Por Jorge Mario Sarmiento Figueroa
Camilo alcanzó a vivirse de nuevo en sensaciones de ternura y gratitud. No se olvida del niño iracundo que fue, cuando lanzaba piedras y tiraba machetazos bajo la autoridad de la lluvia en la circunvalar. El hecho es que ahora Camilo se abraza, como ante mí abrazó a su madre el sábado de visitas, sintiéndose de nuevo niño.
A pocos metros de él está de nuevo el rumor de la circunvalar, la lluvia ya no es para su muerte, ahora es el pitazo inicial de un picadito de fútbol en la granja de El Oasis, con quienes aquí se han hecho sus amigos.
William también volvió a estar en paz. Allá fuera era un temible asesino entre asesinos, convertido en monstruo desde cuando la sangre de su abuelo corrió en manos violentas por las trochas de un lugar sin ley llamado El ferry.
Supe luego que William, después de que lo conocí en El Oasis y obtuvo libertad, casi tropieza de nuevo con la furia. Cierro los ojos por su corazón y el de su familia. Recuerdo cuando su hermano menor fue con su madre un sábado de visitas, y la madre le puso quejas a William porque el más joven de sus hijos no iba bien en el colegio, como si William fuera el modelo a seguir desde aquí adentro. Y sí: William era el mejor bachiller en el colegio de internos. Se había ganado la mirada de una nueva forma de respeto, que él afuera no conocía. Antes, solo sabía ganarse una dantesca forma de respeto lleno de terror con las armas.
Brayan era el mejor amigo de William. Había sido capturado antes que él, y desde El Oasis empezó a escribirle cartas a William para que se entregara, para que viera un nuevo mundo desde esa supuesta cárcel. “La verdadera cárcel es la que estábamos viviendo allá fuera, mi hermano. No es ninguna libertad estar mosca con un fierro en la almohada”. William no se entregó, pero lo capturaron.
Para los más antiguos, incluso para William, Brayan fue el pilar de cambio. También había tenido un infierno en las calles, también tenía deudas de sangre. Por eso, el día de su libertad, en El Oasis le organizaron viaje inmediato, como a todos a los que habían ingresado por asesinato. “Hay cosas que no se olvidan, es mejor que comiencen de nuevo en otra ciudad. Si se quedan aquí, con la nueva mentalidad de vida sana, son carne de cañón en un mundo que solo persigue dolor y terror”.
Brayan aceptó su destino y se fue. Al año, creyó que era momento para volver a ver a los suyos en Barranquilla. Le avisó a su madre que ese diciembre iría a la casa a pasar la noche e irse temprano al día siguiente, “para no dar visaje”. Su madre se emocionó tanto que avisó a sus amigas del barrio, y estas a sus hijos, y así se regó la bola hasta los oídos de la muerte. Ni siquiera dejaron que Brayan entrara a la casa, lo esperaron en las puertas del barrio quienes tenían facturas por cobrarle. Quienes lo recordamos sin el pasado, sonreímos a sabiendas de que él no se defendió porque ya no pertenecía a la jauría.
En El Oasis, Brayan estaba siempre serio, le gustaba manejar los controles en la emisora de los internos. En cambio, a El viejo se le veía siempre sonriente, su sonrisa parecía abrirse hasta tocar de nuevo el amor de su madre y de su tierra. Le decían El viejo porque era el mayor y más antiguo de los internos. Era incluso más antiguo que Brayan. Me gustaría saber si El viejo logró sacar una granja donde continuar lo que el granjero le enseñó en El Oasis, el que hizo que se le convirtiera en un sueño labrar su propia comida en vez de cobrar por el gatillo.
No sé qué fue de él, tampoco sé mucho de Carlos, a pesar de que me convertí en padrino de su hija y que logró estudiar la carrera de comunicación y empezó a cantar en verdad como tanto lo soñó. De Camilo sí sé que ahora sirve en la Fundación Claret, es la misma organización que le ayudó a él y a todos a forjar una nueva historia de su vida. Su karma es servir, su dharma es servir.
Cada vez que me llega una noticia roja en Barranquilla, en la que algún joven sicario queda revelado con el rostro sin vida en alguna de las tantas fotos del álbum de la violencia, o en la que alguna mente se fue de bruces contra la locura y cometió algún vejamen, me asalta el terror de encontrarme con que la muerte surgió de alguna de aquellas miradas que a pesar de todo se sentían abrazadas y apacibles en El Oasis.
“Cuídate, mijo, que la vida es muy corta y la juventud se va rápido”, me decía mi abuela tratando de refrenar mi autodestrucción de joven y de llevarme por la senda de la dignidad. Hoy, que tantos desenfrenos de mi juventud abrazo con perdón y gratitud, hoy que mi karma es servir y mi dharma es servir, recuerdo con amor a esos niños que conocí como profesor de la UNAD en el centro de resocialización El Oasis, y procuro abrazarlos con palabras silentes, con eso que llamamos espíritu, con la fuerza transparente del agua que no es cortina de humo para la muerte en la circunvalar sino libertad para quienes juegan fútbol deseando hacer muchos buenos goles en la vida.
Esta carta es para ellos, es para mi amor propio, para el amor en mi familia y para quien me llevó allí, una maestra de maestras: Margarita Porto.