Crónicas

El tinterillo Burgos y una excusa para contar historias

La estatua del general Bolívar sin espada, desaparecida por un febril acto vandálico, refulgía por el sol que caía a plomo sobre la ciudad de Montería.

Por: Ubaldo Manuel Díaz

Un pájaro surcó veloz el calor intenso de la tarde dejando caer su carga de estiércol sobre la cabeza de Luis Alfredo Burgos. Este se limpió molesto, murmurando: –¡Qué desdicha, carajo, tan grande el mundo y este pájaro vino a cagarme! Una anciana que pasaba presura sale dijo: –¡Burgos, esa es buena suerte! Suerte que no habíamos tenido mi madre y yo en la improvisada sala de espera de este tinterillo.

Dos desvencijadas sillas, un sillón de hule que en su costado mostraba una profunda herida mostrando sus vísceras: paja y algodón. Una descolorida y vieja sombrilla parecida a la carpa de un circo pobre, nos guarecía del despiadado sol de las dos de la tarde. Un termo de tinto reposaba sobre una frágil mesa, listo para ser servido; amarillentas hojas del siglo pasado contenían sellos y membretes dorados como pequeños soles, prestas para ser intervenidas. Un diminuto cartel como bandera se mecía ofreciendo los servicios de escritura, promesas de ventas, minutas, contratos, Minutos .. Nuestro silencio reverente interrumpido por el tintineo de la vieja máquina Olivetti, parecida a aquella en la que Cortázar inmortalizó Rayuela.

Amiga y confidente de las solteronas de juzgados timbraba como el picotazo de un pavo en una lata. El rodillo reluciente se desplazaba enloquecido de un lado a otro como pequeño torpedo. Un grupo de incautos se arremolinaba alrededor de un diminuto hombre con dicción de ráfaga, que quemaba billetes demostrando que la alquimia de Melquíades y Aureliano Buendía no se equivocaban. Seguía hablando de lo habido y por haber, de lo divino y lo humano, del más allá y el más acá, al final de su retahíla ofrecer la pomada para la impotencia.

Una niña con gorro de Tiziano acompañada de su madre se detiene repentinamente para enseñarle una chuchería. Por la puerta lateral de la Catedral se oía una canción lastimera con olor a incienso, flores y sudor interpretada por un trío musical al lado de un reluciente féretro. El imponente edificio de la Gobernación con su fachada amarilla pálida era señalado por una familia de desplazados, de las miles que hay en Córdoba, haciendo referencia al rifirrafe y las famosas batallas burocráticas que otrora protagonizaron dos gobernadores por el solio más codiciado de los cordobeses.

Departamento donde se destaparon los carteles más bravos, de la hemofilia, los locos… Los dedos índice y pulgar de Luis Alfredo Burgos como brujo en feria surcaban rápidamente el teclado dela vieja Olivetti de la “a a la p” , y de la “p a la z” . Un río de mototaxis y buses cruzaban velozmente la lustrosa calle 27 con su reluciente y brillante asfalto. Ahí estábamos mi madre y yo, en la improvisada sala de espera, aguardando que el tinterillo Luis Alfredo Burgos nos atendiera.

Para la Real Academia de Lengua Española, dirigida por unos señores acartonados y de pelos engominados, la palabra tinterillo significa «abogado indocto, charlatán y vocinglero». Pero a estos escribientes de la calle poco les importa si la Real Academia se ocupa de ellos, ni cómo los define. La verdad es que en esta incubadora de calor como es Montería, el significado de dicha palabra poco importaba. Lo que importaba era que los dedos de Luis Alfredo Burgos fueran veloces.

En la Edad Media les llamaban amanuenses, escribanos, hoy les dicen tinterillos. Cuenta la historia que el Rey Megalómano Luis XIV, el mismo Rey Sol, llevaba en su séquito un tinterillo para todos lados para que le consignara sus excentricidades. Lucrecia Borgia, intrigante, bella y maquiavélica mujer, cuya debilidad eran los billetes, los hombres y el poder, tenía uno de cabecera para que le recordara a su padre, Rodrigo Borgia, el mismo Papa Alejandro VI, la relación incestuosa que mantenía con su hermanito, el degenerado César Borgia.

El monje Rasputín andaba con uno a su lado para que le recordara al mundo lo ninfómanas y depravadas que eran las zarinas rusas Elizabeth y Catalina II la Grande. Grandes en ambición y arrogancia, en orgías.

Investigando un poco el origen de esta palabra, me encontré con la afirmación de Gustavo de la Vega, abogado de oficio quien dice que este vocablo puede provenir de dos fuentes: La primera es que viene de tinta, los tinterillos se limitan a escribir lo que les dictan, y es el apodo que se aplica a ciertas personas que sin tener un título de abogado ofician como tal, dedicándose a los trámites preliminares del Derecho.

Y la otra es que tinterillo proviene de las charlas y los tintos que propician estos personajes con sus clientes.

Lo cierto es que en la cabeza de Luis Alfredo Burgos, con su pelo ensortijado como muñeca africana, cabe la memoria histórica y urbana de esta ciudad. A él acuden muchas personas para consultar cosas prácticas. Entre sus anécdotas comenta con cierta malicia indígena la consulta que fue a hacerle una abogada, encopetada ‘profesional’ del Derecho, sobre cómo hacía el desenglobe de un terreno y el levantamiento del patrimonio de una escritura.

En su agenda está desde cómo hacer una carta de amor hasta un derecho de petición al Presidente. Luis Escorcia, veterano de la Guerra de Corea, que en su pecho no le cabía una medalla más, relata que recurre a Luis Alfredo Burgos por dos motivos: el primero, lograr un derecho de petición para que le den un subsidio de Familias en acción cuando hizo una infructuosa fila más larga que la Gran Muralla China, con 37 mil personas al lado del Colegio Nacional. A este veterano, un enemigo sin fusil y bayoneta llamado hambre le está ganando su última batalla. Y el segundo, evitar largas filas de muchas oficinas, engendros de la burocracia.

Existe algo curioso en estos hombres y son los bajos honorarios que cobran, no tienen hora ni fecha en el calendario. Los tinterillos son el descanso de los notarios. Entre ellos existe una alianza tácita y secreta, más secreta que chisme de monja. De eso  me di cuenta una tarde, cuando uno de estos últimos  esperaba en su sillón de cuero, cual sátrapa feudal, las escrituras para estampar su rúbrica. Un repentino aguacero se desgaja sobre la calle 27, las gotas de agua revientan en el pavimento como diminutas estrellas de plata, Luis Alfredo Burgos recoge lentamente su oficina itinerante, sin antes mirar al cielo para evitar que otro pájaro lo vuelva a cagar.

*Ubaldo Manuel Díaz: Sacerdote premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Email: sinuano1817@yahoo.es

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