, uno con Darila, uno con Daniel y otro con María Elvira. Somos cinco-. -¿Y tú vives con todos en la misma casa?-. -No, yo solo vivo con Obama. De mis hermanas, una vive por acá, otra por esa casa de allá y la otra vive en Palenque-.

07Obama, el pequeño de 4 años, corre descalzo y sucio de arena tratando de incorporarse al partido de fútbol que iniciaron los  niños  mayores. La bola de trapo rueda sobre la calle destapada en medio de pases, engaños y jugadas ocurrentes que, a toda costa, intentan meter el balón en los marcos hechos de tubos plásticos. Daniela y yo permanecemos sentadas en una terraza  próxima, viéndolos jugar.

Unas calles más adelante, que bien podría ser más abajo, por la distribución caótica de las casas que se van ubicando según las condiciones lo permiten, en una vivienda de “material”, vive Solmery, palenquera y vendedora de cocadas con una reputación culinaria respetable. Ella se ha levantado con los primeros rayos de sol y al canto de su tres gallos para montar el fogón de leña en el patio de la casa, e inicia la jornada para  la preparación de las cocadas, enyucados y unas cuantas alegrías.

-A mi e’ gusta  cantá, bailá, me gusta jugá y me gustan los toros, los toros que hay en Palenque… ¿Pa’ que viniste tú?-. -Vengo a hacerte una entrevista-. -Yo tengo una tía que está en la universidad, se llama Yuranis,  pero ahora está enferma-. -¿Por qué está enferma?-. -Le dio gripa porque la cama se moja cuando llueve-. -¿Donde tú duermes también cae agua?-. -Sí, pero cuando llueve yo me tapo todita y así no me mojo-.

Solmery comienza a echar las siete panelas en el pequeño caldero que recibe el calor de los leños encendidos.  Ella, oriunda de Palenque, se instaló en Barranquilla a la edad de 22 años. Llegó buscando un nuevo escenario donde salir adelante, pues en su vientre tenía una criatura que debía alimentar y por la cual forjarse un mejor futuro en la ciudad. “Cuando yo llegué a Barraquilla, busqué trabajo en una casa e’ familia, pero no me gustó. Hay trabajos que no pagan, yo preferí hacer lo tradicional de mi tierra”.

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El partido ha culminado. Daniela se vuelve y comenta en tono de confidencia.

-Cuando cumpla los ocho voy para Caracas-. -¿Qué vas hacer por allá tan lejos?-. -Voy con mi mamá, allá está mi abuela y una tía, porque acá hay mucha gente pobre…-.

La mujer, tan morena como todas sus coterráneas, mide aproximadamente metro setenta y cinco de altura, y se mueve ágil entre el patio y la estrecha cocina donde ya reposan las cocadas de coco y de guayaba. Ya ha puesto al fuego un caldero grande donde pone a tostar el millo que se revienta en pequeñas crispetas, el proceso para preparar las alegrías ha iniciado, al tiempo en que agrega con dificultad otro leño que avive la candela, el humo cada vez es más agobiante.

Daniela me invita a su casa y busca inquieta a Obama que se ha escabullido entre el grupo de niños que se retiran; ¡hay que verlo correr con tanta energía! -¡Obama! Vamos pa’ la casa – lo llama, haciendo señas con el brazo y el niño corre a su encuentro – vamos que  le voy a presentá la muchacha de la entrevista a mi mamá-. – ¿Tú no le ayudas?-. – A lavar los chismes porque no le gusta que meta las manos en lo que hace… ella dice que después le daño la venta. Y otras veces, cuando Obama molesta mucho, lo saco pa’ la calle porque se come los caballitos-.

Hemos llegado a tiempo, aún Solmery está en plena faena. En el patio, caminando de un lado a otro, sorteando los tres gallos y las cinco gallinas, me cuenta que se ha despertado muy temprano y que está segura que hoy le irá bien. Daniela saca a Obama de la casa porque ya se notan sus estragos en la mercancía, se escuchan los gritos del niño a lo lejos.nuevo-1

-En un rato, cuando la miel de la panela esté más negrita, armo las alegrías, para que la clientela no me diga “Oye negra, a la alegría le faltó panela”. No me gusta que queden pálidas-.

Revuelve con la cuchara de palo el jarabe de panela ya derretida. Entra a la casa y le agrega un buen puñado de mantequilla a la mezcla de enyucados que reposa en una ponchera amarilla sobre la única silla de plástico que hay en la sala. Los enyucados, son los últimos en poner a  cocinar.

-Me ha contado Daniela que piensa salir del país-. -Sí, mija, ya yo no estoy pa’ esto… allá está la abuela de los pelaos. Ella dice que la cosa está mejor que por allá, que hay trabajo y… bueno, si no me va bien, me regresaré a Barranquilla o agarro pa’ Palenque…-.

El millo está listo, el caldero libre, el turno es para el enyucado que, a diferencia de los demás productos, los leños son retirados del fondo y los pone arriba de la olla caliente, sobre una lámina de metal, que hace las veces de tapa.

-Como vendedora, yo tengo mis truquitos, yo me río, mamo gallo y así, poco a poco, hago mi clientela y, si me enhueso, le pido a Dios que me mande un angelito y ahí se mejora la vaina-.

La he dejado tranquila en las últimas labores de preparación culinaria. En su rostro se dibujan sutilmente unas cuantas arrugas, veintidós  años de trabajo duro en esta ciudad ya se notan.  Daniela me ha esperado en la esquina con otros niños y se despide, siempre sonriente. Obama se abraza a una de mis piernas y se retira presuroso en una carrera más sobre el camino pedregoso. Adentro, en la casa sin ornamentos, con el techo remendado, los pisos de arena y un patio que parece un basurero, permanece Solmery, terminando de armar unas treinta alegrías.

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