Reseña del libro de cuentos del escritor Andrés Mauricio Muñoz, que fue presentado hace unos días en La Cueva.
Por Rainiero Patiño Martínez
El de Adela es un amor “genuino”, de los que flotan y sobreviven por debajo de los juicios, de los complejos y resentimientos. Es un río inatajable, a veces tormentoso, a veces apacible, romántico. Sincero. Construido en momentos cotidianos que nos obligan a perder cíclicamente, como la muerte misma, silvestres, como el libro homónimo que arropa su historia.
En un texto publicado hace un par de semanas, el escritor barranquillero Paul Brito describe ampliamente lo que, según su visión y sus lecturas, es el punto central del cuento como género literario. Con pulcritud excepcional y con precisión de arquero va trazando líneas entre dianas o, en términos más salitres, descama el pescado de la narrativa corta hasta poner en nuestras bocas filetes adobados y tiernos, que se deshacen entre adjetivos jugosos, ejemplos certeros y precisos puntos aparte que segmentan el tiempo de cocción de su ensayo.
Entre esos filetes marinos servidos a la mesa, Brito hace especial énfasis en que “los cuentos se enfocan en la anomalía, en la excepción, la singularidad que escapa a las relaciones de causa y efecto”, y sigue: “el enfoque no está en los antecedentes sino en la discordancia misma como desarticuladora de las acciones y como detonante de nuevos giros”.

El escritor barranquillero, Paul Brito, presenta el libro de su amigo, el escritor payanés Andrés Mauricio Muñoz.
Eso es precisamente lo que encontramos en Un lugar para que rece Adela: Cuentos de despojo, texto presentado por el mismo Brito, hace unos días en La Cueva. A su lado, con cara de cocinero mayor, Andrés Mauricio Muñoz, el autor de estas siete recetas literarias.
Instrucciones para leer y vivir, con argumentos tan cotidianos como sepultar el cuerpo de un perro en un parque, encargar cortinas para la casa nueva, comprar el postre para la cena de navidad, el sueño de una carrera de taxista junto a Leo Dan, la contemplación de un amor platónico o Adela que choca con los obstáculos del amor frente a la tumba de Abelardo, 20 años después de su muerte.
Relatos tan bien contados que parecen que nos pasan a todos, pero capaces de torcer el cauce de la historia y, como cascadas inesperadas, aparecen esos giros de los que habla Brito, pero en vez de caer suben de nivel la tensión del cuento y nos llevan a un lugar desde donde sí que da miedo saltar: no hay otro remedio que seguir leyendo.
«Una carrera especial», «Cuestión de registro», «Adriana en el andén», «Una noche precaria», «Una tumba en el parque» y «Un trozo de natilla para Bernardo» son los títulos de los cuentos que completan el libro, dispuestos deliberadamente por el autor como si de de un juego de lego se tratara: piezas largas que encajan con la ayuda de cortas, que se fortalecen entre sí, que construyen un andamiaje, pero le dejan al lector múltiples opciones de extensión, historias que siguen en construcción. Todas levantadas con personajes que viven en una aparente apacibilidad pero que en cortos instantes reverberan sobre su propia historia, como «potros salvajes domados, acostumbrados, en un espectáculo circense».
Adela, ha entregado toda su vida al amor “genuino” pero compartido, su historia y la de sus hijos han sido paralelas a la de otra mujer y otros hijos. Dos familias construidas subrepticiamente con la misma figura paterna, algo «normal» de nuestras sociedades hasta que una segunda muerte llega a incomodar sus confesiones de tumba, y la obliga a buscar otro lugar para rezar.