Por Jairo Castro Acosta
Los meses previos al traslado oficial de Doña Ana, estuvieron inundados de cámaras, micrófonos y promesas. En los noticieros y documentales aparecían rostros llenos de esperanza, como el de Camilo Pabuena, quien horas antes de la mudanza declaraba al diario El Espectador con ilusión: «Allá se va a tratar de una convivencia diferente a la que tenemos acá, porque las casas van a estar pegaditas».
Camilo imaginaba una vecindad más estrecha. La realidad fue distinta.
De regreso en la nueva Doña Ana, busco refugio del sol inclemente bajo un árbol de mamón en la casa de Hilda y Arturo. Estamos sentados detrás del único vehículo que hay en el pueblo: un camión tipo furgón que transporta el pescado hacia Sincelejo, símbolo de la nueva conexión con la tierra firme.
Hilda, con la franqueza que dan los años, suelta un comentario que desbarata las esperanzas que Camilo tenía hace una década.
—Vea, eso fue difícil, la familiaridad cambió. Ya cada quien está resolviendo como puede la necesidad que tiene en su casa. Allá en Doña Ana viejo hablábamos más, nos compartíamos el pesca’o, que la yuca, que la bola de arroz.
—Allá nos veíamos más —agrega Arturo—. Acá la gente sale y no sabe uno si el vecino se fue, porque en Doña Ana viejo la calle principal era el río; uno apenas se asomaba veía pasar a los compadres.
La cuadrícula urbana, esa visión de ‘calidad de vida’ traída de afuera, terminó cortando los lazos invisibles de un pueblo que siempre se entendió en comunidad. Doña Ana es el reflejo de las soluciones que aterrizan en La Mojana: un desfile de chalecos marcados de todas partes con proyectos para enseñar a convivir con el agua a esta gente que la habita desde tiempos inmemorables. Son los absurdos de esta región, la misma donde pintaron las casas de un pueblo por donde pasaría el príncipe de Noruega para maquillar la pobreza en la foto de la cooperación internacional. Aquí, aunque el príncipe no vino, la pintura institucional fue usada también para disfrazar grietas que hoy se abren en silencio.
—Usted sabe lo difícil que fue para nosotros acostumbrarnos a cerrar la puerta —comenta Hilda—. En el pueblo viejo poníamos una sábana en la entrada y en el patio escueto, nadie se metía con lo del otro.
—Es que aquí llega gente de todas partes y hay más peligros —interviene Arturo—. Acostumbrarnos a eso fue difícil, porque allá conocíamos a todo el que llegaba: al vende pan, a la señora de la ropa, al del guineo. Aquí uno ya no sabe.
— ¿Y qué extrañan de la vieja Doña Ana? —les pregunto.
Ambos responden al unísono, secos y directos: —Nada.
La respuesta parece contradecir la nostalgia, pero Arturo la aclara enseguida: —Vea, allá nosotros sufrimos mucho. En la época de vendavales durábamos noches enteras sin dormir por miedo a que se cayera la casa. Aquí la vida es más dura en lo económico y hay más peligros para nuestros muchachos, pero uno sobrelleva eso con tal de dormir tranquilo.
El cambio no fue solo de techo, sino de oficio. —¿Cómo le ha cambiado la vida al doñanero después de la reubicación? —insisto.
—Principalmente en el trabajo —dice Hilda—. Allá todos éramos pescadores; acá, si acaso, queda un poquito de gente. Mire a mi hijo Pedro, a él ya no le gusta pescar.
—Sí —completa Arturo—, la gente nueva se va a mototaxiar a Galeras por la mañana y regresan en la tarde. O sea, allá en el viejo pueblo había que aprender a bogar; acá, toca es aprender a manejar moto.
En esta Doña Ana de tierra firme, paradójicamente, faltan cosas vitales que en el agua sobraban o se resolvían. En el viejo pueblo, los nacimientos eran recibidos por la matrona Fela Cancina, quien «nunca dejó morir un pelao». Acá ya no tienen a Fela —murió—, y a las parturientas les toca correr hacia el hospital de Galeras por una trocha de 30 kilómetros llena de huecos.
La muerte también desnudó la falta de planificación. Con el fallecimiento de Marta Uribe, la primera difunta del reasentamiento, la comunidad descubrió que les habían entregado un pueblo sin cementerio. Sobre la marcha, un cura debió santiguar un retazo de orilla para poder darle sepultura.
La tierra prometida sigue arrastrando las carencias de la vida pasada, pero con nuevos barrotes. Leydis Montes, rostro visible ante la avalancha de cámaras y micrófonos en los días del traslado, lo definió hace una década para el diario El Espectador con una frase lapidaria: “Aquí pasamos como en una cárcel con las puertas abiertas: somos libres, pero estamos presos”.
Diez años después, en un especial del diario El Meridiano, Leydis fue más allá y redefinió su estatus: “Ahora somos desplazados por el Gobierno”.
Su sentencia desnuda la realidad: aunque Doña Ana pise tierra alta y no se aniegue, la procesión va por dentro. “Tienen un pueblo «bonito» de fachada, pero somos desplazados de nuestra forma de vida”.
A la lista de promesas rotas se suma el desastre ambiental. La bomba de tratamiento del sistema de alcantarillado se dañó hace nueve años y nadie responde. Hoy, las aguas negras del «pueblo modelo» son vertidas directamente a la ciénaga sin ningún tratamiento, envenenando la misma despensa de la que intentan sobrevivir.
—Vea, antes uno en el Doña Ana viejo veía pasar los «yonsos» con gente y uno se escondía —confiesa Hilda con voz baja—. Enseguida decían: «Miren a esa gente cómo viven ahí, como animales». A uno eso le daba pena. Por eso muchos nos vinimos, para no sentir esa vergüenza.
Hoy, la vergüenza ha cambiado de bando. La nueva Doña Ana sigue creciendo, pero ya no tiene hacia dónde expandirse. Las áreas verdes se agotaron, ocupadas por las nuevas familias que construyen donde pueden. El hacinamiento, ese fantasma que el exgobernador Barraza criticaba de los tambos viejos, ha regresado, pero ahora entre bloques de cemento.
Despojados del río, en Doña Ana se aferran a la finca Pasatiempo como última tabla de salvación. La Agencia Nacional de Tierras oficializó la entrega hace tres meses, pero la falta de insumos y asistencia técnica mantiene la tierra improductiva.
La situación carga una ironía pesada: el predio, incautado al hijo de la difunta Enilce López, la misma tierra que antes sembraba el terror, es ahora la única tabla de salvación para que los hijos del agua no terminen de ahogarse en la tierra seca.
El día de la inauguración, María Clemencia Rodríguez —’Tutina’—, esposa del entonces presidente Juan Manuel Santos, se paseó por las calles repartiendo besos y abrazos, anunciando la buena nueva: la otra vida que estaba por empezar.
En el salón comunal, ante el pueblo reunido, abrió el evento Luis Enrique Mejía. Acompañado de violina, guacharaca y caja, este pescador entonó Un canto a mi generación, canción de su autoría que se convertiría en el himno de los documentales institucionales y en la banda sonora de una ilusión:
Por fin llegó lo que mi pueblo esperaba
después de tanto sufrimiento y dolor.
Solo al mirar nuestras calles inundadas
y el invierno que arreciaba sobre nuestra población.
De esta vivienda nada quedaba
si el agua todo lo acaba sin motivo y sin razón.
Solo se quedaba la esperanza de un pueblo
que a Dios clamaba por una reubicación.
Mientras Doña Ana le cantaba al cemento, Orlando, desde su barqueta, entona otra melodía. Es un canto al arraigo y a la resistencia de Galindo, compuesto una tarde de tristeza, sentado en un tambo, viendo correr la inundación que amenazaba con llevarse todo menos su fe en la ciénaga:
Ohh mi tierra madre,
Que está llena de tristeza
Pero tú también eres sagrada
Y eres sector de nobleza
Y tus lindas playas
Que rica se manifiesta
Que con chinchorro, flecha y atarraya
Explotamos tu riqueza
«Porque si hemos aprendido a sobrevivir en el agua, yo me imagino que aprenderemos más rápido en tierra», sentenció una mujer doñanera aquel día de la inauguración, resumiendo el sueño de una nueva vida de todo un pueblo que apenas comenzaba. No pensó la señora que a los cangrejos, así como les toca correr en agua, también les toca en tierra.
Esta investigación periodística se realizó con el apoyo de la Beca Relatos de región: Periodismo local que explica Colombia, del Centro de Estudios en Periodismo (CEPER) de la Universidad de los Andes. Su contenido es responsabilidad exclusiva del autor.
Crónica 1: Dos pueblos paridos por el diluvio de cada año
Crónica 2: Galindo, la otra cara del diluvio
Crónica 3: Doña Ana viejo guarda las ruinas del diluvio
Crónica 4: Del diluvio a la demolición: Doña Ana entre dos mundos
Crónica 5: Doña Ana nuevo, el pueblo anfibio que se ahoga en tierra firme
