El muelle olvidado de Puerto Colombia/Jimmy Racedo[/caption]
Cuando el viento proveniente del mar acaricia los poros…
Por Katheryn Meléndez
Es un viejo muelle, uno en ruinas, con muchas historias, me lo dice la nostalgia que se asoma cuando en sus cimientos rompen las olas. Me lo confirma el cielo que se impone a sus anchas con la esfera cálida que tuesta las pieles, con los vientos salobres del mar, con el agua corriendo entre sus dedos de concreto y metal; corroído, oxidado y viejo, cayéndose a pedazos en el tiempo tal como termina lo humano pero de forma más lenta, envejece triste el puerto.
Un hombre habla desde la orilla, en la playa, con los pies desnudos acaricia los diminutos granos escarchados de arena. Los años han blanqueando sus cabellos, la piel se le escurre como una ola que muere en su costa. Observa entristecido el muelle, se olvida de mi existencia y como evocando un recuerdo, absorto, señala la línea que se pierde en el cielo, muchos barcos salían de esa línea, venían a aparcar trayendo extranjeros, toda clase de ellos: Alemanes, judíos, ingleses, mucha gente proveniente del llamado viejo mundo, cruzaron el océano para probar suerte en este exótico lugar. Ellos, siguieron su camino a la ciudad, pero el gran puerto los vio llegar.
Sigo al anciano, se dirige al muelle; este nace de la tierra y avanza fuerte hacia el mar. Cuando nuestros pasos dejan de sentir la orilla, los vientos cambiantes nos envuelven y se siente en los poros, en el cuerpo la fragilidad, lo inmenso del mar que se expande a todos lados, palpitando ondulante, traslucido bajo nosotros. Seguimos el camino gris, unos cinco metros de ancho, sin barandas, solo los remedos de aquellas que fueron, unos pequeños montículos de concreto y rusticas piedras amarillas que se elevan pocos centímetros por encima de la plataforma, ya aparecen de vez en vez. Hay pescadores, uno de ellos recoge inclinado levemente una atarraya, un pez enorme brinca con movimientos violentos sobre la maya. Los demás, a mi juicio, no tienen mucho éxito, sin embargo no parecen molestos, sacan peces pequeños, y los arrojan a las grietas que forman charcos en la superficie, algunos pececillos logran nadar en los estrechos estancos mientras esperan su hora. Alrededor las escamas brillan en tornasol y hay esqueletos resecos de peces que traquean cuando por descuido los pisamos. El señor permanece en silencio, parece disfrutar la caminata.
Llegamos al final del camino, hay un gran espacio entre el tramo que sigue y en el que estamos. Siento vértigo, nunca dejaremos de ser tan insignificantes al enfrentarnos a la naturaleza, ella siempre se las arregla para hacérnoslo saber, eso pienso mientras observo el trozo solitario de muelle que está al frente, con sus bases de metal carcomidas, enmohecidas, en algunos puntos tan delgadas que parece esperar impacientes la última estocada para quebrase. Me hubiera gustado llegar al final, más lejos, donde está la edificación romántica que despidió y recibió tanta gente. Ahora se ve como una casita de piedras, abandonada y fría.
Tres jóvenes descamisados llegan riendo a carcajadas, miran hacia abajo, y se animan engañosamente porque ninguno quiere ser el primero en lanzarse, hasta que uno de ellos en razón de ser el más varón salta al instante en un clavado perfecto, los otros dos lo siguen tirándose casi simultáneamente; se escucha el sonido de sus cuerpos rompiendo la tranquila superficie del agua, un agujero de espuma, muchas gotas salpican y después de unos segundos aparecen sus cabezas mojadas, los ojos cerrados y las sonrisas emergiendo de las profundidades, conversan y siguen nadando complacidos. Así imagino al puerto, en sus días de oro y osadía.
Así imagino al veterano del mar que está a mi lado, así como esos muchachos de buenos tiempos. Él continúa con la mirada perdida en el horizonte. Le toco levemente el hombro y despierta de sí mismo. Sonríe despejado, mira el reloj y comenta como pasa el tiempo sin avisarnos, como se aleja sin darnos tiempo para continuar. Yo entiendo en el fondo su mensaje y emprendemos, nuevamente en silencio, el camino de regreso a la playa. Nos alejamos y veo por última vez las ruinas del surco gris que se adentran en el mar, mientras percibo las sonoras olas en su estrépita canción al deshacerse en la orilla y la calma de su espuma, su olor a melancolía.
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Extraordinaria narración de ese viejo muelle que también recorrí, hasta el final, con el mismo vértigo que producen sus orificios corroídos y la fuerza con que azota el mar…