La violencia en zonas turísticas del país deja una imagen negativa de Colombia ante el mundo.
Por: Ever Mejía – @Ever10Mejia
Buscando escaparnos de la rutina, decidimos pasar un fin de semana en los paisajes que nos ofrece el Caribe colombiano. En esta ocasión elegimos las playas de Barú, zona costera situada al sur de Cartagena de Indias que, como muchos, está sumergido en la pobreza y abandonado por el Estado. Sin embargo, esta población cuenta con la particularidad de tener un hermoso mar cristalino donde llegan turistas colombianos y del mundo para disfrutar sus vacaciones.

La gente de Barú se gana la vida atendiendo a los turistas que van los fines de semana, a este recodo hermoso de Colombia.
Ya habíamos ido a las playas de Barú, quedamos enamorados del lugar y decidimos regresar. Disfrutar de bañarse en el agua salada del mar cristalino, disfrutar de comerse una mojarra con patacón y arroz de coco, es una experiencia sensacional que los turistas costeños, cachacos, argentinos, franceses y gringos disfrutaban aquel viernes.
Ni siquiera un aguacero en horas de la mañana fue suficiente para dañar el placer de complacerse en las playas. Cuando íbamos en la carretera, por el municipio de Pasacaballo, se mandó el agua. Así que, a diferencia de la primera vez, no estaba la multitud de hombres oriundos del pueblo de Barú regados en la carretera para advertirnos el camino estrecho y arenoso por el que teníamos que pasar para encontrar lo que todos estábamos buscando: el mar.
En esta oportunidad, por la lluvia, los oriundos de Barú estaban apretados en un kiosco escueto para no mojarse. Nosotros estábamos en el carro, y al no ver a la multitud, nos pasamos de largo. En eso apareció una moto atrás de nosotros, era Carlos*, uno de los muchachos que le indican a los turistas el camino que los llevará al mar. En medio de la incesable lluvia, Carlos nos decía que nos habíamos pasado, que si seguíamos derecho íbamos para las entrañas del pueblo, que lo que buscan los turistas ya lo habíamos pasado.
Con el carro dimos reversa para seguir a Carlos en su moto. En medio de la lluvia, nos llevó por un callejón, era un camino húmedo, arenoso y pedregoso, había dos parqueaderos. Luego de estacionar y de bajarnos del carro, descendimos por unas escaleras redondas hechas de cemento con piedras en las cuales caían las gotas de agua que venían desde el cielo.

El mar es cristalino, la arena es blanca como la nieve, y el paisaje que ofrece la vegetación es espléndido. A Barú lo único que le hace falta para el boom turístico internacional es que se silencien las balas.
Nada de esto fue impedimento para que momentos después con un sol resplandeciente los niños se bañaran en la orilla del mar, allí donde hay más que arena que agua, pero donde ellos disfrutan al máximo a pesar de su limitación de no saber nadar. Los mayores bebían sus primeras cervezas mientras discutían fútbol, de política, de amor o de cualquier otra cosa. Los jóvenes posaban y se tomaban fotos que ahora recorren las redes sociales. Luego de salir del mar, llegaban a un momento cumbre del día: deleitarse en la orilla del mar con un plato de mojarra o de sierra, acompañado del arroz de coco y los patacones.
El mar cristalino y el sol radiante seguían allí. Los cachacos que prefirieron seguir en el agua antes que salir a almorzar también seguían gozando. Las señoras de Barú seguían ofreciendo las trenzas a los turistas para que estuvieran a tono con el ambiente. También estaban las señoras apretándole los pies y la espalda de los turistas para sanar cualquier dolor de forma milagrosa. Tampoco podían faltar las vendedoras de cocadas y alegrías vendiendo sus postres con la mejor publicidad: “te tengo la alegría para que me la metas todos los días. Yo tengo panelitas de coco, el que se come una se come un poco y el que no come se vuelve loco. Tengo de leche pa’ que te arreches”.

¡Qué hermosas playas las de Barú! Lástima la ola de violencia en que vive esa población bolivarense, lo cual aleja a turistas nativos y extranjeros.
Eran las cuatro de la tarde, aún con un sol radiante la oscuridad se apoderó del lugar, estábamos pagando la cuenta del almuerzo y buscando la propina de Carlos que desde un principio fue nuestro orientador. Se escucharon tres disparos seguidos, la gente se tiró al piso, los padres salieron alarmados a buscar a sus hijos que estaban en la orilla del mar. Sonaron tres tiros más, se escucharon muy cerca. Mucha de la gente oriunda de Barú se refugió en la casa de palo donde preparan los almuerzos. Los turistas fuimos recogiendo lo que pudimos, había miedo, los hombres cargaban a las abuelitas de la tercera edad, las madres cuidaban a sus hijos, los que estaban en el mar salieron corriendo empapados en busca de sus chécheres.
Mientras subíamos las escaleras redondas de piedras con cemento para llegar al parqueadero, hubo un silencio, parecía que ya había pasado, cuando algunos pensaron en devolverse a buscar algo de lo que se había quedado, sonaron cinco disparos, uno tras otro.
Todos nos preguntábamos qué pasaba. El señor del parqueadero nos dijo que seguro son los isleños contra la policía, que los isleños andan armados, y que esas peleas pueden ocurrir. Por su parte, mi hermano, que estaba más cerca del lugar de los disparos, me dijo que él no vio ningún policía, que vio dos negritos dándose golpes.
Aún mojados nos subimos al carro, la gente de atrás pitaba, había pánico, los buses de turismo también se marcharon de inmediato, se escuchaban pitos, todos corríamos, el camino se hacía interminable, una patrulla de policía se dirige a la zona del conflicto.
Pasó el susto, nosotros estamos a salvo. Tal vez como los turistas franceses, argentinos y gringos, pero es posible que cuando lleguen a su lugar de origen dirán que en Colombia la gente es violenta y que el conflicto armado es palpable. Seguro a Barú no volverán. Huyen los turistas, los oriundos del pueblo se esconden, en motos se van las señoras de los postres con la tasa todavía llena, la de las trenzas, las de los collares. Las playas de Barú van quedando vacías como las manos de Carlos que luego de todo el día de trabajo se quedó sin su propina. Ya estamos lejos, una ambulancia con las sirenas encendida se dirige hacia la playa de Barú.
Carlos*, nombre no es el original.