Por: Randy Gómez Africano «El Gonzolombiano»
Segunda parte de la serie Estudiantado After Hours: Reportajes en Gonzo sobre la rumba universitaria bogotana
Advertencia: Este reportaje contiene sucesos y descripciones explícitas que pueden herir la sensibilidad de algunos lectores.
Soledad
10 de mayo de 2024
Son las siete de la noche, y al mismo tiempo que la oscuridad termina de devorarse al cielo bogotano, hoy despejado, salgo de mi residencia hacia la carrera séptima, en la zona aledaña al siempre partuzero Parque de los Hippies. Ahí hago dos cruces, y paseo por el sendero de ladrillo que hace parte de toda la plaza pública de aquel, siempre olorosa a tabaco, hierba y arepas de maíz blanco asada, buscando llegar a una calle cercana con el ardiente objetivo de ingresar a algún bar oscuro de bajo precio y experimentar otra noche dentro de la rumba universitaria.
Hoy es un viernes sin planes, que en este caso es anterior a una, poco común, ocupación entera de uno de mis fines de semana, siempre faltos de salidas y llenos de estadías en mi casa. La razón: Mañana arranca un puente festivo donde, por el día de la madre, mi progenitora llegará a la ciudad y mi agenda, de forma obvia, se concentrará en pasar todas las horas posibles con ella.
Debido a esto, entusiasmado por el deseo de salir y la falta de acción después de cumplir con la última jornada laboral de esta semana, ahora estoy aquí, en la travesía para llegar a esa zona mientras espero que se detengan los carros que pasan la carrera novena para cruzar y seguir su camino en aquella calle.
En ese momento, ya numerosos pero pequeños grupos de hombres jóvenes con cortes siete o mullet, envueltos en camisetas oversize y con morrales anclados en sus espaldas, caminan hablando entre sí o tomados de las manos con muchachas contemporáneas a ellos mientras siguen derecho por cualquiera de las dos aceras de la 59, pasan por el café bar Si-ro-pe,el salón de karaoke Urania y las sucursales de los restaurantes Divina Tentación y la cafetería Marte, y se dirigen al fondo de la calle, buscando el primer antro que haya.
Emulando aquella acción, pero estando totalmente solo, entro a ese “paraje” de concreto y edificios antiguos, y me encamino al sitio que más he frecuentado de los que hay aquí -ubicado en la carrera 9A, que divide la acera de la 59 en dos- mientras veo como algunos grupos de muchachos pasan, tras requisas y desenvainados de sus cédulas, a alguno de los tres primeros bares de la zona.
Son cinco los antros principales que se encuentran en la rumba universitaria de la 59: La ܸ el primero y más colmado por jóvenes en su entrada cada día; Odisea Club, ubicado al lado y siempre poseedor la situación opuesta de su aledaño en cuanto a popularidad; Terraza 60, ubicado a diez metros en un segundo piso escondido y oscuro de una construcción azul; Infinity, ubicado justo al fondo después de cruzar la carrera 13, siendo el que cierra la travesía y el único que coloca solo un género dentro de sus instalaciones mientras los otros cuatro son de formato crossover; y Deja Vu, el único por el que hay que tomar un desvío a la 11, y al que, después de pasar unos cien metros desde la primera esquina de la calle, arribo.
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En la búsqueda de la entrada me encuentro en la acera círculos y muros de jóvenes reunidos tanto en su borde como dentro de ella. Todos están parados, en silencio y mirando consternados de un lado a otro, lo que me provoca una confusión parecida que causa que, al llegar a la puerta, le pregunte al flaco enchaquetado que trabaja como bouncer:
-Varón, ¿qué pasó aquí?
-Una pelea, lo normal-responde
Aquello no era extraño para mí, ni mucho menos para él y cualquier colega encargado de las entradas y covers de la zona. De estos lugares siempre se escuchan chismes-y ruidos propios- de riñas, y suele ser común que su clientela, sea a la hora que sea, se meta en líos.
Como testimonio de aquello, hace unas semanas una trabajadora anónima de la zona, mientras comía en su negocio de choripanes y picadas, al escuchar mi pregunta sobre estos lugares me comentó:
-Siempre hay peleas ahí. Alguno de esos niños se pone a discutir con otro ya sea por la borrachera o la novia y forman una trifulca
Así, al recordar aquel testimonio y concluir que en esta calle esas situaciones están asimiladas, la calma me llega, y mientras estoy en la puerta le digo con sarcasmo al flaco un aquí no se aguantan un problema y le pago los siete mil pesos para acceder. Inmediatamente, atravieso un pasillo negro alumbrado por una solitaria e impotente luz blanca mientras un olor a axila sudada mezclada con saliva se mete en mi nariz, y al pasar una puerta empañada-supongo que por el calor-llego a la sala principal.
Aquella es una bodega igual de oscura de unos cuatro metros de altura y que tiene un letrero rojo neón de BUDX en su pared del fondo; un solitario escenario, varias pantallas planas inclinadas; mesas altas -de esas que se encuentran en cualquier discoteca- y unas escaleras que dan a un segundo piso que, asumo, es exclusivo de eventos reservados.
En ese momento, apenas unos centímetros y segundos después de dejar atrás esa puerta, me tropiezo con una marea de cuerpos parados, y ensombrecidos por la baja iluminación, que se mueven a cada embate o golpe del ritmo del dancehall que suena en los bafles del lugar mientras que, al mismo tiempo, un humo que sale de una máquina empieza a esfumarse y una que otra muchacha sale acompañada por una amiga de los baños.
La mayoría de los presentes son jóvenes vestidos y poco arreglados, como si hubiesen llegado directamente desde el campus hasta acá; hay uno que otro con su uniforme de medicina en uso y algunos, mientras intento ver por dónde meterme para llegar al bar, llegan o se van del salón con sus maletines en la espalda.
En ese instante, velozmente el repertorio cambia del dancehall de Frank Takuma al reggaetón convencional, comenzando con ello una mezcla de media hora de artistas como Feid o Rauw Alejandro, mientras que, al mismo tiempo, rodeo lo mas que puedo a la multitud para llegar al bar y camino chocando los hombros con cada muchacho
El único espacio disponible es un camino cuyas paredes son más y más cuerpos de pie, por lo que en cada paso se presenta la amenaza de “rayar” con mi sexo a cualquier humano que se cruce sin discriminar su género. Lo que hace que, con la misma frecuencia de ese riesgo, grite en medio del ruido:
-Disculpe amiga
-Perdone compadre
Segundos después, ya al frente de la barra, otra muralla de muchachos que beben cervezas de pie o sentados en sillas altas cubre toda la zona hasta que uno de estos, un flaco vestido en buso negro y parecido al hombre de la entrada se retira y deja libre un espacio que, afanado, agarro de inmediato.
Voyerismo
Al hallarme ya apoyado y asentado en el concreto del mesón del bar, observando como la pista de baile se colma de más gente que se besa y agarra mientras suena una de Karol G y un grupo de muchachos intenta pasar para llegar a ella entre empujones y miradas perdidas, le digo al único barman disponible:
-Quiero la de siempre
– ¿Cuál?
-Tecate-respondo
-Ah ya. Listo-dice
– ¿Cuánto es que cuesta? -pregunto
-Hoy, tres mil quinientos
– ¿Qué? ¿No suele costar mil pesos menos?
-Si, pero hoy por la alta demanda toca venderlo asi
En los bares de esta zona, aparte de sus precios de entrada baratos, la cerveza-y me atrevo a decir que cualquier otro tipo de licor- suele costar miles de pesos menos que en cualquier discoteca de nivel de Bogotá. Mientras que en un viernes después de clase la entrada, como lo dijo el bouncer,suele costar 7.500 pesos y la cerveza 3.500, en otros días ninguna pasa de costar 2.000 o 3.000. Resultando que, para cualquier foráneo como yo, a veces fuertemente falto de dinero, se presente una oportunidad de ir a rumbear, aunque suene absurdo, con 10.000 pesos o menos.
Nunca he encontrado una explicación para aquello, pero siempre he teorizado que, como su nombre lo indica, la rumba universitaria está hecha para que el estudiante, la mayoría de las veces corto de plata, pueda salir sin necesidad de gastar tanto.
Eso mismo ocurre en estos momentos, cuando después de pagarle los tres mil quinientos, el barman se dirige a una de las tres oscuras neveras del bar, saca una botella de Tecate de 300 mililitros y la pone en mis manos después de destaparla y observar que, en efecto, su QR borroso sirvió y la defectuosa billetera virtual con la que pague no falló en la transferencia. Dando inicio con esto a una noche de borrachera universitaria, y solitaria, más.
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Aterriza la tercera botella de Tecate en la barra y, posteriormente, en las manos del barman, ahora acompañado por otro más joven, rápido y con cabello, mientras que en la mezcla de reggaetón top 40 suena LA INOCENTE de Feid, extasiando al público bailarín y dando lugar a la bulla al este cantar con la sincronía de un coro operístico él te di lo que pedías y no fue suficiente. En ese momento, buscando asegurar otra destapada y pago de mi parte a través de su QR defectuoso, el barman me pregunta:
– ¿Otra, parce?
-No-le grito mientras hago un ademán
En ese segundo mi vista ya tambaleante por el mareo de la borrachera choca con la cara extraña de una muchacha de. Parece que tiene una mirada incómoda, como de disgusto, pero a la vez, también parece que expresa deseo o atracción por como me mira alguna parte de mi pecho y cara. Por lo que, al recordar que llevo tumbado en ese mesón cuarenta minutos, me acerco y la invito, ante la mirada de sus acompañantes, con un:
-¿Bailamos, reina?
Pero aquella propuesta, escasa en palabras y de dificultad, prende la exaltación en sus dos acompañantes, un flaco moreno vestido en polo y una pelinegra en camisa de tirantes negros, y los coloca en una actitud en la que su lenguaje es de tono de broma, pero sus gestos son de apuro, como si quisieran irse. Volando con eso los “ella ahora no puede”; “ahorita, ahorita”; y “después”.
Mientras tanto, aquella muchacha de pelo blanco con flecos y vestida en minivestido y mallas solo se ríe, aunque se mueve temerosamente hacia un lado, y me responde un “baila con ella”, señalando en ese momento a su amiga. Pero aquella, con la misma potencia de su respuesta, le hace una cara atemorizada y asiente con su cabeza desesperadamente, consumando así el su rechazo y el de su amiga observadora.
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Van varias mesas abordadas, centímetros del suelo manchado con licor y mugre de suelas de zapato caminados, dos mezclas de reggaeton bailadas en solitario y varios “no”, “no, gracias”, “todo bien pero no” dichos por unas cuatro muchachas. Algo que ahora me tiene, por aburrimiento, en una mesa solitaria en el centro de la pista, esperando que alguna ande en esa misma situación y aparezca entre la muralla de jóvenes que tengo al frente, deseando bailar.
En este instante solo suena música cantinera y popular-esa hecha por gente como Jeison Jiménez, El Charrito Negro, Jessi Uribe, entre otros-y más que baile lo que hay son abrazos entre la gente, especialmente entre los hombres, y cantos sentidos como si esto fuera la previa un partido del futbol inglés. Por lo que cualquier chance de restregarme con alguna fémina al movimiento de algún ritmo jamaiquino se va por plena inercia, y yo me meto otra vez en el bar.
Pero ahí, justo en el trayecto, entre mis últimos dos pasos para llegar al mesón, termina una de Jiménez y empieza otra vez una mezcla de dancehall mientras las luces se tornan azules, y otra vez la gente grita y se levanta, metiéndose otra vez en la pista de baile y empujándome, con mi motivación y sonrisa simultáneas, al centro de aquella.
Algo a destacar de este tipo de rumbas es que la selección de géneros, aunque nunca varía de como es en el resto de las discotecas del país-merengue, salsa, vallenato, popular, regional mexicano, siempre hace un enfoque hacia el dancehall. Ya sea el jamaiquino de Vybz Kartel, Beniee Mann o Sean Paul, o el local de Blackmen o Lion Fiah.
Aquellos artistas predominan en los tornamesas de los Djs y sus selecciones, que resuenan en cada parlante de los antros mientras los jóvenes bailan con pasos que no únicamente consisten en el restriegue del perreo. También se ven twerks solitarios hechos por muchachas en ese estado, agarrones con las manos en la cabeza y torso, sentadillas de arriba abajo, el famoso borde interno y hasta uno que otro chico que, como un bailarín o coreógrafo, sacude y ondea cada extremidad y zona de su torso y parte baja al ritmo del pum, pum, pum, pum, pum, mami, mami. Algo que, en estos instantes, se da en el diminuto escenario diagonal al bar y que mira de frente a toda la discoteca.
Justo ahí, mientras termina la canción, con toda la zona llena de asistentes solitarios que buscan pareja y beben mientras caminan, una chica colorada comienza a bailar a un costado del escenario. Su actitud es alegre y excitada, y sus movimientos son agresivos y fluidos, como si fuera una bandera soplada a cada segundo por el viento. Tanto atrae a la vista que yo, y alguno que otro muchacho, la miramos mientras veo por donde avanzar para invitarla al baile.
Pero inmediatamente el muchacho moreno, en un arrebato confirmado por su cara igual de excitada que la de ella, la toma con su mano, le hace una cara que pregunta sin mediar palabra un ¿quieres bailar?, la sube al escenario y ahí, en vez de solo perrear, ambos comienzan una faena parecida a una coreografía de una escena sexual de Hollywood.
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Advertencia: La siguiente narración puede pecar de mojigata o, de forma contraria, como pervertida. Se recomienda desconectar un poco el cerebro para leerla y recordar que solo está escrita con propósito periodístico y no por morbo.
Primero perrearon como cualquier otro habitante de la pista de baile, pero poco después el moreno, aprovechando su delgadez y venciendo lo apretada que es su pinta de buso ajustado y pantalones de tubo, se lanzó hacia el piso, dando empujones con su pelvis como en la postura del misionero, pero siguiendo el ritmo jamaiquino que suena ahora mismo en los bafles.
Ahí, en menos de un segundo su mirada choca con la de la colorada, quien avanza y, excitada, le agarra su cabeza adornada por unas gafas doradas y la hunde hasta su entrepierna levemente cubierta por una minifalda que esta arremangada hasta el muslo. Parece que lo pondrá a darle un cunilingus, y con ello, iniciará una exhibición sexual propia de una feria erótica hasta que, en un segundo, el baja y se mete entre sus piernas como un nadador cuando se lanza a una piscina olímpica.
Después de eso, él hace un paso en el que se restriega como un pescado fuera del agua en el escenario, mientras ella, con su cabello colorado amarrado, le pasa encima como en uno de los pasos de la danza del Mapalé. Pero en medio de la trayectoria, mira por dónde va el moreno y, al encontrar que las nalgas de ambos coinciden, seagacha y le restriega las suyas.
El, ante esto, solo responde poniéndose en cuatro e imitando su movimiento mientras mira al público, que ya no baila, pues ahora solo los observan impresionados y, en el mismo segundo, los animan fervorosamente.
Así continúan en cada canción. En vez de cambiar de paso de baile, la pareja cambia de una posición sexual a otra, mientras sus piernas y caderas tratan de seguir el tumpa tumpa y no detenerse o caer en un simple sexo con ropa. Los dos pegan y se restriegan mientras se soban y agarran de sus piernas nalgas, pechos- incluyendo los senos- y espaldas; ella se monta encima de él y lo cabalga al ritmo de un reggaetón viejo; el la sienta en una silla alta de la discoteca y empuja su pelvis directamente al sexo de ella; entre otras posturas.
Mientras tanto, un grupo de muchachos se posan en la primera fila, observando con detalle la faena como perfectos voyeurs sucios. Dos de ellos vitorean a los bailadores; otro, en este caso un muchacho extranjero; los graba mientras sonríe; otro, que está en el centro de la platea, los mira con la boca abierta; y el último de ellos, yo mismo, no deja de hacer caras de impresión y sonreír a cada rato, con cada cambio de posición sexual realizado por el moreno y la colorada.
En eso, el muchacho del centro de la platea, un grandulón trigueño de 1 con 90, vestido en camisa de botones y con una corbata en su frente, hace un comentario algo inaudible sobre el moreno. A lo que yo, poseyendo las ganas de saber sobre el hombre y su acto, le preguntó:
– ¿Lo conoces?
-Em…. algo
– ¿El siempre anda en estas?
-Él siempre es así
-Entonces siempre anda de conquista. Probablemente a ella se la llevará
No respondiendo a eso con palabras, el grandulón hace un simple eh y, al igual que yo, voltea y vuelve a ver a la pareja. La cual dura así hasta que, unos minutos después, en un evento abrupto pero predecible, el moreno se agarra de las manos con la colorada, mientras sigue bailando, y bajan juntos del escenario.
Después de una charla con alguno que otro asistente, entre estos tres de los espectadores en primera fila que estaban junto a mí, la pareja, entre risas, sale tomada de las manos a algún lugar impredecible y a un destino íntimo ya cantado. Mientras tanto yo, ya alejado de esa escena y postrado en el bar, contempló pedir la cuarta Tecate de la noche.
Excitación
La flaca y yo nos movemos con pasos sincronizados y, a la vez, en velocidades opuestas, mientras suena otro reggaetón-al que no le prestó atención y ahora no sé decir cuál es mientras escribo este reportaje- y ella sonríe mientras se le caen los brazos al intentar aferrarse a mí; su pierna izquierda se quiebra y va hacia un lado; su derecha se le pega; y yo sin saber qué hacer
Cuando me acerqué a ella, una esbelta morena, con cabello blanco y vestida en minivestido negro, ya llevaba como dos horas y media así: Borracha, sonriente y efervescente en su baile. A lo que, interesado e impulsado después de media hora de mirarla con miedo, la tomé conmigo y, con aquello entramos en media hora de perrear y movernos así. Como lo acabo de describir.
Pero justo después, una canción ignorada-que ahora creyendo recordarla, me atrevo a decir que es la Te Imagino de Alberto Stylee- se acaba, y comienza otra, que también ignoro, al mismo tiempo que ella, igual de sonriente y cojeante por la inhibición de cualquier equilibrio, solo se despide de mí con un chocalas y se va mientras sus acompañantes la escoltan.
En eso comienza otra vez la misma escena en la que caminó por la pista, ahora más vacía pero igual de caliente e imparable; compro otra Tecate más en el bar; busco otra flaca como aquella morena recientemente separada de mí para bailar y besar; y me postro otra vez, a causa del fracaso, en una silla donde me mantengo disociando y mirando lejos por pura distracción.
Pero justo ahí, conmigo ya amañado en otra de esas mesas altas del centro de la pista, un muchacho sube a una, emergiendo entre el tumulto como un cantante en medio de un concierto al usar una plataforma móvil y aparentando que dará un baile en un podio como un go-go.
Todo eso parece normal en su apariencia. Hasta que, como en una película parodia tipo Scary Movie, se revela ante todos su cabeza cubierta por una máscara de marimonda blanca y brillante, mientras que, inexplicablemente, lleva en sus manos una de esas pistolas futuristas parecidas a la Super Soaker de Nerf , como si el fuera un militar en medio de una formación.
Al ver esto, me quedo incapaz de exclamar cualquier cosa que no sea un:
-¿Eche?
En eso, el muchacho levanta con sus manos la pistola, apunta como si fuera un miliciano entrenado, y en una escena de tiroteo de Hollywood comienza a disparar chorros en la boca de algún licor transparente a todo joven que se acerca, especialmente las muchachas. Todas se acercan con las caras en medio de una plena excitación, y actitud alborotada y juguetona, mientras le piden a él un shot y le abren las bocas con las caras sensuales al borde de la mirada cachonda, la mordida de labio o los gemidos.
No tenía mayor explicación para la escena. Aunque había visto todo tipo de devorados, besos con lengua, pasadas de mano por alguna que otra entrepierna cerrada y apretada, cruising, fotógrafos publicitarios o escondidos, discusiones entre parejas, gente con dosis de cualquier psicoactivo encima y demás situaciones que pueden generar la sensación de conmoción o absurdo, no había forma de explicar esa muestra más allá de las teorías de un performance o un trabajador subcontratado por una marca de bebidas aliada del lugar, buscando vender su producto en cuestión entre el público joven, inquieto, despreocupado y efusivo de estos sitios.
Por esto, no le presté mucha atención a ese personaje a pesar del trago gratis y la curiosidad ansiosa de saber de dónde llegó una máscara de marimonda a una discoteca oscura y barata de la capital del país.
Pero en pocos segundos, esa indiferencia deja la mente, y por el propio deseo iniciado por mi borrachera de conseguir más alcohol, en un toque estoy metido en medio del tumulto, y dentro de aquel me restriego, tropiezo y golpeo con varias personas hasta llegar a donde él.
Posteriormente, respondiendo al pedido como un barman atento, un shot proveniente de ese rifle plástico es disparado y cae en mis papilas, lo que cambia el amargo sabor de Tecate por uno a anís y perfume mezclados. Al ingerir ese elixir intenso, con el deseo de amistar y conversarle para que enfoque su próximo disparo de licor hacia mi boca, le pregunto al tipo un ¿dónde la conseguiste?, en referencia a la máscara de marimonda.
Su respuesta solo se reduce a un tajante por ahí. Pero a pesar de eso, anhelando más de este prospecto bajo costo de aguardiente de calidad, le digo alocado y con una sonrisa grande un buena esa compadre, dame otro shot.
Epílogo enguayabado y anterior a un compromiso importante
11 de mayo del 2024
Son las cinco de la mañana en una, hoy fría, Bogotá en época de lluvias. Estoy despierto porque Mamá avisó de su llegada a las siete y debo recibirla, a pesar de que ahora me carga un ínfimo dolor que me abraza tanto la nuca como el inferior de la parte de atrás de la cabeza, y no se ve más que un nubarrón aquí y allá a través de mi ventana.
A pesar de todo, no recuerdo nada después los shots, solo recuerdo que me uní a un grupo de amigos y baile con ellos como si fuera un miembro de años el circulo; y que hubo un momento donde la discoteca se tornó de su negro oscuro a azul por causa del humo y las luces.
Ni sé bien cómo regresé al departamento. Supongo que volví por la misma trayectoria y atravesando el Parque de los Hippies, entré sin dañar el reglamento de poco ruido a las 12 de la noche, subí y me dormí. Lo normal si hablamos de venir de una borrachera donde se fue un voyeur, se emborrachó uno por su cuenta y se excitó en medio del baile en la pista de una discoteca escondida más de la rumba universitaria: Deja Vü.