Por Jairo Castro Acosta
Dejando atrás el cemento de las calles cuadriculadas del pueblo nuevo, a solo 20 kilómetros del antiguo asentamiento, se encuentra Galindo.
Galindo es un pueblo hermano de Doña Ana vieja. Han compartido las mismas ciénagas para pescar, las mismas luchas y hasta los mismos partidos de fútbol y riñas de gallo en épocas de tierra firme. Por eso, aunque les han ofrecido la reubicación en más de una oportunidad, sus habitantes siempre han dicho que no, negándose a dejar atrás su vida anfibia.
En Galindo, esa memoria la encarna Reginaldo Narváez, un verdadero hombre anfibio al que vengo a encontrar.
—La gente de Doña Ana pescaba siempre allá, en la Ciénaga San Jorge. Pero como acá, en la ciénaga de nosotros, siempre se saca más pescado, ellos también buscaban para este lado. Nos encontrábamos aquí en la Ciénaga de Galindo, y todavía nos seguimos encontrando, porque ellos no han dejado de venir a pescar acá.
La polio, diagnosticada en su niñez, limita la movilidad de Reginaldo en tierra. Pero esa limitación desaparece en el agua. Allí empuja la canoa a peso de canalete, abre como un ala de garza blanca su atarraya de siete varas en el centro del caño Mojana, se mueve pescando agua abajo, preciso como un Martín pescador, sin necesitar baquiano alguno.
Es, como él mismo dice a viva voz, un anfibio; uno que afronta la dificultad siempre, con la esperanza de que llegue un tiempo bueno.
—Dicen que yo nací bien. Aunque desde que me conozco ya tenía los pies así, pero caminaba sin muletas y sin nada, me sentía más libre —comenta, casi para sí mismo.
«En verano quedo como el cangrejo»
Es la libertad de Galindo, su pueblo. Una vereda de Sucre, Sucre, nacida entre dos aguas: el caño Mojana y la ciénaga que le da nombre. La vereda es un puñado de 23 casas regadas sobre ambas orillas del Caño Mojana, que fluye aguas abajo hasta abrazarse con el río San Jorge, punto donde se levanta San Antonio, corregimiento de Magangué.
Allí, en lo más bajo del cono de La Mojana, 120 personas se dedican a lo mismo. A pescar. Los hombres lanzan firmes la atarraya mientras las mujeres bogan la canoa; todos han aprendido a construir sus casas sobre levantados de tierra, metidas entre los árboles de la orilla del caño para que no las arranquen los vendavales bravos de mitad de año.
El agua corre lento en este caño de historia, como la vida de los habitantes de este caserío que han aprendido a recibir por igual la inundación y la sequía. Sin embargo, ese equilibrio anfibio y la habilidad para habitar la transición entre agua y tierra, viven hoy tensiones extremas.
Sectores como el ganadero rechazan el concepto, una tensión que se desbordó tras la ruptura del río Cauca en Caregato, que anegó sus fincas y trastocó los ciclos de la margen izquierda en poblaciones como Galindo y Cuiva. Esta última se desmorona viendo cómo la erosión devora sus calles y cómo el agua, que antes era una visita estacional, se ha convertido en un habitante que demora hasta ocho meses en irse.
Ante esta crisis, se empezó a avivar la discusión de las reubicaciones en la región, sobre todo cuando el presidente Petro, en una visita a La Mojana el 25 de agosto de 2022, sentenció: “Hay que reubicar poblaciones”.
Es la misma historia, el mismo dilema, una crisis que se agrava con el cambio climático. La inundación prolongada ahora afecta el cuerpo de Reginaldo, pero la sequía lo deja sin sustento. Mientras vara la canoa en la orilla, le pregunto:
—Si te ofrecen otra vez una casa en un sitio seco, ¿tú la tomarías?
—Acá yo tengo la manera de conseguir para comer, ¿entiendes? Y allá no sé de qué manera me la pueda ganar.
Le sigo preguntando: — ¿Te sientes mejor andando en el agua que en la tierra?
—En el agua me defiendo más. Para mí lo más duro es el verano, porque quedo como el cangrejo, que camino es poquito. Con el agua se sufre, pero me va más bien en el sistema porque siempre recibo el chivito para el sustento.
Reginaldo usa la figura del cangrejo para describir su torpeza en lo seco, sin reparar en que el animal corre rápido tanto en tierra como en el agua. Pero la metáfora define bien su vida anfibia: él ha fabricado su propia concha contra la corriente. Es el único habitante del pueblo que vive en una casa palafítica construida por él mismo.
Grita “¡Ajá compa!”, saludando a su amigo Orlando, que boga por la otra orilla del caño, otro anfibio que ha andado la seca y la meca pescando en estas aguas morenas. Después suelta un comentario que refleja el ritmo del agua que marca su vida:
—Cuando el invierno es grande, me pesa, porque como paso embarcado en el tambo, no me atrevo a pararme con las muletas, entonces paso asentado, tullido. —Y agrega—: Y el verano me pesa en el sistema, porque no hallo cómo rebuscarme; se seca el agua, se me aleja y ya no puedo llegar hasta allá. Pero por lo demás, estoy más bien porque ando caminando de aquí para allá y otra vez cojo mi movimiento de siempre.
Aquí el arte de vivir se hereda. La pesca es una forma de vida que lleva siglos atravesando generaciones. Reginaldo lo confirma:
—Los jóvenes aquí todavía siguen interesados por aprender a pescar, pelaos que tiran un rato en la ciénaga y se rebuscan los pesitos. Mire lo que me hice hoy —me dice, mostrándome seis billetes de 5.000 pesos mojados—. Hay tiempos buenos que desde mitad de año coge uno bastante, pero este año ha estado regular. El bocachico lo están pagando a 5.000 pesos el kilo; y el bagre, que está escaso, a 9.000.
Los 30.000 pesos húmedos que tiene en su mano son la ganancia del día y son también la única moneda con que se sostiene la decisión de quedarse, de ser anfibio, en una tierra donde todo lo demás hace falta.
Aquí, la libertad se paga con ausencia. En Galindo no hay centro de salud, ni médico, ni enfermera que los visite. Si a media noche se presenta un enfermo, todos actúan en solidaridad, buscan un «yonso» en San Antonio y lo trasladan hasta el hospital de Sucre, Sucre, para que sea atendido.
No tienen acueducto; el agua que consumen la llaman «cosechada», de unos tanques que les donó el PNUD para recolectar agua lluvia y filtrarla. Cada casa tiene en el patio un panel solar que alimenta los tres bombillos y el radio, por donde se enteran del resto del mundo y suena la música.
La única institución que resiste junto a ellos es la escuela. Un aula solitaria con las marcas del agua en sus paredes, un testimonio didáctico del tiempo. Allí asisten niños de todas las edades, a veces a diario, a veces con pausas de meses cuando la inundación no da tregua. Esa escuela, como tantas en La Mojana, es a menudo la única huella del Estado. Sus paredes narran la desidia y el abandono en este mundo de agua.
Esta investigación periodística se realizó con el apoyo de la Beca Relatos de región: Periodismo local que explica Colombia, del Centro de Estudios en Periodismo (CEPER) de la Universidad de los Andes. Su contenido es responsabilidad exclusiva del autor.
Crónica 1: Dos pueblos paridos por el diluvio de cada año
Crónica 2: Galindo, la otra cara del diluvio
Crónica 3: Doña Ana viejo guarda las ruinas del diluvio
Crónica 4: Del diluvio a la demolición: Doña Ana entre dos mundos
Crónica 5: Doña Ana nuevo, el pueblo anfibio que se ahoga en tierra firme
