
Por Ricardo Bustamante
La Organización Mundial de la Salud, OMS, con sede principal en Ginebra, considera una persona de edad avanzada a la que tiene entre 60 y 74 años. Desde los 74 hasta los 90, es vieja, y más allá de los 90 es de una vejez avanzada. Bueno, yo estoy transitando la “edad avanzada”, que para el común de la gente que desconoce esa categorización eufemística de la OMS, simplemente, nos llaman, entre ellos y, a sottovoce, con el adjetivo, algunas veces, con intención desdeñosa y segregacionista de: viejo.
Uno se da cuenta que la etapa de “adulto” (menor de 60) se nos está yendo como agua entre las manos, cuando a todo momento y por adelantado, en boca de nuestro interlocutor, sale sistemáticamente el pronombre “Usted”, para llamar nuestra atención o dirigirse de manera respetuosa, pero guardando la distancia, como aquel boxeador que sabe que su contrincante tiene una fuerte pegada.
El “tú” tuteador, utilizado por confianza y familiaridad, va desapareciendo, poco a poco. Otro camino, no menos caviloso para el decrépito, es cuando nuestros hijos nos sientan en mesas en compañía con los otros viejos, papás de sus amigos; o mejor, cuando dan por hecho, la empatía entre viejos, no comprendiendo que esta debe producirse en forma natural.
Los cambios fijos
Llegado a la medianía del sexto piso, sin ser una regla fija, vienen los cambios físicos, dicen los entendidos: la pérdida de masa muscular (no clasifico, me llegó fue lo contrario: ganancia de masa); disminución de la densidad ósea (tampoco), ralentización del metabolismo (en ayunas me trago una pastilla de Levotiroxina para el hipotiroidismo) y modificaciones en la piel (paso de agache).
No me siento viejo y el espejo, en silencio mudo, tampoco me lo dice; pero una cosa es no sentirlo ni observarlo, y otra distinta es que alguien te regale (regalazo) el diploma de viejo, que te acredita de ahí en adelante como oficialmente viejete, como me pasó a mi, cualquier día, hace dos años, muy a las seis de la mañana, cuando, muy tieso y muy majo (eso creía yo), llegué a un laboratorio clínico adscrito a mi EPS a realizarme un examen de sangre.
Examen de sangre
En fila, listo para digitar mi número de cédula de ciudadanía en el digiturno, un muchacho empleado de la Prestadora de Salud, faltándome segundos para llegar a la máquina, apareció de la nada, me preguntó por mi identificación e inmediatamente, sin indagarme por mis años cumplidos, oprimió la imagen de la tercera edad. Aquí entre nos, les digo que hubiera preferido esperar 20 minutos más para ser atendido.
Con el papelito en la mano, estrujándolo con el pulgar y el índice de mi mano derecha, mirando con desgano a quien me entregó el diploma, supe y me di por notificado en estrado, que el bendito joven, del que no conozco su nombre ni apellido, me había acreditado como viejo.
Pero peor le pasó a una amiga a la salida de un supermercado, donde había comprado artículos para su hogar. Salió a la calle a tomar un taxi, y el taxista saliendo del automóvil le dijo: “abuela, embárquese que yo le ayudo a meter la compra al baúl”. La amiga solo tenía, en su momento de infortunio, 59 años, recién cumplidos. Ella es mi consuelo. El papelito (digiturno) fue mi diploma de viejo, me lo gané, y para contribuir a mi neura, sin buscarlo.
