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No era escalar el Everest, sino los Cerros Orientales (o como la altura afecta a un joven de tierra caliente recién llegado al frio)

Por: Randy Gómez Africano

Escribe la encargada apenas empezando la mañana y conmigo recién levantado entre la pesadez que posee mi cráneo y la lucha de mis párpados por no pegarse. En ese momento su mensaje solo se limita a decir: 

– Hola, ¿te puedo llamar? 

-Si-respondo 

Vibra el celular con un ritmo de samba, y al contestarlo, ella, después de un saludo seco, me dice: 

-Ve al sitio del incendio que se está dando en los cerros cercanos a la Javeriana y capta como es la situación de la zona, que ahí los habitantes como que están colaborando en la emergencia y eso. 

Por dentro se sumó al apretón de mi cerebro una mezcla de hartera y emoción, pues con esto llegaba la primera oportunidad para mí de hacer una cobertura dentro de la agencia sin apenas haber terminado la segunda semana de labor en su mesa de redacción, a la que llegué después de quince días de revisar fotografías en la zona de edición. 

Pero a la vez, una primera salida de joven universitario huésped de residencia a un bar de perteneciente a una multinacional belga en Chapinero Alto, y un remate en un cuarto vecino al mío en el que por mi garganta bajaron sin freno shots de Néctar Rojo, sembraron una resaca que al despertar convirtió mi cabeza en un ejercicio de apretar el cerebro como si éste un fuera un ejercitador de mano, dejándome la fatiga y las ganas de seguir envuelto en mis sábanas gruesas sin importarme la existencia de la, cada día iniciada a las 10 de la mañana, jornada laboral. 

Pero, respondiendo al hecho de que hay una obligación para obtener una nota que pueda dejarme en unos meses con la chance de cargar un cartón en las manos, decido responderle a la encargada un: 

-Está bien, salgo enseguida 

**** 

El carro con forma de taxi “zapatico” pero de color gris baja la velocidad, hasta hacerla tan lenta como un gusano, al encontrarse con una solitaria barricada de NO PASAR, y el conductor parecido a David Crosby sin bigote me dice: 

-Yo creo que hasta aquí llegamos chino 

– ¿No puede echarse para atrás? 

-Pues sí, pero lo dejo en ese cruce que pasamos-responde 

Solo había recibido la ubicación en uno de esos mapas GPS que se envían en las aplicaciones de texto, estando en ellas la avenida y una o dos calles solas con sus nombres y sin ningún lugar para poder ubicarse y quedarse seguro. Lo más parecido a eso era un Subway ubicado en una calle cerrada y sola a 500 metros del punto marcado con una bola en ese mapa. 

Aquello que hizo que, al azar, pidiera el transporte limitándome a escribir la dirección y le dijera al conductor indicaciones inseguras, más de una vez repitiendo él es una carrera o soltara unos hay un Subway cerca o tiene dos calles antes de la avenida donde hay que llegar

Todo eso lo dije antes de, mientras empezaba mi pecho a sentir un empujón por dentro, el hombre me dijera un esto no da para subir más, y yo tuve que responderle un desvíese por esta calle, trayéndonos aquí. Una calle callada cuyo final es un pastizal que está encima de una acera. 

-Son 13 mil-dice 

-Tenga. Que le vaya bien caballero-digo mientras cierro la puerta del zapatico 

Ahora tengo a mi lado una escena propia de una ciudad fantasma: Un camión del ejercito abierto, pero sin nadie adentro; uno que otro cono perdido, las casas de la calle cerradas y con los vidrios de sus puertas tapados por persianas; un pastizal en la parte baja de una loma y un silencio que no hay ni en un cementerio. 

En ese momento, aterrado y resignado, pienso que esta es la realidad que hay por aquí en medio de la situación y comienzo, ya transformados mis ojos en escáneres, a ver qué salida puede encontrar al punto de emergencia. 

Hace dos días que, en estos cerros, un incendio forestal lleva ardiendo y arrasando la arboleda sin cansarse, siendo más rápida la velocidad con la que cada llama agarra una planta nueva y se expande que lo que cualquier gota de agua o soplo del viento las esfuma. Afectando a este barrio, Villa del Rosario, de forma que la gente, en mis sospechas, o se confinó, o está atendiendo la cosa como me contó la encargada. 

-Si me devuelvo por esa calle, me atracan- pienso 

Al instante veo que en la loma hay un camino de piedras lisas. Es un sendero que da a la segunda calle antes de llegar al punto y que, debajo de él, hay unos columpios solitarios que, en esta ambientación, solo me estremece aún más la sensación de que me carcome el terror por esa soledad. 

-Esto parece que no lo pisa nadie, ni la gente de esta zona-pienso 

Empiezo a pisar cada piedra, y en cada una se siente diferentes niveles de tierra de la loma amontonada e infiltrada, pareciendo andenes salidos que estaban sepultados debajo de ellas. Aunque fuera un camino construido, mientras doy cada paso parece que subiera cualquier loma natural, y lo que hacer correr por dentro un miedo a caer. 

-Dios, me puedo resbalar-digo 

Al mismo tiempo, la hiperventilación aparece y numerosos empujones dentro de mi pecho confirman que empezó el agite por moverme. 

-La madre, no van dos pasos y ya me agité-digo mientras respiro dos veces en un segundo 

  

**** 

  

El pecho se infla y desinfla al paso de cada segundo que duro dando un paso, mientras mi exhalación se mezcla con el silencio de la segunda calle. Aquella que, según el mapa, es la última que está antes de la avenida de esta zona de Villas del Rosario donde se emplaza el punto de emergencia del incendio. 

Veo la gran ciudad desde aquí y tan impresionado quedo, que me pongo a pensar que estoy dentro de esas fotos promocionales de turismo. Esta es mi primera vez en un barrio montañoso de la capital, uno de esos con casas adheridas al cerro que parecen escaparates en una pared, la vista es el paisaje de fondo de cada calle, y el frío y la altura abrazan apretando más fuerte la piel y los oídos, condición que, sigue ataca en estos instantes. 

Junto a eso, mientras camino, me encuentro con cinco perros colosales, tres pastores alemanes y dos criollos gordos que miden medio metro, acostados en una acera de la misma altura que ellos, y tal vez, descansando por el sospechado encierro o ausencia de la gente. Parecían pacíficos hasta que, al caminar los mismos metros de calle que vigilan y es su refugio, empiezan a mirarme.

Asustado, durante unos 10 segundos inicio un paso lento mientras que, como bestias vigilantes de un infierno de mitología, esos canes me observan y uno de los pastores se alza en su lugar, mientras otro apunta su mirada impresionada hacia mi , hundiendo el suspenso mientras tiemblo al ver y temer, en medio de la perturbación por esta escena, que alguno de ellos le diera un arranque y saltara hacia mí con el objetivo de morderme hasta desangrarme. 

En ese instante, dos pastores alzan la cabeza y apuntan sus ojos a los míos, mirando amenazantes con sus pupilas claras quietas y faltas de emoción, y empiezan a gruñir fuertemente. Un segundo después levanta la cara un criollo, y su cabeza al instante vibra mientras gruñe suavemente y exhala. Por aquello, el sonido de mi miedo, manifestado con la hiperventilación, se infiltra en el silencio y se mezcla con el suyo. Pero este empieza aumentar, opacándolo.

Pero unos pasos y segundos después, el can levantado se vuelve a sentar, y aunque continúan mirándome tanto el cómo los otros cuatro apagan sus gruñidos mientras cada vez más los voy dejando a atrás y, después de pasar una que otra casa de montaña, tienda barrial sin gente comprando dentro y parcela con muros deformes propios de una obra negra, arribo a la avenida. 

  

**** 

Va la mitad de esta escalada y siento mi cabeza hundida, como si me la estuvieran pisando. El apretón en el pecho ahora puja por dentro mezclado con un ardor que acapara mi cuerpo a pesar del frío, yada respiro dado por mí no demora ni medio segundo en entrar y salir a cada instante.

En ese momento vuelvo y veo como los agentes, convertidos en figuritas, desvían los autos para que no puedan subir por aquí. Se ven como en el fondo de una caja, pero vista desde uno de sus lados, mientras que casi los cubre esta rampa gigante que, al intentar asumir que es una calle, pienso: 

– ¿Cómo pueden subir los carros por acá, Dios santo? 

No habían pasado más de 10 minutos desde que llegué a la calle y le dije a los dos agentes que prohibían el paso: 

-Randy Gómez Africano, prensa 

-Siga, subiendo por aquí-respondió la agente

En aquel momento una imagen nueva y perturbadora se impuso al frente mío y, como algo nefasto, atemorizó a mi organismo recién salido de un horno con forma de ciudad, como lo es Barranquilla, que ya llevaba dos semanas de combate con la falta de oxígeno: Esa calle que da al punto de emergencia era una pendiente casi vertical de concreto, más inclinada y atemorizante que un tobogán largo. 

Era tan así en su apariencia que, si tuviera que describirla con algo solo para hacerla creíble, tendría que decir que era como uno de esos ángulos que se enseñaban en geometría en la primaria, pero a tamaño real. Siendo en este caso uno agudo que por poco y no llega al recto. 

No friegues, fue lo que dije amargado, pero entre dientes, mientras mis pies se doblaban y comencé a dar pasos creyéndome senderista, pero pareciendo alguien que atravesaba una trocha al ser cada uno lento y estirando las piernas, como si subiera un cerro nevado, un Everest, del que ahora llevo la mitad. 

  

**** 

El vistazo anterior de la avenida fue la anunciante del regreso del soroche a mi cuerpo, después de tres semanas reponiéndome con dosis de aromáticas y tintos negros. 

Este, aunque lo describa amenazante, no es más que un nombre de la sociedad del interior para llamar a la condición del mal de altura que a los de tierra caliente, como yo, agarra y azota en sus primeros días en tierra helada. 

Hace poco menos de un mes había dejado mi cotidianidad en el campus a las afueras de Barranquilla, escribiendo en el periódico universitario para empezar mis prácticas en una masiva agencia internacional de prensa. 

Para cumplir con aquello, unas 18 horas de bus después, reemplacé las caminatas sudorosas en las calles de La Arenosa para congelar mi cabeza y torso al recorrer cada día, en medio del golpeteo del soroche en mi cuerpo, él siempre gris ecosistema de torres, buses largos como serpiente y caras amargadas que es Bogotá. 

Ahora, a esa experiencia descrita, se le sumaba el subir por deber, con mi cuerpo de abdomen falto de flacura y de poca agilidad, esta loma de los barrios aledaños a los Cerros Orientales. 

**** 

Cada casa la veo hundida mientras mi cuerpo no puede enderezarse. La acera compuesta por escaleras y muros de concreto que cambian de altura entre cada lugar, por su forma hace que se la manzana se vea tragada por el concreto, mientras que el picante sol montañero me ataca el rostro, cubriéndolo de picaduras como las de un piojo que aparecen cada tres segundos. 

Al mismo tiempo, mis pies confirman que ya no pueden doblarse más para andar por aquí tropezando en el arrugado pavimento, haciendo que me resbale y mis brazos extendidos detengan un golpe noqueador. 

Aterrado por esto, me meto a esas aceras hundidas, como ya no es una calle sino muros alto, alzo las piernas y los estirones se vuelven pasos de gigantes, mientras que en mi cráneo el dolor de cabeza toma la fuerza y dolor de una mordida de Pitbull mezclada con el golpe de una tranca y las picaduras de cientos de avispas. 

Mis latidos, que llevaban media hora golpeando sin parar como un puño de boxeador, ahora se convierten en un martillar fuerte y que se repite al no poder de hundir un clavo, y el pulso que da con la altura en un primer momento se torna presente e inacabable, como si tuviera jaqueca crónica. 

Aquel comienza a dar la sensación de que mi cerebro se volvió un globo que se infla a cada segundo, y con los soplos siendo mi propia respiración. Aquella llevaba diez minutos convertida en una serie de tomas y votadas que no duran ni en milisegundo, mientras que mi pecho se transformaba en un barril sobre ocupado por líquido que ahora parece destinado a la explosión. 

Con toda esta situación creciendo en esa parte del cuerpo, algo le pone un motor a mi hiperventilación. Pues esta, aparte de que regresa, se hace automática, pareciendo que las exhalaciones se disparen y salgan como ráfaga de rifle. 

Solo mis ojos me funcionan de forma estable a pesar del sol, y mi hablar se esfuerza para hacerlo a pesar del agite. 

-Me va a acabar el maldito soroche-digo con voz ahogada 

Pero como una aparición simbólica que indicaba un cambio a mejor, un niño con una caja de icopor en las manos que mientras doy cada paso a estirones, pasa relajado y sonriente, justo al mismo tiempo que la pendiente se aplana y regresa a ser una avenida de verdad, recta como Dios manda. 

Ahí, al mirarme exhalando y mareado por un posible desplome fulminante, se ríe y sale corriendo por la avenida mientras que, amargado y alegre a la vez, me susurro un: 

-Ese pelao es superior a mí, fijo. Ya está acostumbrado a aguantarse esta tortura cada día 

Al instante, después de quedarme solo otra vez, mientras nace la planicie veo desde lejos un camión de bomberos, y los latidos que martillan rápido y sin parar comienzan a ser lentos otra vez. 

Es allá, por fin llegué-digo 

Así, como si fuera la entrada a un retorcido evento de asados, el olor de la brasa, en este caso originado por hojas y árboles quemados, se apodera de mi entorno, y confirma que he llegado a la zona del punto de emergencia que atiende el problema qué es ese incendio forestal en la punta de los Cerros Orientales en medio del fuego activo, la altura azotadora y el humarál imparable. 

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