Mientras el cantante de la Junta se llenó de plata con los saludos a marimberos, nunca le cumplió la promesa al compositor de regalarle una grabadora.
Por Rafael Sarmiento Coley – Director
Leandro Díaz lo contaba a manera de chiste: “la primera vez que me saludé con Diomedes fue en la Jagua del Pilar, durante una parranda; él llegó en una camionetona de esas que estaban de moda en esa época, unas tales Ranyers (Ranger). Me abrazó, me besó, muy emocionado. Yo estaba ahí sentadito en un montoncito de piedras escuchando música en un radiecito de esos que usan dos pilas chiquitas y que son tan frágiles, que si uno les pone el pie, los machaca como una cucaracha”.
“¡No, no, no, eso no puede ser, me castigaría Dios si yo permito que siga esta injusticia! El más grande juglar que nos queda vivo, oyendo música en un radio de juguete. ¡No puede ser! Vea, maestro Leandro, deme acá esa porquería de radio, que yo la próxima semana estoy aquí con una grabadora bien grandota con doble casetera”. Agarró el radio de Leandro y lo lanzó bien lejos para el monte.
Leandro el ciego se quedó escuchando el murmullo de la gente y cuando Diomedes volvió a acercársele le preguntó: “Ajá, compadre, y cuánto le costó ese carrazo, vea”. Diomedes, con unas largas y otras cortas le dijo que se lo había regalado un amigo de San Juan, a quien él había saludado en uno de sus primeros larga duración (LD).
En el tema ‘Tres canciones’, Diomedes dice: “Y allá en San Juan, el Chijo López, el de la camioneta run run”. El Chijo López se fue a Valledupar y compró todos los discos que se despachaban para El Molino, Urumita, San Juan, Fonseca, Villanueva y, con una navaja, rayó todo el acetato, de ambos lados, solo dejó en buen estado el espacio donde iba ‘Tres canciones’.
Y se llenaron de saludos
A partir de esa experiencia los estelares cantantes de la música vallenata, y ciertos acordeonistas talentosos y respetables (como Emilianito Zuleta Díaz, Alfredo Gutiérrez, Andrés ‘El Turco’ Gil), empezaron a llenar sus canciones de saludos para gente que, a cambio, daban generosos regalos: una camioneta, un toro, cinco vacas paridas y hasta un pedazo de finca.
La música de Leandro Díaz sonaba en todas partes, grabada por Diomedes, Rafael Orozco, los Zuleta, Alfredo Gutiérrez. Pero nada que Diomedes le cumplía al juglar. Había quedado bien fregado. Sin la prometida grabadora de doble casetera y sin su modesto radio de batería. Hasta cuando un día llegó Jorge Oñate a buscar una canción de Leandro. Y el poeta cantor ciego le contó la historia de la grabadora prometida por Diomedes.
Con la mayor seriedad del mundo, Oñate le dijo: “Vea, maestro, no se ponga a creer en esas pendejadas; nadie le va a traer na’….el único que le va a traer un carro con radiopasacinta y aire acondicionado soy yo. Se lo prometo. Y yo tengo palabra de gallero”.
Pero se murió Leandro y tampoco le llegó, ni siquiera un carrito de la Kiko de Barranquilla. Mientras tanto, los intérpretes seguían llenándose de plata, más que por los contratos con las disqueras y en las casetas, con los saludos de los nuevos ricos de la marimba y luego de la coca. Y también de uno que otro ganadero o empresario serio pero embelequero, tal como lo reviven en una excelente crónica Roberto ‘El Bobby’ Llanos Rodado y Damaris Rojas. Claro que no mencionan que había saludos gratis, de cariño, como los que le enviaban a la difunta Blanca Flor, o al también fallecido Fabio Poveda.
Ese abuso con la cantidad de saludos en los discos por poco les cuesta la vida, muchos años antes de que murieran de verdad, a Juancho Rois y a Diomedes Díaz. Andaban para arriba y para abajo parrandeando con Lisímaco Peralta, un traqueto de próspera presencia en el escenario narco criollo, pero de corta vida. Diomedes, en la canción ‘Lluvia de verano’, dice en una de las estrofas: “Y como Lisímaco Peralta, voy a cambiar de comedero”.
Por ese detallazo, Peralta les regaló ‘un bojote de dólares’ a cada uno, según cuenta un testigo. Un fin de semana, Lisímaco los invitó a un bautizo de un compadre en el sector de las Flores, en Barranquilla. Cuando estaban en lo mejor de la parranda, se forma una balacera, que no se sabía quién le disparaba a quién. Al primero que mataron fue a Lisímaco, después a sus guardaespaldas, mientras que la retaguardia repelió el ataque y hubo muertos en el bando contrario. La gente en todas las calles lloraba, gritaba, ¡mataron a Diomedes y Juancho Rois! ¡Ay mi madre, sálvese quien pueda”. Juancho, quien tenía bien puesto el apodo de ‘El Conejo’, agarró a Diomedes por un brazo y le gritó fuerte para sacarlo de la parálisis por el miedo: “vení pronto porque vais a caer también, vamos, salta esa tapia”. Y Juancho saltó de primero. Diomedes se tiró y se raspó la nariz y un cachete, sentían que las balas les zumbaban por la cabeza, se metieron por debajo de las camas, atravesaron muchos cuartos de niños que gritaban, de madres recién paridas, de ancianas de malas pulgas que les daban con los tizones del fogón “porque no sabían si eran de los buenos o de los matones y los pelaos les gritaban: ‘¡pero no abuelita que esos son Juancho Rois y Diomedes!’, y las abuelas respondía: ‘¡y a mí qué carajo me importa!’”.
A poco rato llegaron los soldados y Diomedes y Juancho fueron rescatados. En esos momentos seguía el desfile por el río Magdalena en honor a la Virgen del Carmen y Diomedes le prometió que, a partir de ese día, en todos sus discos le enviaría un saludo “a mi querida Virgencita que me salvó la vida”.
Pero, como Diomedes era tan fregao, su amigo y admirador de toda la vida, Omar Figueroa Turcios, se imagina a Diomedes ( tal como lo registra en una magnífica caricatura, como todas las suyas, en El Heraldo), allá en el cielo cobrándole los saludos a la Virgen. Y ella, a lo mejor, le dirá salomónicamente, “hijo, siga que en la puerta del fondo es donde se paga todo acá en el cielo. Ahí está un señor de barba larga y blanca. Dígale que yo lo mandé a cobrarle”.