
Por Jorge Mario Sarmiento Figueroa
De repente llegó un instante sorpresivo, no calculado, en el que recibí desde adentro algo luminoso y fresco, que afuera me hizo expandir mi cuerpo, cerrar los ojos y que me dejó como huella cicatrizante una sonrisa sutil.
Cuando pensé en lo que acababa de sucederme, fruncí el ceño y sonreí más, pero me percaté de que ya no era una sonrisa espontánea, sino calculada, una mueca social que buscaba decir algo afuera y que ya no se sentía propio ni luminoso ni fresco: “Miren qué feliz acabo de ser”.
Decidí no quedarme atrapado en el segundo instante de la mueca. Volví la mirada adentro, a buscar de dónde había venido esa luz, ese frescor. Me surgieron preguntas: ¿Habrá sido causada por algo que hice bien? ¿Habrá sido un premio? ¿Fue un regalo por lo maravillo que soy? ¿Habrá sido un regalo de la maravilla que es la vida? ¿Fue Dios? ¿Habrá sido una motivación para que logre las cosas que quiero?
Todas las preguntas apuntaron a una conversación, a un ejercicio de la inteligencia, es decir, a un intento de identificar, interpretar, comprender, decidir y controlar algo que en realidad surgió sin razón, sin explicación, sin pregunta ni respuesta.
Esa luz solo vino, esa sensación de frescura solo ocurrió. “Solo ocurrió”, me dije, volví a sonreírme adentro y me dejé en paz.