Tal vez el recuerdo más antiguo de su infancia sea el olor del pan amasado por su abuela Ingermina Venecia Padilla, de Mahates, quien hacía aviones y buses de harina, con la misma pasión con que amasaba el barro para sus esculturas.
Por: Gustavo Tatis Guerra
Fue esa abuela quien lo inició en el mundo de la poesía, el canto y la escultura. Ingermina cantaba al atardecer unas voces que nadie había escuchado hasta entonces, unos cantos de monte que alegraba a los pájaros.
Eparkio Vega Caraballo, el mayor de seis hermanos, el hijo de José Vega Pallares y Faustina Caraballo Venecia, se crió en la vieja casona de patio con aljibe y mata de parra frente al Parque Fernández de Madrid, donde un buen tiempo funcionó bajo sus cuatro arcos la Escuela de Bellas Artes de Cartagena. Su padre, al que todos llamaban Veguita, fue el celador vitalicio allí. Al lado, en la Casa de Don Benito, funcionó en sus primeros años la Alianza Colombo Francesa, que más tarde se mudó a la casa de los cuatro arcos.
“Mi padre fue celador durante más de treinta años en la Escuela de Bellas Artes. Era alguien más que un celador, porque él también pintaba al óleo, recuerdo una pintura suya ‘El hombre que hablaba con Dios’, de un metro con veinte centímetros de largo y cuarenta centímetros de a ancho, en el que un hombre de espaldas conversaba con la presencia divina, representada en un halo de luz radiante. Abandonó el arte, pero siempre fue amigo y cómplice de los artistas.

Eparkio Vega, hombre de teatro en Paris con su esposa Carmen Santos y su hija Laura y Herve Braneyre
A Darío Morales, que era un niño, lo metía a escondidas en las clases de pintura con la modelo desnuda. Mi padre les regalaba pinceles y lienzos a los muchachos sin recursos que entraban a estudiar en Bellas Artes. Mi infancia transcurrió en el Centro amurallado de Cartagena, en el entorno del Parque Fernández de Madrid sembrado de almendros, en cuyas sombras jugábamos bolita de uñita, trompo, fútbol y elevábamos barriletes en los playones de San Diego, cerca a La Tenaza, íbamos con mi padre al mar.
Salíamos temprano, al amanecer, a recoger las almendras caídas y con una piedra, con mis hermanos, le sacábamos el coquito, lo partíamos y nos lo comíamos. Un día, mientras recogíamos las almendras, se nos acercó un muchacho flaco, vestido con una camisa manga larga de color blanco y pantalón azul, de cabellos negros, elegante, quien nos preguntó qué hacíamos. Le dijimos que comíamos los coquitos de las almendras.
El muchacho nos invitó a comer un plátano maduro en la Casa de Don Benito, en donde existía la Ostrería Sevillana, uno de los primeros restaurantes españoles en el Centro. Al parecer, él estaba hospedado en esa casa y tenía una relación con los dueños del restaurante. Al terminar de comer, sacó unos volantes y nos pidió que lo repartiéramos en la vecindad: “Es que esta tarde me voy a lanzar en paracaídas desde una avioneta, porque tengo una presentación en el Circo Teatro de La Serrezuela”, dijo el muchacho. Ni siquiéramos sabíamos cómo se llamaba, pero en los volantes se anunciaba que el torero español Luis Ríos se lanzaría en trajes de luces, a las 4 de la tarde, en paracaídas, y luego mataría un novillo.
En la tarde supimos que después de lanzarse desde una altura de más de tres mil metros, el joven torero fue arrastrado por los vientos del 18 de diciembre de 1966, envuelto en su propio paracaídas, mientras el público esperaba que cayera en el centro del Circo Teatro. Solo a las cinco y media de la tarde supimos que había muerto ahogado en las playas de Marbella, aún con su vestido de luces y la imagen de la Virgen de la Macarena en su pecho. Supimos que era el joven de 24 años que nos había invitado a comer plátano maduro en la mañana.
“Nosotros íbamos a La Tenaza, pero allí no había playa sino piedras. No existía la Avenida Santander. Aún en las murallas había rastros de los antiguos barrios, como Boquetillo, Pekín y Pueblo Nuevo. Pedazos de casas cuyos patios daban con la muralla. Madera, baldosas, cementos, señales de algunos tambos y una escalera por donde se iba de El Cabrero a San Diego. Las únicas fiestas que celebraba la ciudad eran el 2 de febrero, las Fiestas de La Candelaria. El 11 de noviembre, Fiestas de la Independencia de Cartagena. El 16 de julio, día de la Virgen del Carmen. Y las cuatro fiestas: el 8, 24 y 25 de diciembre y el 6 de enero.
“En esos años de infancia conocimos al pintor Pierre Daguet, un señor francés, alto, flaco, vestido siempre de blanco. Además de profesor de la Escuela de Bellas Artes, dueño del restaurante del Capilla del Mar, trabajaba de diseñador, escenógrafo, en vestuario, en obras de teatro. Es una faceta poco conocida de él y lo supe por el maestro Fernando Cajiao. El maestro Daguet solía comprarle los cuadros a sus propios alumnos para apoyarlos y estimularlos en su vocación.
Uno de esos alumnos del llamado Grupo de los 15 era Blasco Caballero, un artista laborioso, serio, observador y uno de los primeros pintores de la cudad, que fijó su atención en la vida de las comunidades de origen africano. Blasco fue como un hermano mayor que me regalaba libros y me aconsejaba. Uno de esos libros fue ‘La Ilíada’. Cuando su salud presagiaba su partida temprana, era tan responsable que salía del hospital a dar su clase en Bellas Artes, y regresaba al hospital. En aquellos años, también conocíamos al músico Adolfo Mejía, cuya imagen es la del hombre flaco que llevaba siempre un saco en la mano. Y una guitarra en la otra. El más talentoso de los dibujantes que conocí fue Francisco Molina”.
El poeta Raúl Gómez Jattin le decía Arcángel a su amigo Eparkio Vega. Él solía sacar al poeta, los fines de semana bajo su responsabilidad y con permiso del médico cuando estaba en el hospital psiquiátrico de San Pablo.
El teatro es y ha sido su vida. Profesor del Colegio Salesiano y la Universidad de Cartagena, actuó en la serie televisiva ‘Emilia Herrera: déjala morir’, y en el filme ‘El hombre de cabecera’, de Alain Monne. Es director del Teatro Estudio de la Universidad de Cartagena, con el que presenta en la actualidad una temporada hasta octubre. Es fundador del grupo de teatro y títeres El Baúl, que recorrió los pueblos recónditos del sur de Bolívar y representó a Cartagena en varios festivales dentro y fuera del país. Creador, junto a su esposa Carmen Santos y sus hermanos, de la Galería Libro Café, en la Playa de la Artillería, que ha sido punto de encuentro de escritores, pintores, músicos, teatreros, creadores y gestores. Su gran amigo y maestro ha sido el hombre de teatro Germán Moure, quien al conocerlo le dio las llaves de su biblioteca para que devorara todos sus libros.
En su galería se presentó el gran dramaturgo, actor y director Luis Enrique Pachón, uno de los pioneros del teatro en el Caribe colombiano y el país, con una ponencia magistral sobre Moliere. El domingo lluvioso del 9 de octubre de 1983 murió en Cartagena y el sector cultural tuvo que hacer una recolecta pública para enterrarlo. Eparkio fue su amigo cercano y estuvo todo el tiempo atento a su recuperación en el hospital. “Ese día de su muerte llovió como nunca en Cartagena”, dice.
Ahora recorrer los álbumes de la galería es viajar por la Cartagena cultural de casi medio siglo: por allí pasaron Héctor Rojas Herazo, Manuel Zapata Olivella, Enrique Grau, Santiago Colorado, Hernando Socarrás, Kelly León Menászas, Jorge García Usta, Erick Bozzi, Ivón Durán, Hugo Álvarez ‘Tío Conejo’, Lisandro Duque, Cheo Cruz, Bibiana Vélez, Óscar Collazos, Roberto Burgos Cantor, Alberto Abello, Alberto Llerena, Rodolfo Valencia, Roberto Ríos Jiménez, Alcides Figueroa, Saturnino Ramírez, Jaime Díaz Quintero, Cégar Pagano, Chocolate Armenteros, Cheo Feliciano. Nayib Abdala, Miguel Ghisays y Alfonso Torres, entre otros de la inmensa tribu de amistades, ilusiones y deseos.
El apartamento de Eparkio Vega es un espejo de él y de su esposa Carmen Santos, la abnegada y sensible artífice del taller La Hormiguita, que en los años ochenta en Cartagena fue el semillero incesante de niños pintores, escultores, músicos y futuros teatreros. Eparkio dice que la galería nació en los jardines de La Hormiguita. Al entrar a su ámbito personal, el arte está en todos los rincones visibles y ocultos del apartamento, una biblioteca de clásicos literarios en todos los géneros, colecciones de piedras pulidas por el tiempo, mangles de hojas brillantes que crecen con un pie en la terra y otro en el cielo. Pinturas y artesanías, tallas en madera, plantas traídas de los viajes al otro lado del Mediterráneo que crecieron como si hubieran crecido en el Caribe. Si uno cierra los ojos, la casa respira por sí misma, en la palpitación deEparkio y Carmen. Los dos han sido vigías de nuevas sensibilidades artísticas.
Un día tres atracadores asaltaron a Eparkio Vega con cuchillo en mano. “Nunca había tenido tan cerca la filosa frialdad de un cuchillo en el cuello”, dice . Uno de los atracadores se quedó viendo sus ojos a través de sus lentes y dijo: ¡Mierda, este es el tipo de los muñecos!
Los títeres y las marionetas de Eparkio habían conmovido a los hijos de uno de los atracadores en una de las barriadas.
Ahora se asoma al barandal de su apartamento y me cuenta que la última voluntad de su madre fue que sus cenizas se lanzaran con flores en el mar que tiene enfrente, donde están sepultados además sus hermanos Jimmy y Evelia.
“De pronto, el mar está esperando las mías”, dice riéndose.