Opinión

Diego Marín. Notícula obituaria

El escritor y poeta Leo Castillo comparte esta cháchara sobre el hombre literario y de la cultura, Diego Marín, fallecido esta semana.

Por Leo Castillo

Diego Marín

Diego Marín

En una ocasión fui a llevarle una revista en que aparecía Entrevista a Súperman, trabajo de mi autoría por el que había manifestado vivo interés. Subí a su apartamento la hora acordada. Se entreabrió la puerta y vi envuelta en una bata gris azulosa una anciana desconfiada levitando en una niebla que olía intensamente a nicotina quemada. La mujer era el fantasma de ella misma arropada en ese humo y no me explicaba cómo era que no tosía ni cómo conseguía respirar. Me miró con escrutadora desconfianza y me apresuré a decir que traía algo para Diego Marín Contreras, así, con nombre y sus dos apellidos. Con una voz de traqui-traqui me dijo que él no estaba y casi cierra la puerta antes que le dijera que por favor, recibiera la revista. Ahora la niebla de nicotina me envolvía también a mí en el pasillo y temí que se operara un cambio de roles, una traslación a un atroz universo paralelo en que yo era la anciana de la bata azul atendiendo a alguien que buscaba al sobrino al fondo fumando copiosamente. Asombrado, dejé con ella la revista y me despedí. Lo volví a ver en la fortaleza de San Carlos, La Habana, en marzo de 2014, invitados ambos a la Feria Internacional del Libro. Se bajaba del auto de nuestro embajador en ese país, Gustavo Bell. Los saludé a ambos, a él con algo más de efusividad. Me respondió con una frialdad de carámbano en el corazón. Me encogí, le abrí paso: “ahi se lo haiga”, me dije, rememorando a Juvencio, el del tremendo cuento de Rulfo Diles que no me maten. La vida quiso que fuera ésa la última vez que nos saludáramos. La inconciliabilidad de nuestros estilos pareciera haber estado en la raíz de un abismo que yo siempre he querido salvar con mis colegas, sin sacrificar, desde luego, una de mis máximas sagradas: amicus Plato, sed magis amica veritas. Antes había supuesto entre nosotros cierto afecto impronunciado.

La información acerca de la hora de honras fúnebres fue ambigua, contradictoria. Algunos, en consecuencia, llegamos tarde. Incluso los deudos ya habían prestos hecho mutis por el foro. La dama a quien acompañé al cementerio me escribió: “(…) te quedaste un poco más, como esperando un llamado del más allá de alguna bruja que custodiara las cenizas de Diego, mientras en un cortejo raudo todos marchaban rumbo al calabozo de la rutina, como si un amigo no mereciera un bello silencio, una caricia más para el adiós.”

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