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Dos pueblos paridos por el diluvio de cada año

Antiguo Doña Ana

Por Jairo Castro Acosta

El gruñido desesperado de un puerco, encerrado en un chiquero de bloques, hizo que Ana Quiroz aflojara el cucharón con el que meneaba el ñame del mote semanasantero y saliera disparada hacia el patio. Llevaba el caldero negro de tizne con los desperdicios de la comida para calmar el hambre del animal, que amenazaba con saltarse la puerta del encierro.

—Ni lo permita Dios que se salga para la calle —dice, como hablándole al imponente cerdo de casi doscientos kilos mientras le acaricia las orejas.

Ana Quiroz ya lleva doce años en su nueva casa, en este nuevo pueblo. Un pueblo trasplantado. El día que pisó esta tierra por primera vez, me comenta ella, tuvo las ganas de cerrar los ojos y regresar al antiguo Doña Ana, a orillas del río San Jorge, ese lugar donde había hecho su vida por más de cincuenta años, junto a su gente y las más de 150 familias del corregimiento.

El origen de ese trasplante fue la devastadora ola invernal que azotó a Colombia entre 2010 y 2011. Según la Universidad de los Andes, fue un golpe que arrasó pueblos enteros y dejó más de tres millones de damnificados en todo el país. Esa ola, potenciada por el fenómeno de La Niña, provocó inundaciones históricas en el departamento de Sucre cuando el río Cauca rompió a la altura de Santa Anita e inundó siete municipios. Para pueblos como San José De Doña Ana, en San Benito Abad, que siempre habían vivido con el agua en sus casas, la situación se hizo más dramática.

Esa inundación, sumada a la geografía en picada de la Depresión Momposina, que hunde más de la mitad del territorio de San Benito Abad al pie de una ciénaga, un río o un caño, obligó al alcalde de la época, Manuel Cadrazco Salcedo, a buscar una solución definitiva. De allí nació la idea de la reubicación, y su administración emprendió una consulta en las dos comunidades más afectadas: Doña Ana y Cuiva.

La infancia que no se ahoga: niños del antiguo San José de Doña Ana juegan desafiando la gran inundación de 2010.

Los que más se inundaban

Para entender esa decisión, la que partió la historia de esta región, estoy sentado en una banca del parque principal, frente a la basílica menor de San Benito Abad, esperando a Manuel Cadrazco Salcedo.

He venido hasta aquí para entender mejor la reubicación de Doña Ana. Su nombre es uno de los protagonistas en esta historia. Cadrazco, quien lleva más de 25 años en el radar político del municipio, se hizo noticia nacional en 2019 por ganar su tercer mandato como alcalde, estando preso. Una década antes de ese escándalo, fue él quien empezó a hablar del traslado de los pueblos.

Después de unos minutos de espera, una camioneta se estaciona frente a la alcaldía. El exalcalde desciende. Atraviesa el parque y, como si se tratara de un Cristo en plena peregrinación, tres personas se enhebran tras sus pasos. Tras un saludo de una sola palabra a lo lejos, el séquito se sienta en la banca vecina, esperando que transcurra la entrevista.

—La reubicación se le hizo a esos dos pueblos, porque son los que están en la parte más baja del municipio y son los que más se inundaban —responde Cadrazco a la pregunta de por qué se eligieron esas dos comunidades.

El resultado de esa consulta dividió a las localidades anfibias. La mayoría en Doña Ana aceptó la reubicación, sin conocer los detalles del proceso en su momento. En Cuiva, la mayoría se negó.

— ¿Y por qué en Cuiva la gente se mostró en desacuerdo, exalcalde? —le pregunto.

—La gente de Cuiva argumentó que eran pescadores, que no podían alejarse de su medio. Se les explicó que si se quedaban en Calle Nueva, a 6 kilómetros del pueblo original, igual podían ir a pescar. Eso fue algo a lo que la gente de Doña Ana no le tuvo miedo.

Esa decisión, la de «no tener miedo», es la que ahora vive Ana Quiroz en su encierro.

—Vea, aquí animalito que salga y se meta en la finca vecina, no sale más —dice Ana sin soltarle la oreja al cerdo, y añade—: Nos toca criar los animalitos es así, encerrados en este pedacito de patio. Y uno cría el puerco, la gallina y el pato es para tener otra fuente, porque aquí no hay más nada que hacer después de la pesca y en estos tiempos que el pesca’o escasea, la situación es más difícil.

Todas las mañanas, Ana se levanta y lo primero que hace después de tomar el café es mirar cómo amaneció el puerco. Luego lava el chiquero con una manguera, retirando con el chorro de agua los excrementos que se van por un tubo que está conectado al alcantarillado. Si no fuese así, los olores nauseabundos no los soportarían los vecinos ni ella misma, que tiene el chiquero al lado de la cocina.

La casa de la señora Ana, parida por la misma geometría de la reubicación “bogotanizada” con que se levantaron todas las de este pueblo, luce la misma cachucha de eternit que todas tienen en la terraza; es una cachucha que ni es adorno ni alcanza a cubrir del sol y del agua las dos hojas de la puerta principal. 

Tras esa puerta, la vivienda se reparte en dos cuartos, una sala y un baño. El patio es un testamento de 25 baldosas, repartido bajo la lógica de un Dios que bendice primero al animal: quince para el cerdo, diez para los parroquianos que la habitan y las matas de orégano y albahaca que se apretujan con ellos.

La nueva Doña Ana en construcción: estado de las obras en noviembre de 2013. (Cortesía: Cruz Roja)

Miércoles, 24 de septiembre de 2013

La fecha reza con marcador negro en la espalda de una de las hojas de la puerta principal, peleando entre el óxido y el tiempo por no borrarse. Es la misma pelea que libra la memoria de Ana. Es la marca del día que dividió su vida en dos: atrás quedó la vida pasada, la construida en la Doña Ana vieja, en las aguas del río y la ciénaga San Jorge, en el tambo, en la canoa y en el inmenso patio de algunos veranos; la presente se fragua aquí, en este pueblo nuevo, en medio de la incertidumbre por una tierra que sigue siendo extraña.

Ella misma explica qué significa aquella fecha detrás de la puerta:

—Ese día yo lloré. En la tardecita me entró ese guayabo, recordando a mi pueblito viejo, a mi casa que la había levantado con tanto sacrificio. Apenas puse un pie aquí le dije a mi nieto que me escribiera la fecha para que nunca se me olvidara el día en que empezamos esta nueva vida.

El llanto de Ana, su aceptación de un patio de 25 baldosas, es la historia de la reubicación. Pero no es la única historia. A la negativa de Cuiva, mencionada por el exalcalde, se suma la de otros pueblos anfibios que siempre han dicho “no”, negándose a dejar atrás su vida en el agua.

Esta investigación periodística se realizó con el apoyo de la Beca Relatos de región: Periodismo local que explica Colombia, del Centro de Estudios en Periodismo (CEPER) de la Universidad de los Andes. Su contenido es responsabilidad exclusiva del autor.

Crónica 1: Dos pueblos paridos por el diluvio de cada año

Crónica 2: Galindo, la otra cara del diluvio

Crónica 3: Doña Ana viejo guarda las ruinas del diluvio

Crónica 4: Del diluvio a la demolición: Doña Ana entre dos mundos

Crónica 5: Doña Ana nuevo, el pueblo anfibio que se ahoga en tierra firme

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