A Colombia le salió caro el proceso judicial por la muerte del joven guajiro. El costo económico es mucho menor que el de la moral.
Por Jorge Sarmiento Figueroa
Al tenor de los dolores que alcanzan a reflejarse en los medios de comunicación, las familias Colmenares, Cárdenas, Quintero y Moreno han estado cruzadas por un luto contradictorio durante los últimos seis años y medio. Y esa contradicción que las une en el proceso judicial por la muerte de Luis Andrés Colmenares, se expandió hacia toda Colombia desde la madrugada del 31 de octubre de 2010 cuando el joven apareció sin vida en un caño de Bogotá.
Desde entonces, para el país el caso se convirtió en una especie de reality show o de serie policíaca de televisión criolla, en la que las luchas intestinales que corroen a la sociedad colombiana pasaron a la pantalla de televisión. Han sido seis temporadas y media de fascinación para una sociedad que sabe, reconoce, se resigna y acepta que su aparato de justicia es tan inepto y corrupto como una fabricación china de clase barata.
El capítulo más reciente de absolución a las jóvenes Jessy Quintero y Laura Moreno levantó las ampollas de siempre. Los gritos sociales de una clase media que protesta diciendo que los ricos hacen lo que quieren con jueces y fiscales, amén de un poderoso grupúsculo de abogados que maneja fajos capaces de torcer hacia cualquier lado el cuello de Temis. También se levantaron las paranoias de un país en el que la corrupción más alta y grave de la clase política se tapa fácil con cortinas de humo que surgen cada vez que sean necesarias.
El caso Colmenares resultó ser una cortina efectiva año tras año desde 2010, porque la violencia es como un deporte global que obnubila al ser humano. Y tratándose de un deporte, Colombia es candidata permanente a campeona mundial. Basta ver cómo el caso de la niña Yuliana Samboní pasó de ser un suceso de la más profunda tristeza, a convertirse enseguida en una pugna de odios entre clases sociales e incluso de las regiones, ya que el origen de las familias así lo determinó. Esto último es válido tanto en en el caso Yuliana como en el Colmenares.
En la actualidad, el caso Yuliana ya dejó muy atrás el dolor de las víctimas directas e indirectas y pasó a ser una intrincada negociación en la que el asesino quiere entregar información a cambio de rebaja de penas. ¿Qué proceso humano de recuperación mental puede haber en una persona que luego de asesinar a una niña de la manera en la que lo hizo se concentra en conseguir beneficios jurídicos apenas unos días después de limpiarse la sangre? Esta pregunta no importa: Estamos hablando de justicia, no de humanidad. El caso Colmenares tampoco termina aunque las últimas vinculadas al proceso hayan sido declaradas inocentes. Como una perfecta escritura de guión, el personaje de Cárdenas salió a relucir de nuevo con una millonaria demanda al Estado, que se vuelve un valor irrisorio para el bolsillo de una masa que ha pagado con creces la producción de una de sus series favoritas.
Convertidos así, en audiencia de un reality show, infinidad de gritos virtuales salieron de la sociedad para entonar el conocido himno del deporte nacional en el que los dolores individuales, singulares, íntimos, invisibles, son sacados en una excusada y contradictoria catarsis a merced del próximo colombiano que viva la tragedia humana de morir en televisión.