OpiniónReflexión

Para desterrar los miedos

Las sociedades adormecidas y resignadas producen bostezos  que las condenan a la periferia de la historia.

Por Marcos Fabián Herrera
Por Carlos Mario Parra

Los que se resignaron a vivir pertrechados en los escritorios de la comodidad palaciega le llaman demagogo. Le cuelgan el adjetivo de populista, desconociendo que en dicha categoría han incluido a quienes no se escabullen en los momentos decisivos de la historia. Otros, le espetan el ambivalente epíteto de retórico y discursero. Si hipnotiza multitudes y acude a la palabra para lograr adherentes a las ideas que propugna, sigue el camino de don Maximilien Robespierre, el orador que encendió la chispa de la revolución francesa. Pero también el de Martin Luther King, Abrahan Lincoln y Jorge Eliecer Gaitán. Todos los que creyeron  en la plaza pública como escenario natural de la deliberación.

 

Muchos se sonrojan ante las imágenes inobjetables de las multitudes que convoca. A varios apoltronados en  el diván de la burocracia oficial les he escuchado que “no lo dejarán llegar”.  Ante el engañoso silencio confabulado de las pantallas de los televisores y las primeras planas de los periódicos, las palomas mensajeras de la virtualidad propalan el mensaje de las calles que fundamenta el fenómeno de Petro.

Examinado con rigor de gramático y manual de historiador, el suyo es un ideario de liberal volteriano tropical.  Sus premisas orientadoras se fundan en el avivamiento a los reclamos insatisfechos y la confrontación argumentativa como vector de lucha. Las manecillas de los relojes han andado un buen trecho y las hojas de los calendarios han caído. El de ahora es un tiempo en el que los partidos reformistas postulan la reivindicación del ciudadano a partir de su relación armónica con el medio ambiente y el aprovechamiento de los talentos y las inteligencias. El proletariado en la era de la modernidad marchitada y la civilidad digital, es un espectro diverso, ya no encarcelado en el reduccionismo de proclamas y arengas, sino reinventado en territorios simbólicos en disputa e identidades en tránsito.

Petro ha comprendido las rupturas con los inveterados conceptos de la izquierda tradicional. No apela a las viejas nociones de vasallos y asalariados que sólo ocasiona lágrimas y lamentos. No se obstina en los dogmas que ideologizan los debates. Antes que desarrollo, invoca el buen vivir. Su verbo crispado se solaza en frases que siembran esperanza en los temas sensibles para el colombiano de a pie: salud sin el agenciamiento mezquino e infame de las EPS; educación universal y gratuita, y arados para desalambrar y gravar las tierras incultas y ociosas que los capataces coleccionan para el pastoreo de sus vacas.  ¿Castrochavismo? ¿comunismo? ¿expropiación? Ninguna de las delirantes distopías salidas de la enciclopedia ignara de la señora Cabal. Las ideas de Petro se enmarcan en  los postulados esenciales de la democracia radical.

Antes que capitalismo voraz, en Colombia ha existido un feudalismo tardío que promueve la riqueza como factor hereditario. Quienes insisten en relacionarlo con los remedos de Bolívar que rondan en el vecindario y las tiranías estalinistas, olvidan deliberadamente el componente más audaz de su propuesta, factible solo al amparo de un país capitalista: hacer de Colombia una sociedad de conocimiento, que  con la generación de nuevos saberes construya valor y riqueza.

Acostumbrados a las tentativas de cambio inconclusas y a la asfixia de la desesperanza, encuentro explicable el desahogo de los excluidos y el avistamiento en el horizonte de una posibilidad de cambio.

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