Hay que ser coherentes con el amor que se predica.
El comentario de Elías
Por Jorge Guebely
En pleno furor del capitalismo, refrescan las palabras del papa Francisco. Su sólida certeza de calificar la pobreza mundial como una “vergüenza social”. Recuerda al otro Francisco, el de Asís, rebelde con su padre terrenal por las fortunas construidas con la voracidad del mercado. Y también al bello relato del Cristo quien, encolerizado con los ricos, enarboló su doctrina humana y divina desde los pobres.
Refrescan porque aluden a esos mil quinientos millones de personas en el mundo que sobreviven en la pobreza absoluta. Que salvan sus vidas por un dólar y medio diario. Que padecen desnutriciones crónicas en un planeta abundante. Que son carcomidos literalmente por el hambre hasta la muerte. Porque la pobreza es una tragedia para el pobre, y debería ser una vergüenza para el rico.
Y refrescan porque contradice a los promotores del capitalismo quienes consideran la pobreza como la justa penitencia del derrotado en las competencias por el capital. El que no tuvo agallas para esquilmar sin remordimiento al vecino; ni la suerte de tener papá presidente o tío ministro, ni nació con la gracia futbolística de James para ganar enormes sumas en el mercado internacional, ni las caderas y la voz exquisita de Shakira para vender millones de discos. Sólo tiene el don de la vida que es hoy mercancía barata.
Un pobre es un excluido más del sistema social. Uno que ni siquiera tuvo la enfermedad de la astucia para convertirse en político, e imitar al senador Bula. Uno que paga con pobreza la ingenua insensatez de no comprender que la honestidad y la honradez no son rentables en la moral capitalista.
Y refrescan las palabras de Francisco por verdaderas. Porque la abundancia de pobres no es un justo castigo sino los desperdicios humanos secretados por la voracidad de escasos ricos. Porque la base moral del capitalismo se reduce a dar dentelladas limpias para devorar al prójimo. –Poco importa si ese prójimo es la madre misma-. Porque, para sobrevivir cómodamente en el capitalismo, hay que convertirse en hiena urbana, mostrar permanentemente los colmillos, devorar antes de ser devorado, y portar siempre el inofensivo disfraz de oveja patriótica. Poco hemos avanzado en la superación de la bestia. La hemos disfrazado.
Refrescan, pero inquietan las palabras de Francisco cuando afirma: “… nos acostumbramos al paisaje habitual de la pobreza y de la miseria caminando por las calles de nuestra ciudad”. Inquietan porque, consciente o inconscientemente, hemos caído en la complicidad de un pavoroso concierto universal de colmillos.