En un lugar de Barranquilla sucedió esta historia de sangre, con narrativa tarantinesca y sicología Easton Ellis. Ese lugar es Carlos Polo.
Cuento escrito por Carlos Polo
El parpadeo emitido por las imágenes del televisor crea un aura fantasmal en la pequeña sala del apartamento. En mis pies, a esa hora hinchados como sapos, el dolor también se hace intermitente como la luz que nos arropa. Tiro a un lado los zapatos y me despojo de casi toda la ropa que me acompañó de 8:30 de la mañana a 10:30 de la noche, para quedarme solo con el bóxer y tumbarme sin más en el sofá para ver en la tele a un sujeto delgaducho, de baja estatura y algo fibroso, despedazar casi que sin despeinarse, por lo menos a una docena de macancanes armados. Esto solo sucede en películas, tumbar de un solo tortazo a una mole de puro músculo y casi que a punta de gritos y de gestos, es una joda ilógica, y si hablamos de los once cabrones más de ese mismo corte que se están dejando coger de lo lindo a patadas voladoras y coscorrones como autómatas, es como para un apague y vámonos.
–¿Por qué no me invitas a comer pizza y nos tomamos de paso unas cervecitas? –dice Camila, que a esa hora se pasea por la sala con una camisilla blanca y sin sostén, sus pezones erguidos apuntando sin pudor a mi rostro.
–Te digo la verdad… no tengo ganas de moverme de aquí. Me duelen los pies, los tobillos o ambos, la verdad es que no sé…–, le respondo.
Me siento tan cansado que la idea de ponerme a surfear entre canales, aletargado en medio del zapping, es quizás mucho más atractiva que caminar cinco cuadras para ir al mismo lugar al que vamos por lo general los viernes por la noche cuando estamos como hoy, medio aburridos y sin planes concretos.
Camila entra al baño y mientras se lava el rostro y se cepilla los dientes me comenta que el niño cayó como una roca a eso de los 9:30 de la noche. –Me estuvo preguntando que a qué hora venías porque quería contarte que hoy metió un gol. También quería que lo invitaras a cine.
En la tele, al fin, un tipejo con cara de malo de verdad y acompañado por una música incidental creada para reforzar la tensión del momento, le logra dar en la jeta al protagonista y ahí sí se armó la de mataste a mi hermano, a mi madre y a mi mujer, y ese chino emputado se lanza a dar pata, a sacar hígados y corazones que le quedan latiendo en la mano, una cosa de una exageración casi cómica.
–Mañana damos una vuelta con él, ahí miramos si vamos a cine, al parque, o a playa– le digo, mientras ella contonea sus caderas y me rodea ataviada ya para dormir, con un cachetero ajustado y esa blusa casi transparente, como sacada de un concurso de camisetas mojadas. Se me acerca y rodea mi cuello con sus brazos y suelta unas palabras que asesinan mis ilusiones, muerte que sella con un beso algo frío y con un “hasta mañana” fúnebre que me condena a un largo zapping de viernes por la noche sin son y sin ton.
Sube las escaleras y en escasos segundos su esbelta figura es engullida por esa especie de agujero negro que separa las habitaciones de esta otra parte que es mi pequeña cueva de Alí Babá, en donde los habitantes de esta casa nos alelamos por horas frente a las dos pantallas que nos chupan la vitalidad a pedacitos.
No pasa una hora completa desde que Camila me dejó abandonado frente a la tele, cuando un grito ahogado, como roto, vacío, digamos que un sonido llano que no alcanza a escucharse pleno, me saca de esta modorra infructuosa de porno soft y malas películas de horror.
–¡Marco!–, grita Camila, y pienso que está teniendo una pesadilla o está asustada por alguna sombra, o está imaginando apariciones. Subo las escaleras en calma, como pidiendo permiso a cada uno de mis músculos cansados, intento sacudir del letargo a mis 90 kilos de peso embutidos en este cuerpo sostenido por los 1,80 de estatura en el que habitan mis huesos que a esta hora ya me pesan. Más que asustarme o ponerme en guardia, el grito me produce intriga. No puedo deducir si es un alarido de horror, o un llamado desesperado, o simplemente el eco de una pesadilla.
Son la 1:15 de la madrugada y no entiendo qué carajos es lo que pasa. Un latigazo, o más bien un sacudón de adrenalina hace que me detenga en la entrada de la habitación. Un hormigueo me camina por dentro y mis piernas amenazan con empezar a flaquear. Repaso a la velocidad de la luz la escena y me estrello con el terror instalado en los ojos de Camila paralizada en un rincón de nuestra cama. Me observa, la miro y enseguida lo veo ahí parado, mirándonos como si nada. Vuelvo a repasar la escena y me enfoco primero en sus manos y de mí sale una especie de rugido como para ahuyentar el miedo.
– ¿Y este hijueputa quién es? ¿Qué hace en mi casa?
Me abalanzo y le conecto el primer derechazo en la cara que estalla en medio de la madrugada con un ¡TAZ! rotundo y colérico que esconde el temblor de mis piernas. Luego del segundo tortazo procedo con combinaciones de derecha, izquierda, izquierda y derecha, que estallan plenas en la cara del intruso, al que con el resto del cuerpo voy empujando hasta el rincón, al lado de la cómoda, en donde el tipejo se me enconcha tapándose el rostro con sus brazos. Continúo encarnizado, pero ahora a punta de volados –golpes que le estallan en el cráneo– y logro mantenerlo a raya.
Por un momento pienso en estrellarle la cabeza contra la pared, en lanzarlo desde el segundo piso, por la misma ventana por donde estoy seguro que se coló el desgraciado, pero sus gritos imploran compasión y logra que baje por un momento la guardia.
–Mi vale no me pegues más, no me pegues, no me pegues más. Yo no he hecho nada… Pregúntale a la mona que no le he hecho nada… yo lo que vengo es huyendo y me encaleté aquí porque vi la ventana abierta. No me pegues más, no me pegues más.
–¿Estás armado, cabrón? –, le vuelvo a rugir mientras le estrello un par de directos en la cara y el condenado empieza a revisarse pasando sus manos por su rostro como buscando rastros de sangre–. No estoy armao, no estoy armao mi vale… No es que…. lo que yo vengo es huyendo–, replica.
Camila se va para el cuarto del niño mientras yo reinicio con otra andanada de golpes, esta vez más seguro, más concentrado y en control, buscando que pase como en las condenadas películas y este cabrón de mierda de una buena vez se quede noqueado, hasta que por fin entre tanto golpe que le entra pleno queda inconsciente.
Fundido a negro. Elipsis
En el cuarto de herramientas que es a la vez nuestro rincón de San Alejo, Camila termina de apretarle al intruso una mordaza. Ahora lo tenemos atado de pies y manos y bien sujeto a una silla.
Camila se quita la blusa y comienza a desfilar dándole vueltas al intruso con las tetas al aire y contoneándose en actitud provocadora, como calentando para iniciar una rutina de poledance. Baila, coquetea, hace un show nudista, un show de bar de mala muerte sin hielo seco y sin olor a confeti.
–Mira, está parao, míralo pa’ que veas, está parolo el hijueputa–. Como si quisiera frotarse contra el cuerpo del intruso, se acerca, se menea un poco y le descarga un puñetazo en el estómago.
–Uhhhmmmm…. Uhhhhhm–. Unos soniditos indescifrables es lo que alcanza soltar la rata después del tortazo.
Camila no lo suelta y le coge la verga y se la aprieta con fuerza mirándolo directo a los ojos, se aleja y se mete entre las cajas de los chécheres y como una valquiria enajenada le descarga tres porrazos en el pleno miembro con un enorme martillo oxidado.
–Deberíamos quitarle ese trapo de la boca, quiero saber qué es lo que dice– comenta, exaltada.
–¿Estás loca, o es que quieres que se despierte el niño o que nos caiga la Policía? ¿El niño no escuchó el tropel?–, le pregunto.
–Sí, pero está convencido que son los gatos jodiendo en el techo. Te mandó a decir que no dejes que vayan herir de nuevo a su Drogon, que siempre que pelea viene a la casa herido. Se me olvidaba, hay que pagar el cable y el recibo de la luz que están pa’ corte.
En la silla, impotente y doblegado por el poco movimiento que le permiten los amarres, la rata que se nos metió al rancho suplica con los ojos algo que no alcanzamos a entender.
Camila se va por un rato del cuarto, me acerco y le suelto un trompadón que el muy cabrón encaja pleno en la mandíbula. Silla e intruso se van contra el piso. –Entonces, con que muy arrecho, maricón… a ver si se te va enfriando la calentura.
Lo levanto de nuevo y lo dejo una vez más sentado de forma correcta, imposibilitado y vulnerable, completamente a nuestra merced. Un olor agrio como de cebollas en descomposición emana de su cuerpo. El tipo ya no gime, no suplica, sus pupilas son apenas una luz intermitente.
Camila regresa con las manos enguantadas y con un sartén rebosante con aceite caliente que despide humo.
Con los ojos desorbitados, como queriendo saltar de sus pupilas, agitado e hiperventilando como un caballo en pleno galope, la rata nos obsequia un pequeño regalo dorado, una humedad que se derrama por la silla. El goteo va formando de forma lenta y parsimoniosa un pequeño charco de orín sobre la blanca baldosa.
–Cuidado te quemas mujer–, alcanzo a advertirle antes de que le vierta gran parte del contenido alrededor de la ingle y el resto en los brazos y manos. En cuestión de segundos empieza a esparcirse un olor a chamuscado, orines y tela quemada. La verdad es que esa bermudita playera no creo que le esté protegiendo de a mucho y ni qué decir de los brazos y las manos expuestas, en donde automáticamente empiezan a brotar grandes ampollas en alto relieve.
Camila mete la cabeza en la pantalla de su teléfono móvil, como perdiendo interés.
–¿Y qué haces con ese aparato a esta hora? ¿Quién carajos jode a esta hora en WhatsApp o en Facebook? ¿O es que te vas a poner a jugar Candy Crush?
–No empieces. Estoy revisando el chat de las peladas de mi prom que no lo he visto en todo el día y ya tengo como 500 mensajes sin ver.
–¿Y entonces qué hacemos ahora con este mamarracho?
–Córtale los huevos y ya… no sé. Me está dando como hambre.
–¿No te gustaría zamparle unos clavos en los huevos o en las rodillas?
–No sé. Te dije que la última foto que monté con el niño en mi muro de face tuvo 50 me gusta… ven a ver.
–No me jodas Camila, que prom, ni qué muro, ni qué puta madre, mujer.
–Ya te pusiste cansón.
Como en un extraño arranque colérico agarra el taladro y se suelta a apolillar al puto ladrón como si se tratara de una puerta vieja. Deja el taladro y se manda con el martillo a darle porrazos, su blanco y terso cuerpo que a mí siempre se me ha antojado como un dulce y apetitoso helado de vainilla, se salpica de un rojo intenso, como si le hubiesen esparcido encima una buena ración de frutos rojos.
–Creo que lo mataste.
–¿Será? No sé. Ya medio hambre y está amaneciendo, botemos a este violador rápido por allá entre los manglares de la Vía al Mar antes de amanezca y se despierte el niño.
–Ya me lo llevo de una, pero ve preparando el desayuno.
–De manera que la sangre, el meado y la mierda la limpio yo. No mijitico olvídate de eso, me tienes que ayudar.
–Dale, como quieras, pero deja y me cercioro que este cabrón por fin esté muerto.
–Rápido, Marco, que tengo hambre. Ya es sábado, tú estás de descanso y yo no quiero cocinar. Sabes cuál es el plan, botamos a esta piltrafa y nos pegamos un baño, compramos algunas películas y pides a domicilio unas lumpias, una caja de arroz chino especial, una de Chow Mein, una Coca- Cola dos litros y nos pasamos el día arrunchados.
–¿No más arrunchados?, pregunto decepcionado y con esa risa pícara que tiene ella y ese extraño ademán que hace cuando lleva la lengua a un lado de sus labios de forma sugestiva recalca: –Sí, lumpias, Coca -Cola, arroz, Chow Mein especial… ahhh y aquello también.