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Una crónica en vivo bajo el Palo de mango

Por Ritzy K. Medina C.

Cuando llegué al restaurante “Palo e Mango”, en vez de tomar fotografías (típico de estos tiempos posmodernos) me puse a escribir, el espacio me aflojó la mano, así de simple.

Había estado viajando desde hace días. Salí de mi terruño, en el Golfo de Morrosquillo, hacia Malambo, y llegué a Barranquilla con la ilusión vital de poder conocer ese palo e’ mango, del que ya me habían endulzao’ el oído meses antes; así como de volver a los ojos de pez amarillo de mi amigo y coterráneo Alex Quessep, el singular hombre de la palabra que quema y sana a través de sus manos entregadas a la desnudez de los alimentos y del pensamiento Caribe, un territorio que nos une, desde la Sabana sucreña hasta las entrañas del Palenque de Tolú.

Primero sentí como si estuviera en un espacio museal y, al mismo tiempo, vivo, donde te arde la piel y los sentidos te hablan por sí solos. Cada rinconcito está nombrado como si se tratara de partituras de una misma canción; convoca memoria, un espíritu vital en comunión y horizontalidad.  

Al entrar y girando hacia la izquierda, encuentro la biblioteca, luego está el centro de la casa republicana, la que nos recuerda que Barranquilla no tiene pasado colonial. A mano derecha se ubica El condumio o también llamado cocina estudio o kava; sigues como si estuvieras cruzando un túnel, que te llevará a un final cósmico, y llegas al PATIO, en mayúsculas, en donde luce en el centro – cómo un tótem Caribe- un “Palo e mango”. En este lugar encontré la magia de un bosque que sedujo al arquitecto de los sueños que sostienen este lugar, aunque diga que éste es un combo e’ gente haciendo la magia.

Este centro viril de la madera ancestral hace presencia con un tronco grueso y lleno de luz, con un techo en vidrio que respeta su morfología. Sus ramas son como alas que desbordan el lugar buscando una salida hacia adentro.

Mientras visité este restaurante ubicado en el barrio El Prado de Barranquilla, la pluma suelta letras en frente de un mural al fondo pintado de fogones, campesinos de cuerpos altos y delgados, el monte con burros, palmeras, montañas y un pilón y una gallina que pareciera que hablara. Es el mismo paisaje cultural con el que crecimos Alex y yo, en un Sucre de Bolívar que pasó a ser un pueblo de nadie, y de todos.

Alex Quessep, mano en el fogón.

En este lugar habita la memoria del Caribe colombiano, así, híbrida y caótica: las múltiples tejedurías, los hombres de mar, un espacio habitado de olores y sabores infinitos, de la calle a la casa, de la infancia a la cocina, del mar al fogón. Sombreros vueltiaos, lámparas a gas traídas de una casona de la que sacamos cosas, como si nos pudiéramos adueñar de las pertenencias de mamá; cerámicas zenúes en las que podría habitar el espíritu animista encendío’.

Hay un mundo en miniatura: totumos, vasijas, cucharas de palo, juegos de vajillas, fotografías del tamaño del mundo con pescadores danzando al son de la atarraya. Sombreros en el cielo como pájaros volando. Todo un inventario de ese patrimonio verde de los sueños de un niño que juega a la verdad.

Eso no es ná, sino cuándo empecé a comer. ¡Daaaaaaaaaaa! Permítanme escribir como hablo, aunque a la academia científica no le guste, no hay otra forma de hacerlo cuando se quiere hacer registro con palabras de la algarabía que se forma en la garganta, en el paladar, a cada mordisco que le di a los platos enunciados por Álex, mi amigo de sueños y juguetes de una niñez que aun brota de sus ojos de águila.  

Lo primero que probé fue el “coctel Palo e’ mango”, la sensación fue la de tomarme el himno del lugar. En este restaurante – que supera esta etiqueta- y que invito a que lo comprueben, la creación es la ritualización de la vida. Jalea de mango, vodka, pimienta, gotas amargas y limón, dan como resultado media hora de éxtasis mientras conversamos sobre San Benito de Palermo, el santo afrovenezolano. 

La entrada al mundo de las maravillas, donde Alicia tiene cara de hombre con barba, fue ñame morado traído de los Montes de María con butifarra soledeña. ¿Qué más muestra de la interculturalidad que ésta?

A los minutos, y como esperando un cargamento de amor, llega a la mesa yuca frita estirada con chicharrón, a modo de coctel, como el que hacen en Tolú, pero con cerdo, no con camarón. Al tiempo, con Álex inicia un diálogo sobre la dicha de lo que implica que Barranquilla haya nacido en la época republicana, pues eso quiere decir, como lo he dicho antes, que no tiene pasado colonial, como lo tiene Cartagena, por ejemplo. A diferencia de las afectaciones que le ha traído a Getsemaní la turistificación y la gentifricación, en “Quilla” tenemos (guardando las diferencias) a Barrio Abajo, la Casa amarilla y Plataforma Caníbal, La Manga, Nueva Colombia, barrios afroantillanos con un poder y una sabrosura que supera estigmas, clasismos y turistas, afirma Álex mientras se me hace agua la boca con el cerdo encoctelao’.

Además, según los labios árabes de mi amigo, Barranquilla no tiene fundador, pues acá llegó gente de todas partes: árabes, gente del interior, palenqueros de la Matuna, una “mezcolanza” incluso superior a esa necesidad necia de definirse de un lado o del otro.

La estancia en este lugar es sobrenatural, cada bocado al lado del chef es un elixir de sabiduría, una conversación que se silencia en la garganta y deja esa sensación de que el mundo puede ser mejor y al mismo tiempo de que todo tiempo pasado fue mejor.

Alex Quessep. Foto cortesía: El Heraldo.

“Yo llevo 23 años atendiendo las percepciones de la mesa”, dice el ‘turco’ costeño. Y a continuación, de manera magistral y sentipensante, expresa lo que sucede en cada mesa: quienes vienen por esparcimiento, quienes llegan por razones labores, y así… etnografía cada mesa de este lugar en el que me sentí plena y al que volveré.

Quiero terminar con este poema que hace parte de un cuadernillo del que disponen los niños y niñas cuando vienen a este lugar habitado por los cielos y el mar:

El árbol de mango es inmortal

Y no necesita de lo humano.

Forma umbríos claros

En lo denso del monte y ahí

Perdura.

Igor Barreto.

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