La pandemia que azota a la humanidad ha repetido una y mil veces la historia del regreso a casa del guerrero ausente, con sus reinas Penélope tejiendo y destejiendo a la espera de su héroe.
Por Diana Ruiz Campillo
Si hay una obra que encierra el heroísmo, el amor, la lucha, la lealtad y el valor entrañable de un hogar, es La Odisea. El famoso poema épico compuesto por Homero que narra las aventuras y enfrentamientos que debe pasar Ulises después de la guerra de Troya hasta su regreso, muchos años después, a su hogar en la pequeña isla de Ítaca.
La historia es bien conocida por todos, los dilemas padecidos por Ulises a causa de las ninfas, y los enfrentamientos y luchas con seres mitológicos, el desesperado anhelo del regreso, la callada incertidumbre del ausente al no saber si aún era recordado, amado, y si todo seguía igual que cuando partió.
Mientras tanto, una Ítaca que perdía la esperanza del regreso de su rey, preguntándose tal vez qué sentido tendría seguir aguardando en medio del silencio de la larga ausencia, el retorno de un héroe del que no se tenía ninguna noticia ni prueba de vida. La callada tenacidad de la reina Penélope al defender la lealtad hacia su esposo, tejiendo de día, destejiendo de noche y volviendo a tejer una tela, en la causa desesperada de enfrentarse al tiempo para arrebatarle minutos, horas y días, todo para evitar que alguno de los pretendientes se quedara con el trono de Ítaca y ocupara el lugar de su amado en su vida.
El anhelo de Ulises por Ítaca es un simbolismo de la necesidad que tenemos los seres humanos en algún momento de la vida de regresar al punto de partida, a nuestra Ítaca personal, después de librar batallas, dilemas e incertidumbres de todo tipo, tal y como sucedió con Ulises. El 2020 nos dejó envueltos en particulares y desiguales luchas, peleando contra invisibles y desconocidos enemigos, casi que gigantes mitológicos han venido en nuestra contra, y todos, sin excepción, nos vimos obligados a emprender nuestra propia Odisea.
Coronavirus es nuestro ‘troyano’
La hermosa obra de Homero ha capturado mi interés en los últimos días, al comparar mis luchas (y las de muchos). La realidad de hoy no es la misma que aquella que vivíamos cuando, (tal y como Ulises) partimos a la guerra, él a la de Troya, nosotros a batallar contra un enemigo desconocido e invisible que proveniente de tierras muy lejanas llegó a encerrarnos casi como Calipso hizo con Ulises, ella movida por el amor, nuestro captor movido por la furia.
Así empezó nuestra Odisea, cada uno viviendo una diferente, sobreviviendo a la enfermedad, la muerte, la necesidad, los cambios, los sueños aplazados, los adioses extraños, las despedidas y las bienvenidas, los distanciamientos físicos, los corazones anhelantes.
Muchas Penélope, tejiendo y destejiendo sin descanso, en espera de alguien o de algo, quizás un sentimiento, tal vez un propósito, sin saber si aún seguía con vida en algún lugar. Pero si algo hay en común en nuestras Odiseas, es habernos convertido en héroes. De una u otra forma hemos ganado guerras, vencido cíclopes y resuelto dilemas. Muchos Ulises, anhelando el regreso a Ítaca, con la vista fija en el punto de partida como esperanza única para volver a empezar de nuevo, retornar al trono y a la persona amada, al hogar, a la patria o a ellos mismos como se conocían antes de que todo cambiara, antes de que el cíclope en forma de virus nos saliera al acecho cambiando todo lo que conocíamos, obligándonos a una “reinvención” para la que no estábamos preparados y que hemos debido afrontar, sin detenernos en el camino, sin derecho a protestar ni cuestionar, sólo seguir el viaje con la mirada hacia adelante y el corazón en Ítaca, en el punto de partida para ayudarnos a seguir marchando.
¡Y llegó nuestro Ulises!
Hace unos días, un Ulises moderno regresó a su Ítaca. Él, como todos, también libró su odisea personal. El sueño con el que salió de casa dos años atrás también fue víctima de los “cambios”. Durante nueve meses esperó en medio del encierro, a miles de kilómetros de su hogar, a que los vientos cambiaran a su favor. Pero a medida que pasaba el tiempo la incertidumbre aumentaba, casi tanto o más que el temor natural a contagiarse y a enfermar. Acompañó con la mano en el corazón y a la distancia, el drama de saber que su padre luchaba contra la muerte en una unidad de cuidados intensivos, víctima del virus, sin saber si volvería a verlo de nuevo.
Tembló en la soledad al saber que su madre también empeoraba, y agradeció de rodillas cuando supo que sus padres habían ganado la batalla y volvería a abrazarlos de nuevo. De repente, lo que parecía tan cierto y seguro se había convertido en un panorama de dudas y de inseguridades. Sólo algo se mantenía intacto en medio de todo: la patria, el hogar, el punto de partida…Cartagena, su Ítaca personal.
En medio de las adversidades y los sinsabores sólo el anhelo de regresar mantenía la esperanza de continuar con el sueño, pero esta vez desde donde todo empezó. Así, una madrugada de hace unos días, partió de un Buenos Aires en crisis, con el sueño de ser médico intacto, metido en una maleta junto al mate y al gato de peluche que acompañó la infancia de la porteña amada, empapado en su fragancia “para que lo acompañara”.
Con el corazón palpitante, fuera del aeropuerto Rafael Núñez, bajo el sol cartagenero, yo aguardaba la llegada de mi Ulises. Como Penélopes que tejieron y destejieron el telar en la larga espera, mi familia y yo buscábamos entre los que salían, la figura del chico que despedimos hacía dos años en el mismo aeropuerto, y tal como Penélope no reconocí a simple vista al hombre alto y bien parecido que se acercaba arrastrando una maleta. Mi esposo y yo caminamos a su encuentro de la mano de nuestra hija más pequeña con lágrimas en los ojos. Abracé a mi amado hijo y mis manos acariciaron su cabello y su rostro parcialmente cubierto por un tapabocas negro. Ulises había regresado a Ítaca.