
Por Alfredo Baldovino
Cuando estudiaba Filosofía en la Universidad del Atlántico, a los 18 años, ser sorprendido leyendo un libro de crecimiento personal (también los llaman “de autoayuda”) era motivo inmediato de burla.
Se suponía que éramos prospectos de intelectuales y que, como tal, debíamos aplicarnos a la lectura de textos “serios”, principalmente de historia, filosofía, o clásicos de la literatura universal. Mencionabas a Sófocles y tenías la atención de todos; a Platón y la rompías; a Kafka, Sartre o Camus, y la conversación pasaba rápidamente de la literatura a las dos guerras mundiales. Y si se te daba por mencionar a García Márquez, entonces te asegurabas la simpatía irrestricta de tus contertulios.
Pero cuidado con referirte a Walter Risos o Carlos Cuauhtémoc Sánchez, los gurús más reputados en esos días en el campo del crecimiento personal, con calificativos encomiables, porque a tu intervención seguiría un intercambio de miradas burlonas y luego una carcajada
estridente. ¡Cómo! ¿Consumiendo literatura para reconstruir los fragmentos de la dignidad devastada? O para decirlo en español de España: ¿Se te ha secado la mollera, tío?
Con ese inoportuno requiebro habrías fabricado para tu desventura una anécdota hilarante que volvería a descubrir socarronas hileras de dientes —aunque en esta ocasión con prótesis y huecos entre molar y molar— en reencuentros de egresados celebrados 20 años después. Esto era así porque nos parecía, en el fondo, que nadie puede ayudar a nadie con palabras —aunque a mí, en lo personal, las tragedias de Shakespeare me enseñaron a descubrir puñaladas detrás de fraternales apretones de manos—, que tales libros habían sido preparados para almas desvalidas, dignas de lástima, incapaces de trepar hasta fuera del abismo por sus propios medios.
Nosotros, en cambio, teníamos personalidades de roble. Había, sí, hendiduras de hachas en nuestras cortezas, pero éramos altivos y jóvenes y autosuficientes y sabíamos cómo mantenernos firmes ante cualquier circunstancia por muy tormentosa que fuera. De vez en cuando una mujer nos rompía el corazón, nuestros padres nos echaban de casa en una discusión subida de tono, o despertábamos con el deseo de zanjar sin tantos titubeos, desde lo alto de un puente o con un frasco de veneno, aquel famoso dilema de Hamlet, pero siempre podíamos resolverlo sin los libros de autoayuda.
En el fondo, ninguno de nosotros había leído con rigor ninguna de esas sagas para argumentar, con cita a bordo, la insulsez de su contenido, pero nos tenía sin cuidado. Bastaba con que sintiéramos que aquel prejuicio era cierto para que se asumiera como tal. Cierto que los libros de Cauthemoc Sánchez nos eran más conocidos, porque, supuestamente, lo habíamos encontrado en la mesita de noche de nuestras hermanas, una tarde de bostezos prolongados, sin nada nuevo que leer, o porque habíamos sido contratados por un colegial estrato 5 para escribir un ensayo sobre el mismo, pero era regla común, establecida de manera tácita, hablar de ellos con un rictus altanero, recalcando, cada que podíamos, que se trataba de un género menor, mendrugos de pan viejo para el alma hambrienta de afectos, no apto para la estirpe de superhombres a la que creíamos pertenecer.
Fue Neruda quien dijo, en palabras distintas a las de Heráclito, que todo es nuevo, aunque no lo parezca, que algo ha cambiado en el interior de esa persona que ve, por segunda o tercera vez, los mismos árboles en lo que pareciera equivocadamente ser la misma noche.
Esto es cierto tanto para una atmósfera o lugar como para cualquier libro que uno haya releído hasta el cansancio. De allí se infiere que cada uno de nosotros, con el paso del tiempo, tiene la licencia, o inclusive la obligación, de reevaluar certidumbres para verificar si se han mantenido incólumes al paso del tiempo, hallándose al final ante dos opciones: ratificarlas o quitarles validez.
En cuanto a mí ¿debería avergonzarme el hecho de que alguno de mis conocidos pudiera sorprenderme leyendo ‘El poder del ahora’, en el pasillo del Transmetro o en la sala de espera de una entidad bancaria, en vez exhibir, orondo, la novela más comentada de algún Nobel como en otros tiempos? O, planteada la pregunta en un sentido más general, ¿hay algo de nefando en admitir que se es incapaz por sí solo de resolver una crisis profunda y que la solución sólo puede encontrarse en un libro de crecimiento personal?
Lo dudo sinceramente, aunque mi defensa no es del género y sí de sus lectores. Pero bueno: se nos ha enseñado desde niños que llorar cuando nos caemos es malo, que mostrarnos fuertes puede ser más importante que serlo en realidad, que nadie tiene la solvencia ética para
decirnos cómo cambiar, puesto que no hay ningún asunto divino o humano del que no tengamos conocimiento. Que los libros de crecimiento personal, en suma, no son más que supercherías, golosinas para pánfilos, pamplinas, vascuencia, inanidad.
Mi respuesta a esto es sí y no: abundan los timadores de la fe, versados en la retórica de la manipulación para llenarse los bolsillos de dinero, pero también es necesario reconocer la integridad moral de quienes se han tomado en serio el asunto de luchar contra sus propios demonios, como quien persiste en el dominio de una técnica de escritura o de ejecución de un instrumento musical, para compartir las claves de su éxito con los demás. Cada quien trata de salir del agujero con los medios de que dispone y si la única manera de lograrlo es a través de un libro de crecimiento personal, pues magnífico.
Confesar la insuficiencia de nuestros medios para luchar contra nuestros demonios, lejos de convertirse en signo de inferioridad, puede, por el contrario, ser el primer ladrillo hacia la construcción de una mejor versión de uno mismo.
Es una paradoja: no hay mejor manera de alcanzar la grandeza personal que haciéndonos pequeños.