
Cada uno tiene una historia sobre el momento actual que vive el país. Nuestro coeditor Rainiero Patiño, nos comparte la suya: tan íntima como universal.
Por Rainiero Patiño M.
I.
Después de ir a votar el domingo, fuimos a almorzar a un centro comercial cercano. Cuando terminábamos de comer, empezamos a revisar a través de Twitter los primeros resultados. Al ver la tendencia de la votación se lo conté a Laura. La tristeza la inundó en segundos y a los pocos minutos empezó a llorar.
Lloró mucho y de forma desconsolada por el resultado. Afectada y medio desesperada, Juanita –nuestra hija de 3 años y medio- se le acercó, tomó entre sus manos el rostro de mamá y le dijo: «Mamita no llores más, que es mentira, ganamos», se dio vuelta y empezó a saltar gritando: «Ganamos, ganamos, ganamos…». A mí me impresionó mucho su actitud, intentaba consolar a su madre como muchos adultos hacemos con ella cuando queremos persuadirla o corregir un error.
El gesto de Juanita, creo, afectó más a Laura e intensificó su llanto. Asustada, Juanita dejó de saltar, se volteó hacia mí y me dijo: «¿Cierto papá que ganamos con amor?».
Aún sabiendo que la opción que habíamos escogido -tratando de respetar la de los otros- había sacado menos votos, respondí para complacerla: «Sí, ganamos, Caracolito».
Camino de vuelta pensé cómo explicarle lo que estaba sucediendo en el país, explicarle que a pesar de las diferencias y resentimientos que existen, incluso dentro de nuestra casa, son más las cosas que nos unen y que gracias al plebiscito pudimos reconocer cuán divididos estamos y cuán injustos somos como colombianos.
Pero entendí que ella ya tenía muy claro el mensaje de la paz, entendí que a pesar de la lágrimas de Laura y de mi indignación, como núcleo de un país: todos habíamos ganado, aunque algunos se lucraran de la ‘derrota’.
II.
Un miembro de mi familia tiene 15 años, estudia en un colegio renombrado del país, guiado por religiosas y –creo yo- con mayoría de estudiantes procedentes de los estratos sociales 4, 5 y 6. Como muchos adolescentes actuales, es inquieto, lee libros de historia y economía, y una que otra vez ha desempolvado de mi biblioteca algún clásico literario que ni yo ya me atrevo a abrir. Aunque aún no puede votar, en sus redes sociales y con sus amigos fue muy activo apoyando la posición del No.
Desde el domingo hemos intercambiado mensajes debatiendo el resultado. Interesante que ciudadanos tan jóvenes estén en capacidad de discutir sobre la política del país, sin importar cuál sea su posición. Es algo que aplaudo.
La guerra no ha afectado directamente a nuestra familia, es una bendición. Lo más cerca que hemos estado son algunos conocidos que fueron extorsionados y otro que hace parte de la reserva de las Fuerzas Armadas y cada ciertos días “se disfraza” (por decirlo de una forma jocosa) de militar y atiende juiciosos cursos; más allá del empeño con que lo hace, esperamos que nunca tenga que actuar de verdad en un enfrentamiento bélico.
Para mi adolescente familiar “la votación no era por la Paz, sino por un Acuerdo” -puede que tenga razón-, le aterraba la idea de entregarle el país a las Farc y cree que “el No, no es solo de Uribe”. Pero lo apoya porque piensa que el expresidente lo que quería era un “Acuerdo justo” y el actual está lleno de mentiras. Además, me dijo que el resultado se dio porque “Dios es grande”.
Sobre la entrevista en el diario La República de Juan Carlos Vélez, el gerente de la campaña del No, mi joven familiar me dijo que había sido una “estrategia” y que “lo único que hicieron fue informar”. Además, me reiteró que “gracias a Dios ganó el No”. Es su posición y la respeto, pero esto sí me preocupa. Me preocupa que la mentira, el fraude y el engaño se hayan vuelto tan común y cotidiano que nuestros niños y jóvenes lo vean como algo válido y normal.
“No te preocupes, no hay por qué”, me dijo como despedida. No en esta, pero sí en respuestas anteriores, aunque lo escondiera en irónicos mensajes, sentí que su posición tenía algo de eso que el gerente llamó “voto verraco” (y que ni otro plebiscito podrá decidir si escribe con b).
III.
Estuve un rato en la marcha de los estudiantes en Bogotá. Participó bastante gente: desde la calle 26 hasta la Plaza de Bolívar, la carrera Séptima estuvo colmada, el caos vehicular fue enorme. Una fiesta luminosa. La mayoría eran jóvenes, aunque también había parejas mayores y niños junto a su padres. Los del Sí, me pareció, eran mayoría. Pero dicen que había pequeños grupos del No respaldando.
Cerca al edificio del Ministerio de las Tic me detuve a observar el panorama. Me acerqué a una ‘chaza’ a comprar agua. Al pie, Eduardo, un pensionado sesentón, y Carlos José, un vendedor ambulante de unos treinta años, jugaban ajedrez sobre un tablero de cuadros verdes y blancos. Callados, como en una coreografía memorizada, hacían sus movimientos. Impávidos frente al arroyo de gente que pasaba a su lado. Observé el juego unos minutos, sin ser experto deduje por la cantidad de piezas que Eduardo iba ganando.
El tronar de pasos ni los esporádicos gritos sacaba a los hombres de su juego. Me acerqué más y me miraron, aproveché para preguntarles si había pasado mucha gente, para romper el hielo.
-“Uf. Yo creo que estos días la cosa se va a poner buena”, me contestó Carlos José, alargando la f, mientras Eduardo le mataba el último blanco peón.
-“Sí hay mucha gente pero ya para qué”, dijo Eduardo.
-“Si seguimos así algo pasa”, repuntó el más joven.
Quise intervenir, pero un discreto grito me calló: “Jaque”, dijo el mayor.