-Te traje dos rosas rosadas. -Nunca he visto una rosa rosada por qué mientes, las rosas rosadas no existen. -Te digo que sí existen, he visto un jardín repleto de estas en Buenos Aires. -La verdad, no lo puedo creer, qué sentido puede tener una rosa rosada: tan triste y melancólicamente delicada. Sería como una especie de imitación china barata: burda, inoficiosa. En fin, me tienen sin cuidado las rosas rosadas. Con el tiempo me he dado cuenta que las únicas flores que me gustan son las cayenas. -Caminé junto a las rosas rosadas pero no pude sentir su olor. -Es claro, si no huelen a nada es porque no existen. -¿Y a qué huelen las cayenas? Digo, cómo te gustan tanto. -No sé, no sé exactamente a qué huelen pero no es a simples flores, creo que a veces tampoco huelen a nada pero cuando huelen… -Ah, entonces tampoco existen. – Claro que sí. ¿Acaso no las has visto en carnavales? -¿Qué tienen que ver los carnavales con las cayenas? -¡Los carnavales no son nada sin las cayenas! ¡Eso tienen que ver! -Lo mismo daría carnavales con rosas rosadas. -Claro que no, las rosas rosadas no sirven para bailar cumbia. -¿Acaso las cayenas sí? -Yo creo que sí, solo las cayenas sirven para bailar cumbia. Y es ahí cuando se siente a qué huelen. -¿Entonces qué hago con estas rosas rosadas que te traje? -Pues, nos las ponemos con el monocuco. -Sería un monocuco medio raro. -Qué más da. Sería divertido. -¡Qué va! Entonces, mejor vayamos a buscar cayenas. -Tienes razón, al diablo con las rosas. Ven, ven acá, dame un beso y olvídate de Buenos Aires. Olvídate de las rosas, de las espinas. Dame tu beso de cayena, tu olor de cumbiambera florecida para nunca olvidarte. Foto de Paula Romero González. 2013]]>
El olor de las cayenas