
Por Yohir Akerman
Hay momentos que no se pueden digerir. Ni con el paso de las horas, ni con comunicados, ni con alocuciones presidenciales.
El doloroso atentado contra Miguel Uribe Turbay no es un hecho más en la violencia política colombiana. Es una advertencia brutal. Una señal de que el odio incubado durante años, no solo por este Gobierno, alimentado por discursos incendiarios, justificaciones absurdas y silencios cómplices, ya no se queda en redes sociales. Ahora también se dispara.
Un niño de 14 años que jala un gatillo. Un senador en ejercicio, excandidato a la Alcaldía de Bogotá, actual precandidato presidencial, padre de familia, que ahora lucha por su vida. Y un país entero intenta entender cómo llegamos a esto. Pero en el fondo lo sabemos.
Colombia lleva años en un espiral tóxico. Desde todos los sectores se ha normalizado la agresión, pero desde el poder, y especialmente desde este Gobierno, se ha cultivado una narrativa peligrosa: la del enemigo interno, la del opositor como amenaza, la del que piensa distinto como traidor.
No es solo polarización. Es desprecio convertido en costumbre. Y del desprecio a la violencia hay apenas un susurro de distancia. Esta vez el disparo lo dio un niño, pero el camino hasta esa bala lo pavimentaron otros.
Por eso, cuando el presidente Gustavo Petro decide hablar horas después del atentado no para calmar, no para tender puentes, no para rechazar con claridad lo ocurrido, sino para sugerir complots y deslizar culpas, comete un acto de abandono. Renuncia al papel de jefe de Estado de todos los colombianos y se atrinchera como jefe de campaña, de un sector.
No es la primera vez que lo hace. Pero esta vez duele más. Este país ya ha llorado a Galán, a Jaramillo, a Pizarro, a Gómez Hurtado. Sabemos cómo empieza esta historia. Y también sabemos lo que ocurre cuando quienes deben proteger la vida, el debate y la democracia eligen escudarse en sus palabras, justificar su ausencia con retórica vacía y gobernar desde el ego, no desde el deber.
A Miguel Uribe lo he criticado con fuerza. Por sus posturas, por su estilo, por sus alianzas, por sus decisiones. Pero hoy se trata de lo esencial: de su derecho a abrazar a su familia. A hacer política sin miedo. A llegar a casa sin una bala atravesando su cuerpo. A él, a su familia y a su equipo, a sus amigos, toda mi solidaridad.
Pero no basta con eso. No basta con pedir justicia. Hay que exigir decencia. Recuperar el lenguaje, la empatía, el sentido de humanidad en la política. Y hay que decirlo sin rodeos, este gobierno perdió el tono, la autoridad y la credibilidad para convocar a la unidad. No puede liderar un país que sangra mientras se refugia en teorías de conspiración.
Y ojalá esto también sea un llamado para el próximo gobierno. Sea cual sea. Para que no repita la misma retórica, así venga desde la orilla política opuesta. Para que no convierta el poder en trinchera. Para que entienda, de una vez por todas, que un país no se gobierna desde el resentimiento.
Estas balas marcan algo más que un atentado: son el retorno del terror político. No solo hirieron a un precandidato, hirieron la posibilidad misma de sentirnos en democracia. Y frente a eso no basta con lamentar. Hay que responder. El gobierno debe responder por cada falacia lanzada con cálculo, por cada silencio cobarde, por cada institución utilizada no para unir, sino para señalar; no para proteger, sino para agitar. Es, al final, lo mismo que tanto criticaron de la Colombia gobernada por la derecha más dura. Pero así son los extremos, se gritan, se critican, pero terminan pareciéndose. Y cuando se miran al espejo, descubren que se han convertido en aquello que juraban combatir.
Por eso, ahora el Gobierno del presidente Petro tiene que rendir cuentas por cada palabra lanzada con rabia, por cada silencio que otorgó, por cada cargo público usado para dividir en lugar de sanar. Debe parar el miedo sembrado, el odio amplificado, y la peligrosa permisividad que deja el espacio para que un niño crea que disparar es una forma de participar. Porque las balas no se disparan solas. A veces lo hace un menor. Pero siempre, siempre las cargan los adultos que aprovechan el vacío de poder para imponer el terror, y un gobierno que ha dejado a buena parte del país sin Estado, en polarización, sin voz y ni defensa.