El origen de la propiedad privada impactó en el ser humano tanto como lo hizo el surgimiento de la educación. 

Por Jorge Guebely

La revolución de la propiedad privada, institucionalizada hace ocho mil años, ha llevado a la humanidad por caminos de ignominiosos descalabros. Hizo de la codicia su principal valor. Dividió las sociedades entre pobres y ricos, menesterosos y potentados, sociedad de clases sociales. Institucionalizó el sueño de atesorar para ser, de codiciar para triunfar. Y, según George Lucas, “La codicia es un lado muy oscuro del ser humano”.

Por la codicia, los gobernantes actúan implacablemente. Lo mismo Alejandro Magno que el faraón Ramsés II; lo mismo un dictador de izquierda que uno de derecha. Ninguna diferencia entre las locuras de Hitler y las del demócrata Harry Truman quien reventó bombas atómicas en Japón. Para ellos, todo genocidio justifica cualquier fin.

Y mientras los gobernantes perpetúan el imperio de la codicia, los nadie parecieran tener sus años contados, estarían próximos a desaparecer. Fueron importantes para los imperios que los esclavizó. Y para el feudalismo que los convirtió en campesinos sumisos. Y para el capitalismo que los transformó en obreros insatisfechos. Objetos humanos que servían para trabajar, para acrecentar el poder económico de las castas dominantes.

Pero ahora, cuando surge con vigor la cuarta revolución industrial, cuando el robot Sophia se convierte en ciudadana, ¿cuál será el futuro de los pobres en el mundo? ¿Qué función social cumplirán en la proliferación de robots ataviados con poderosas inteligencias artificiales? No servirán para trabajar porque los robots trabajarán mejor que ellos. No servirán para consumir porque no tendrán dinero para engolosinarse con las fantasías del mercado. Ni para trabajar, ni para consumir, sus dos únicas funciones sociales, sólo propensos a desaparecer como desaparecen otras especies. No podrán esperar ninguna compasión de los potentados porque, si no la han tenido durante ocho mil años, no es probable que la tengan ahora. “Si los blancos no aprenden, será nuestro fin”, afirma brillantemente Manduca, un personaje de ’El abrazo de la serpiente’.

Ninguna bomba, por poderosa, destruirá la codicia y la insensibilidad de los acaudalados. Sólo la educación podría obrar semejante milagro, pero la educación desinfectada de los sueños del gran señor. Educación descontaminada de Ministerio, Universidades, Colegios y Escuelas, diseñadas para soñar como potentado. De docentes y discentes que, en medio de dificultades humanas y materiales, no sueñen con la suerte del potentado. Sueño que, hasta ahora, ha generado muerte para muchas especies, muerte para muchos humanos y muerte para el humanismo. Nos puede salvar una educación centrada en la vida porque la educación, según John Dewey, “…es el estallido de la vida misma”.

jguebelyo@gmail.com

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