Arte y CulturaCrónicasEntretenimientoEstilo de VidaLocales

Joselito carnaval: una zancada a la muerte

Por Leydon Contreras Villadiego
Fotos: Karen Matallana. Videos: Jao Gómez.
Edición: Jorge Mario Sarmiento Figueroa

Fui de los primeros en llegar a Black Roses, un coffe shop recién estrenado en el barrio El Prado. Eran más o menos  la 1 de la tarde del martes de Carnaval. Allí quedamos en encontrarnos alrededor de unas 15 ó 18 personas que participaríamos en el desfile de Joselito Carnaval con la comparsa de Joselite Criticón. El grupo lo conformaban 8 mujeres y 8 hombres de entre 28 a 42 años de edad aproximadamente. Se trataba de un grupo bastante sincrético de hombres y mujeres dedicados a todas las profesiones y oficios.

El negocio dedicado al estudio del cultivo y consumo responsable del cannabis lo montaron un filósofo de largos dreadlocks y una contadora nacida en Bogotá que desde hace 4 años se vino a vivir a Barranquilla. Es Black Roses por la canción del artista jamaiquino Barrington Levi y funciona en una de esas enormes casas republicanas del barrio El Prado en el que se desarrolla buena parte de la novela de Marvel Moreno, En diciembre llegaban las brisas.

El desfile oficial de Joselito era precedido por la reina del Carnaval como la viuda mayor. Arrancaba a las 4 de la tarde en la carrera 54 con calle 64 y concluía en la Casa del Carnaval, en Barrio Abajo. Es el evento que simboliza la muerte y el entierro de Joselito y con ello el fin del Carnaval de Barranquilla. Para eso nos preparábamos.

Mientras el resto del personal iba llegando al punto de reunión, los tragos y los saludos rotaban de mano en mano y el volumen de mi ebriedad se mostraba en aumento. La música carnavalera mandaba la parada y por los altavoces se dejaba oír una canción de millo. De inmediato los tambores me obligaron a caer en cuenta de que la vida y la muerte, sobre todo en carnavales, se disputan nuestras almas mortales en una alegoría llena de música y colores conocida como Danza del Garabato.

Joselito carnaval y el mito del eterno retorno

¿Y quién es ese tal Joselito carnaval? Pues quién más, sino aquel mítico personaje cíclico. El arquetipo del parrandero que muere un martes de carnaval después de tres días consecutivos de fanfarria y ron, y a quien hay que despedir entre llantos y lamentos mientras se intenta cumplir con todas las sagradas exigencias que impone el rito del funeral judeocristiano. 

Joselito carnaval, como en el mito del eterno retorno, regresa cada año y durante cuatro días del mes de marzo incita al pueblo al goce carnestoléndico. Luego fenece feliz y saciado para servir de antesala a la llegada de la cuaresma.

En Joselito carnaval se refleja el pueblo en todas sus formas y se le encuentra personificado en todas las esquinas y casetas de baile del Caribe colombiano. En él reside el ritual y el espectáculo de la muerte que se esconde entre las brillantes comparsas de máscaras y disfraces. Es la manifestación del festejo alegre que danza en transición hacia el abatimiento de tener conciencia de que todo gozo en esta vida resulta efímero y momentáneo.

¡He vivido con sangre y con músculo y al olvido voy! Clamó el poeta.

Joselite Criticón, un disfraz diferente

El grupo en el que estaba participando lo habían bautizado Joselite Criticón. Era Joselite Criticón porque a diferencia de los otros grupos tradicionales de Joselitos, en este, todas las mujeres hacen de hombres y todos los hombres se travisten de mujeres.

Aparte, no solo es criticón sino contestatario. Incluso, a veces parece hasta político. En la declamación de sus letanías se denuncia el estado decadente de la cultura barranquillera, el abandono del Teatro Municipal Amira De La Rosa, la inconclusión del nuevo Museo de Arte Moderno y los desatinos del Gobierno local y nacional que mantienen al sector cultura en permanente jaque mate.

De ahí su nombre, por su mirada crítica, su postura inclusiva y su juego de roles. En su puesta teatral, la muerte de Joselite no solo representa la muerte y el fin del Carnaval, sino la muerte y desaparición de espacios y escenarios vitales para el desarrollo de la vida cultural de la ciudad.

Cabe tener en cuenta que en 2021 el proyecto de Joselite Criticón ganó el primer lugar en la modalidad virtual del Carnaval del Suroccidente.

Viudas y travestis

El tiempo corría y teníamos rato de estar dando vueltas, hablando y bebiendo. La vaina consistía en que los hombres nos disfrazáramos de mujeres y las mujeres se travistieran en hombres.

Ellas comenzaron a ocultar sus curvas para mutar en hombres con bigotes de lápiz de ojo o de tupidas barbas de lana que exhibían sobre sus cuerpos desajustados y ataviados de extraños bultos. De a poco dieron forma a una graciosa parodia masculina repleta de chabacanería en la que los esfuerzos por fabricar escupitajos y darle rienda suelta a la típica y frenética comezón en los huevos eran sus principales tácticas teatrales.

Por otro lado, más comprometidos que indecisos y oliendo a Rexona Clinical, los hombres nos dedicamos a la tarea de escoger y compartir las pelucas, aretes y lápiz labial para luego intentar introducir nuestros torvos y grasosos cuerpos en diminutos vestidos y minifaldas.

Intentamos ser cuidadosos e hicimos un esfuerzo por no romper las costuras de los brasieres y crop tops que las chicas habían conseguido junto con el resto de la indumentaria femenina que se necesitaba para travestir a los hombres de la comparsa. Lucíamos elegantes con atrevidas piezas que muy seguramente en otro momento alguna de sus legítimas dueñas querría volver a lucir.

El aspecto de nuestras desarrapadas barbas chocaba con los ajustados vestiditos y los brillantes accesorios. Los hombros y brazos se veían estrangulados a causa de las tiras y los elásticos. Lo único que flotaba con entera libertad era la maraña de pelo que se asomaba de nuestras axilas y que hacía juego con los bellos enroscados que poblaban el resto de nuestras extremidades.

Allí estábamos riendo y burlándonos de nuestro aspecto cómico, buscando entre las frías y las ideas un argumento que pudiera proponer algo distinto del carnaval, algo social y catártico que no solo fuera amanecer mamando ron. Había que criticar y aprovechar el espacio.

Un travesti al volante

Era martes de Carnaval y no había parado de beber desde el sábado por la mañana cuando tomé mi primera cerveza en la prolongada Batalla de Flores de La Vía 40. Admito que fue una completa estupidez y una imperdonable brutalidad haber prendido la moto para ir travestido con tetas postizas y todo, de El Prado hasta Barrio Abajo.

Acosados por el paso del tiempo se pensaba que ya todo estaba listo para salir al ruedo. Sin embargo, de un momento a otro alguien advirtió que no teníamos un megáfono. Necesitábamos uno para solucionar el problema de la declamación de las letanías. Porque hacerlo con voz en cuello y a todo pulmón en medio del grupo de millo que nos acompañaba y de todo el escándalo que generaba la histeria de una multitud que se agolpaba sobre las vallas por donde pasaba el desfile, sería un total desgaste y sencillamente quedaríamos sin cuerdas vocales a mitad del recorrido.

Me vi forzado a salir en moto en busca del megáfono. Mientras iba manejando, los conductores de otros vehículos a mi lado y hasta los policías que estaban a lo lejos no dejaban de escrutar con sus miradas la llamativa humanidad de un desesperado travesti a bordo de una flamante Suzuki negra, quien, sin tener ninguna necesidad, hacía rugir el motor como para apresurar la llegada de la luz verde del semáforo.

En ese preciso momento tuve la certeza de que sería incapaz de superar ninguna prueba de alcoholemia si me llegaban a detener. Lo peor era que mi billetera quedó olvidada en el bolsillo trasero del pantalón que tiré en alguna parte del Black Roses cuando me decidí por una mini falda amarillo pollito.

Sin apagar la moto y sin sacarme el casco de la cabeza y con el supremo alivio de no haberme cagado encima después de pasar bien borracho al ladito de la policía, me acomodé las dos téticas de maracuyá que tenía dentro de mi dorado y ajustado brasier. Saqué pecho, o más bien tetas, y con aguaje de bailador me acerqué a la reja para gritar virilmente ⸺¡Buenas!⸺.  Eran más de las cuatro de la tarde cuando me disponía a regresar con el megáfono que acababa de recibir.

Loren me llamó para decirme que ya estaban entrando al desfile porque, si no, el grupo sería descalificado por inasistencia. Por alguna razón que no recuerdo parece que me había demorado un poco más de la cuenta. Quizá mi tardanza se debía al tráfico de aquella tarde.

El golpe de los tambores me impedía oír con claridad lo que Loren me decía. Pero comprendí que debía llevar el megáfono lo más pronto posible.

¿Adiós al carnaval?

Solo las guerras y las pandemias han conseguido frenar la celebración de los carnavales de Barranquilla y eso no ocurría desde finales del siglo XIX, cuando en la ciudad del caimán se produjo el deceso de más o menos unos ochocientos niños y niñas a causa de padecimientos asociados al cólera. Sobre carnavales y pandemias en el mundo, y lo que eso significa en la relación de vida y muerte, vino a Barranquilla este año la historiadora Diana Uribe como invitada al Carnaval Internacional de las Artes. El conocimiento global que aportó del tema a esta ciudad golpeada por la crisis de salud pública hace más honda la posibilidad de comprender a qué nos enfrentamos.

En 2021 la gravedad de la pandemia redujo la fiesta del Carnaval a las limitaciones de la virtualidad. Ese año solo nos dejó más insatisfacciones que alegrías, ya que la esencia del festejo yace en la sensualidad del tumulto que se arroja sobre las calles de una ciudad que celebra el triunfo de la vida con sus cuatro días y sus cuatro noches de fiestas y bailes.

Varios de los que completan el grupo del Joselite Criticón perdieron seres queridos a raíz del COVID-19 y todas sus otras variantes, porque pareciera que el virus entendiera de disfraces cuando de infectarnos sin ser detectado se trata.

Ahí estaban dando su lucha por seguir la vida quienes lloraron y siguen llorando a sus padres y madres, hermanos, amigos. Teníamos ganas de tomar y reír.

¡Quien lo vive es quien lo goza!

Los carnavales son una verdadera tragicomedia con acontecimientos de toda índole. El comercio turístico llega a sobrepasar los picos del éxito. Todo el mundo mete algo de dinero en sus bolsillos. Sin embargo, el miércoles de ceniza, más allá de su resaca moral, informa a través de la prensa cuál ha sido el balance general después de las fiestas. Es increíble el número de riñas, atracos y el saldo de muertes que las autoridades deben esclarecer de entre los rastros de maicena y escopolamina.

Durante cuatro días tanto lo divino como lo profano y todo aquello que transforma nuestra idiosincrasia en algo verdaderamente trascendental, toma posesión absoluta de todos y cada uno de los rincones de una ciudad que gira en torno al desorden y a la satisfacción de los instintos y los deseos. 

La ley se hace flexible y las iglesias cierran sus puertas, es la hora tremenda y peligrosa del Quién lo vive es quien lo goza.

Entre fiestas y tragedias

Recuerdo haber leído el suceso de un lunes de carnaval de 1984, cuando tres mujeres de una misma familia fueron asesinadas por un individuo que alegó haber perdido la razón a causa del exceso de drogas y alcohol. El espantoso episodio se conoció como El crimen de las Kaled.

Otro caso que tiñe de barbarie y matanza las fiestas del carnaval fue el de “Unitranca”. Se denunció de cómo en la sede centro de la Universidad Libre de Barranquilla algunos funcionarios faltos de toda ética y de sangre en las venas, aprovecharon la algarabía de las calles para seducir con materiales reciclables a habitantes de la calle a los que luego asesinaban a tiros y a palo para traficar con sus órganos y ofrecer sus cadáveres a las apremiantes causas de la ciencia.

Hay quienes opinan jocosamente que del carnaval de pura vaina se sale vivo. La ciudad se desboca en una orgía de tragos y fandangos en la que, con ardoroso e imparable frenesí, se conciben los ángeles que ven su luz en el mes de noviembre. Y nunca falta quienes, a causa de los excesos o por andar de porfiados, terminan durmiendo para siempre bajo las imperturbables y calurosas tierras del Cementerio Calancala. 

Me fui a buscar a los muertos, por tener miedo a los vivos, sonaba la Miseria Humana.

Con el reflejo de las luces de la patrulla en mis gafas, recordé que fue un sábado de Carnaval de 1960 cuando el famoso pintor Orlando Rivera ‘Figurita’ cayó de cabeza sobre la vía La Cordialidad. Allí mismo murió al precipitarse desde lo alto de una carroza que él mismo había fabricado para una reina que nunca llegó.

No se sabe si fue descuido del propio artista que, untado de pies a cabeza con pintura verde y bandas de colores terciadas al cuerpo, lanzaba besos con la mano y hacía morisquetas al viento mientras la carrosa se movía a cierta velocidad.

Yo solo estaba manejando mi moto, nada de besos a nadie y siempre con la mirada al frente y apretando bien el culo para que la policía no me frenara.

En el desfile

Llegué con la moto y el megáfono a la carrera 54 donde arrancaba el desfile del martes de carnaval. Allá iba mi grupo y allá se suponía que debía estar yo. No acá, por fuera, viendo qué me inventaba para no perderme la procesión porque yo sería quien llevara la bandera del Joselite Criticón. Eso era lo planeado.

Si me devolvía a guardar la moto ya no los podría alcanzar de nuevo y he ahí mi encrucijada. No sabía qué hacer. Sin embargo, en un repentino brote de frustración e intrepidez, tomé ventaja de la distracción de los custodios de la cinta amarilla que bloqueaba el paso a quienes no se habían inscrito para participar.

Decidí levantar la cinta y en un arranque de locura, y como pude, rodé las pesadas vallas. Me introduje a la fuerza sobre el desfile con moto y todo, aludiendo que hacía parte de la comparsa del Joselite Criticón, a quien tenía que llevar hasta Hospital de Barranquilla porque, a falta de ambulancias y de ataúd, nos tocó inventarnos la excusa teatral de subirlo moribundo a una mototaxi.

Así entré, haciendo pitar la moto al ritmo del grupo de millo que nos acompañaba en la cola del recorrido. Cerrábamos el desfile. Adelanté unos cuantos metros hasta alcanzarlos. Al verme, el combo de Joselite Criticón se desencajó de la risa y me quitaron de encima a los guardias que intentaban echarme fuera del evento. “Esta es la ambulancia de nuestra Joselite” dijeron, y allí mismo apareció Heydi con unos bigoticos franceses bien delineados con lápiz de ojo, su cabello era corto y crespo y lo había teñido de un rubio tan intenso que pegaba muy bien con la camisa que tenía puesta y a la que le había escrito con aquel mismo lápiz de ojo, la palabra Paz. Ella era nuestro difunto.

La gente nos aplaudía y nos tomaban fotos. Adelante iba Loren, la capitana de la comparsa cuyo disfraz era el del popular paseador de canarios, tenía puesta una boina que parecía rescatada de la basura, una barba de lana que cuando se movía desprendía maicena a chorros y una camisa hawaiana comprada en las pacas de la 30.

Quizá el detalle más significativo que hacía parecer a su personaje más absurdo y extravagante que cualquier otro, era que andaba pa’rriba y pa’bajo con una jaula en la mano. En ella no encerraba a ningún triste pajarillo, ni siquiera se trataba de un perico de cualquier especie, sino que era una gran bolsa de bicarbonato de sodio con la que completaba su chiste, causando risas a la gente.

Luz era la socióloga de 1.80 de estatura que tenía la cara pintada de muerte. Se había disfrazado de policía preñada con barriga de trapo. Ella llevaba la bandera. A veces interpretaba la escena de que recibía algún soborno.

Óscar hacía de señora de bien. En la vida real se dedicaba a ejercer periodismo cultural y a organizar tertulias literarias. Ponía a sonar el megáfono a todo volumen cantando que a 50 la conciencia y agua e’ coco, agua e’ coco para el gobierno que no hace un jopo, y dirigía una misa de letanías que decían:

El pueblo ya estaba guapo, no tenía que comer

si no alcanza la quincena ¿entonces qué vamos a hacer?

Joselite Criticón, te la tira plena y sin calzón.

Tremenda recocha se formó. La gente nos recibía con entusiasmo, nos daban trago y nos trataban como si nos conocieran de toda la vida. Salpi, el guitarrista del grupo Bozá, era el más famoso de todos. Su personaje de la Niña Emilia lo perseguía el público para sacarse fotos.

Joselite Criticón iba conmigo echado en la moto como un bulto flácido y desahuciado, como muerto. Detrás venían las viudas travestis llorando a su marido Joselite. Las mujeres que hacían de hombres intentaban calmar a las desconsoladas viudas que soltaban sus vozarrones Jose, te moriste Jose, hijueputa, te moriste…  

Llegamos a la Casa del Carnaval en Barrio Abajo cargando en lo alto el cuerpo de Heydi a son de tambó y ondeando triunfante nuestra bandera. 

Al Joselite Criticón que desfila el último día de Carnaval llegamos los sobrevivientes del covid-19, los que no nos dejamos morir de hambre durante el largo periodo de aislamiento, los que no enloquecimos de tanta soledad en aquellas cuatro paredes y los que no nos matamos de tanto beber ron por despecho o depravación. Los que dando zancadas en la vida del día a día le habíamos sacado el cuerpo a la muerte.

Delante de nosotros marchaba el Joselito de Montecristo, ellos llevaban a su difunto en una camilla de hospital y unos enormes parlantes al son de Macta llega. Hombres y mujeres vestidos con trajes finos hacían de viudas por igual. Ellos se quedaron con el primer lugar.

Noticias relacionadas
CrónicasEspeciales

Malambo 113 años, reseña histórica

ActualidadArte y Cultura

PLATAFORMA CRYPTO CARIBE

Arte y CulturaMundoOpiniónReflexión

Mentiras literarias

ActualidadAgendaEstilo de VidaMundoReflexión

“El sepulcro debe ser en tierra, simple”: Papa Francisco

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *