Por: Jairo Castro Acosta
Las lágrimas de una mujer anciana mojan un viejo retrato de una rueda de fandango. El llanto de la anciana se hace más intenso al recordar retazos de una noche de baile; las lágrimas caen sobre la fotografía y su rostro deja ver de fondo la alegría por cada detalle rememorado de ese fandango épico.
Una noche de fandango en La Marquesita
El ocaso abrazó el día y las aves desfilaron por los aires de la sabana cenagosa. El sol empezó a dormir en el manto oscuro de la noche y el repicar de una tambora se hizo voz avisando que era noche de fandango.
Las manos de Fernando Garay golpeaban sin cesar el cuero del llamador, cada palmada propagaba el eco del mensaje de jolgorio fandanguero que llegaba en tono seductor hasta el último rincón de la comarca. De inmediato, los pescadores y agricultores cambiaron el vestido de sus labores por el galante blanco del bailador, para atraer las miradas de las muchachas a las ruedas de un sombrero vueltiao, y dibujar con abarcas tres puntá’ huellas en la arena como líneas por las que bailan las notas en un pentagrama.
Las llamas de los mechones que iluminaban el ruedo de la plaza principal de Santiago Apóstol bailaban al son de la brisa veraniega que venía del río San Jorge. El escenario estaba listo para escribir un nuevo capítulo de fandango en tierras de La Marquesita.
Sonó la trompeta mayor y la multitud explotó de alegría. El fandango se prendió. El redoblante acompañó con su currucuteo y el bombo agitó los corazones de los presentes, era la Banda de Piñalito la que tocaba. Enseguida Juan “Conejo” –un reconocido parrandero del pueblo- respondió con un guapirreo infinito que se perdió en el sincronizado ¡uepa je! de la multitud.
Blanca Dunand –la matriarca de Santiago Apóstol-, sentada en la puerta de su casa, divisó el festín y elevó plegarias al Patrón Santiago para que el jolgorio de la plaza no terminara en peleas.
Sonó el segundo porro de la noche y en el tumulto de la fiesta Héctor Acosta ‘El Cascarú’ y Luis Francisco Tarrifa –dos grandes bailadores- buscaron desesperadamente a su pareja, ambos disputaban mecerse en las caderas de la mejor bailadora de la sabana cenagosa, la morena Benicia.
‘El Cascarú’ con el garabato en la mano se abrió paso en la multitud, y en la mesa de fritos de las Ortegas se dio de boca con Benicia, La Morena Grande del Bajo San Jorge. La suerte lo acompañó y Tarrifa quedó con los paquetes de velas en los bolsillos.
Héctor y Benicia entraron al ruedo del fandango, el gentío expectante les abrió cerco. El rocío mojaba el viento de armonía y las notas del bombardino, las trompetas, los trombones y los clarinetes revoleteaban en los mechones. La morena Benicia empezó a sacudir la cadera y su pollera se remeció como quien sacude la atarraya después de un tiro exitoso. “¡Amárrate los pantalones, Héctor Acosta, que estás bailando con La Morena Grande del Bajo San Jorge!”, gritó Tarrifa.
Empezó el recital de clarinetes, acompañaba el bombardino, la bozá marcaba la cadencia y el sabor de un porro palitiao. Esto lo aprovechó ‘El Cascarú’ para desbordar los ánimos y espolear un movimiento encorvado en círculo, clavando la mirada sobre ella y acorralándola en el cerco del fandango, a lo que Benicia respondió con un movimiento brusco y se le fue encima.
Enseguida echó a bullir el ánfora de su cintura, zarandeó las caderas, encrespó sus pechos y sus ojos negros burbujearon de pasión al recibir de su parejo un puñado de velas encendidas. “Prepárate muela picá’, que lo que hay es panela”, gritó ‘El Cascarú’ en medio del éxtasis de un trago de Tres Esquinas.
La locura y el frenesí se apoderaron del ardiente caderaje de La Morena Grande, su pollera vaporosa se remeció, los pliegues simulaban el movimiento de las olas del río San Jorge y sus crestas alzaban las llamas bailadoras de las velas que iluminaban sus pasos y la defendían del asedio inquieto de ‘El Cascarú’.
“Vuelve y hunde, negro, que te quedó el pelo seco”, le espetó Benicia a su parejo. Sin darle tregua lo enfrentó de nuevo, en posición erguida meneó la cintura hacia los lados, las velas prendidas le ganaron altura a su cabeza. Héctor Acosta le respondió extendiendo sus brazos y dando vueltas en torno a ella, como gallo que arrastra las alas cortejando a sus pollonas. Abarrotado de emoción se arrodilló e invitó a la bailadora a envolverse en el pañuelo rojo para que la esperma fecundada bajo la luna, le conservaran la magia de sus caderas y la convirtieran en una hija más del fandango.
El claro de la luz diáfana de la luna de madrugada marcó el fin del torbellino del fandango, el canto de los gallos silenció las trompetas, la noche se hizo día y las plegarias de la matriarca fueron escuchadas: la fiesta terminó en paz. El embrujo del porro y el bambuqueo del ritmo de Héctor y Benicia se despidieron hasta la próxima cita, cuando suene el tambor y la suerte así lo quiera.
Benicia, una vida bailando fandango
Las manos de la mujer anciana sostienen la fotografía, su vista escarba el rostro de los fotografiados, hace un gran esfuerzo visual para reconocer los personajes del retrato. “El de la esquina es Luis Francisco Tarrifa”, dice una mujer piel canela con un cuerpo esplendido. La anciana rompe en llanto y entre sollozos dice: “buen bailador si era ese Luis Tarrifa”.
Nos encontramos en el rancho de palma que hace las veces de cocina en la casa de Benicia, la bailadora; La Morena Grande del Bajo San Jorge, ubicada en el barrio El Puerto, de Santiago Apóstol, Sucre.
La bailadora está recostada en un taburete y con la ayuda de una de sus hijas se esfuerza por recordar las noches de fandango de los años ochenta. Su mente atrofiada a causa de una isquemia cerebral ha tirado al olvido las noches en las que alegraba cualquier ruedo de fandango al compás de sus caderas y al ritmo de un porro palitiao.
Es viernes 4 de enero de 2019. El sol inclemente no abandona la tarde, las cabañuelas pintan un veranillo para el mes de abril. Las agujas del reloj ajustan las cuatro en punto. “Abuela, estas son las tres pastillas que le tocan ahora”, dice una nieta. Benicia ya sin lágrimas en los ojos se tira atrás la tripleta de pastillas, toma un trago de agua y dice: “Carajo, tomá pastillas con esta sofocación es templao’”. Esgarra y toma otro buche de agua, enseguida retoma diciendo: “Ve, niña, ve haciéndote el chombo (el arroz) que es tarde”.
El silencio asalta nuevamente los relatos de La Morena Grande del Bajo San Jorge, su mirada se pierde en mis ojos, como rebuscando en ellos espermas de recuerdos quemados. “Mami, mami, escúchame, cuéntanos quién eres tú”, interviene la hija queriendo ayudarle a recordar. “Bueno, yo me llamo Benicia Isabel Anaya Ortega. Yo nací en Montería, Malambo, pero tengo más de 50 años de estar viviendo aquí en Santiago. Soy santiaguera de corazón”, dice Benicia.
“Mami, ¿y qué es lo que sabes hacer tú?”, pregunta la hija tratando de conectarla con el tema que nos interesa. Sus ojos brillan de emoción, toma una mejor posición en su taburete y se lanza diciendo: “Yo sé bailar, yo bailo cumbia, porro y fandango, pero lo que más me gusta es bailar fandango, yo fui a un poco de pueblos de por aquí, a bailar. Fui a Sincé, a Galeras en el festival de la algarroba, a San Benito Abad y a otros pueblos. La gente en los fandangos me hacía ruedo, y los parejos me peleaban, yo tenía una amiga que se llamaba Este… Este…”. Se queda en silencio. “Estebana, mami, tu amiga se llamaba Estebana”, completa la hija. La bailadora retoma diciendo: “Epa… Estebana, ella y yo amanecíamos en los fandangos, la que bailara más. Una vez el pelo casi se nos prende con las velas porque las dos bailábamos varias tandas de porro con las velas montá’ en la cabeza”.
Fascinado por la historia de la bailadora, y con el deseo de conocer más detalles de su vida, le pregunto: “¿Y quién le enseñó a bailar a usted, señora Benicia?”.
“Vea, a mí me enseñó a bailar mi mamá, Ana Isabel Ortega, y mi papá, José Manuel Jorge, el mejor bailador de cumbia de por aquí. En la casa era como obligatorio saber bailar, más bien era como un principio más del hogar, porque a toda mi familia le gusta el fundingue”. Suelta una sonrisa y retoma nuevamente: “Vea, mi bisabuelo tocaba el llamador y mi tío Julio Pastor Ortega tocaba la gaita en el grupo de cumbia de Montería Malambo”.
El sonido de los golpes del mortero machucando el ajo para el arroz se armonizó con un DO-RE-MI-FA-SOL que salía de la trompeta de un señor moreno que practicaba las notas en el fondo del patio de la casa, el plato de peltre que tapa la tinajera vibra con la onda de la mezcla de sonidos armonizado. “¿Sí ve, sí ve?”, pregunta la bailadora señalándose el oído para que yo vea lo que ella escucha. Con una sonrisa en su rostro continúa diciendo: “En nuestra familia nos gusta el fundingue, esto suena como un porro palitiao, ¡sabrosa bozá!, también se me olvidó decirle que yo soy la mamá del mejor trompetero de por aquí, él es el que toca allá atrás y quien heredó mi nombre, porque todos lo conocen como -El Negro Benicia-”.
“Mami, cuéntanos, ¿cómo te movías tú bailando?”, pregunta la hija. “Yo meneaba mi cintura de lado a lado con orgullo, en las manos el paquete de velas que después montaba en mi cabeza, giraba algunas veces como un trompo y otras adelantaba y retrocedía, cuando llegaba la sabrosura del porro a mí no me paraba nadie con el remecer de los hombros y a moverme, el parejo tenía que ver qué era lo que iba a hacer”, responde Benicia emocionada.
“Señora Benicia, ¿y qué siente usted cuando escucha un porro?”, le pregunto aprovechando la emoción por el improvisado porro de la trompeta con el mortero y el plato de la tinajera. “¿Y no me ve cómo me pongo de alegre? Yo cuando escucho un porro se me eriza todo el cuero”, responde sin titubeos.
“Oh mami, ¿tú te acuerdas del parejo al que le quemaste las barbas?”, le pregunta la hija. “Claro que me acuerdo, cómo me voy a olvidar de ese atrevido”, responde la bailadora. “Pero, ¿cómo así que le quemó las barbas, señora Benicia?”, le pregunto ansioso por obtener más detalles. “Vea, ha de creer usted que un puñetero bailando en el ruedo me dio una palmada en las nalgas, pero enseguida me voltié y le puse las velas en la barba, para que respetara a una mujer, fue la única vez que me faltaron el respeto en un fandango”, confiesa la bailadora.
Dos vidas, dos cuerpos, dos leyendas sin gloria
“Señora Benicia -le pregunto-: ¿Su esposo la celaba en los bailes?”.
“Ve a ve, Salomón no me permitía salir a bailar, pero yo en las noches me le escapaba, yo no me perdía de un fandango y en la madrugada, cuando regresaba, si estaba fregando mucho me le paraba, porque yo soy una mujer que no me dejo echar vainas de los hombres, yo que me daba combate con todo, porque aquí donde usted me ve yo junquiaba –cortaba junco para hacer esterilla-, yo pescaba con flecha, yo me pilaba cuatro puños de arroz en un día…¡Qué era lo que yo no sabía hacer! Ahora porque la enfermedad me tiene toda tullía, si yo hace año y medio todavía bailaba”, responde Benicia.
Entre baile y baile La Morena Grande del Bajo San Jorge ha ganado varios reconocimientos en la sabana cenagosa. Fue escogida como la mejor exponente de baile de fandango en el marco del Festival del Pescado, Virreina Miss Señora Simpatía y, Reina del Fandango y Mejor Pollera de Baile del Programa Familias en su Tierra, en Santiago Apóstol, Virreina Miss Señora San Benito Abad y una de las homenajeadas en el Primer Encuentro Regional de Escuelas de Bandas realizado en Santiago Apóstol en el mes de enero del año 2019.
“Mami, cuéntanos, ¿cómo te preparabas tú para una noche de fandango?”, pregunta la hija.
“Bueno, niña, lo primero que yo hacía era diseñar mis polleras, a mí me gustaba lo artesanal, yo una vez hice una pollera adornada de pura concha de caracucha y con esa pollera me gané un premio. Bueno, lo otro era el maquillaje, yo me chapiaba bien chapiadita, eso me hacía resaltar más la belleza y eso le gustaba a los parejos”, respondió la bailadora.
Valiéndome de su respuesta, le pregunto: “Doña Benicia, ¿y cuál fue el mejor parejo con el que usted bailó?”.
“Vea, el mejor parejo de cumbia con el que yo he bailado se llama José Manuel Jorge, mi papá, y en fandango fue el finado Héctor Acosta”, respondió.
Aunque el nombre de Benicia aún no se ha hecho porro como el de Bertha Piña y Pola Becté, ella también ha dejado las huellas de sus pies descalzos en las riberas del mítico río San Jorge y en las sabanas verdes del Departamento de Sucre, como igualmente lo hizo Tirsa Pérez, una bailadora que se paseó por las plazas de Chochó y Cispataca.
Tirsa Pérez nació en Chocho, tierra de bandas, y murió en Cispataca ciega e inválida. Ella bailaba como una diosa, con una flor de bonche en la oreja y una pollera colorá, en sus últimos días cuando sonaba un porro en las galleras de San Benito Abad se le oía decir: “A mundo que yo pudiera bailar ese porro”.
Sin duda las bailadoras Benicia Ortega y Tirsa Pérez se ubican en ese peldaño en donde están las legendarias del fandango en Sucre. Dos vidas, dos cuerpos, dos caderas y un mismo sabor que las convirtió en leyendas sin gloria, de las que queda un legado sin páginas escritas, solo un cabo de vela diluido en un frenético fandango escribirá en el tiempo la historia de dos fandangueras que se mecieron en las riberas del bajo San Jorge mostrando toda su alegría en cada una de las plazas por donde desfilaron.
El Negro Benicia sigue practicando los porros que sonarán en alguna plaza de la sabana. El arroz ya secó y en mi mente arde un interrogante: ¿Cuándo será el día que Benicia se convertirá en un porro palitiao y se paseará de banda en banda y de festival en festival?
“Yo con mis males y aquí sentá en este taburete, cuando suena un porro yo me muevo así sea de pensamiento porque quien baila y goza espanta la muerte”, fueron las últimas palabras de Benicia antes de despedirnos.