Por Juan B. Fernàndez Renowitzky
La reacción del entonces director de EL HERALDO, escrita el mismo día de la partida del argentino, sobre quien sentenció: «Borges hizo de la fantasía una ciencia exacta y de sus objetos más insólitos una pulcra descripción fenomenológica».
Borges nos ha dado la peor de las
sorpresas: la más previsible. Hacía un mes o dos que no disparaba sus ocurrencias geniales. Hemos debido sospechar que algo grave se le avecinaba. Sin embargo, él cumplió con las reglas de juego que había inventado. Y nos dio las pistas a todos sus lectores para que adivináramos el desenlace. Se fue para Ginebra diciendo que quería quedarse a vivir allá. Y además, a los 86, se casó. Era más que suficiente para que alguien que hubiera vislumbrado que estaba escribiendo su artículo de muerte.
Pero la gente se distrajo como siempre, pensando en los imposibles episodios de alcoba. Y no se percató de que era el último protocolo de Borges con lo invisible. Como en sus relatos mágicos, nos asombró a todos con el párrafo final. Teníamos tal confianza en su imaginación prodigiosa que creíamos que, al concluir su vida, iba a salirnos con otra cosa.
Lo que más ayudó a crear este despiste fue el Premio Nobel. O mejor: el sistemático no otorgamiento del Premio Nobel. Borges lo convirtió en un argumento paralelo dentro de su propia existencia. Como los que introducía en sus obras, en sucesivas digresiones del tema principal, para no perder la atención del público. Durante muchos años se le asedió con la pregunta estúpida de si ambicionaba el galardón de Estocolmo. Primero explicó sarcásticamente, aparentando desprecio por la decisión inalcanzable, que si la Academia decidía dárselo a los esquimales, lo haría aunque éstos nunca hayan tenido nada parecido a un escritor. Pero ante tanta insistencia en interrogarlo sobre lo mismo, Borges acababa diciendo que sí, que aspiraba a obtenerlo. «Pero solo por vanidad», agregaba rápidamente, como para que no se dieran cuenta de que había bajado la guardia.
Lo lógico era pensar que decía la verdad. Un hombre con semejante capacidad de abstracción, que usaba la metafísica apenas como un juguete de la fantasía, podía perfectamente llegar a desinteresarse de lo que la gente creía que más le interesaba: el reconocimiento mundial de su excelencia literaria. La gente no se daba cuenta de que Borges ya había obtenido esa excelencia tan incuestionablemente, que quienes corrían el riesgo de no reconocerla eran los jueces suecos. Borges se les convirtió en la institución literaria más respetable del planeta. Y eran ellos quienes no tenían la suerte de premiarla. Ahora perdieron definitivamente esa oportunidad de hacerse famosos.
Adoptó las posiciones políticas más contradictorias. Muchas de ellas valerosas, como contra Perón. Otras, degradantes como la que lo doblegó ante dictaduras más recientes del cono sur. Pero nunca perdió su capacidad para, dándoselas de imparcial, hacer chillar a sus compatriotas. Así, sobre la pelea de Inglaterra con Argentina por las Islas Malvinas, dijo que se trataba de «dos calvos peleándose un peine». Y lo mismo cuando despotricaba contra la vanidad argentina, inflada en sus generales, sus políticos, artistas, cantantes y futbolistas.
Por lo mismo, contó y cantó mejor que nadie muchas cosas y personas de su país. Las más humildes, sobre todo. Fue el Homero de los compadritos, de los bailadores de tango, de los ases del puñal y la baraja. Lo seducían los suburbios, con caras patibularias y riesgos de muerte en cada esquina, no siempre rosadas sino a menudo sangrientas como la luna de Quevedo. Y la prueba de que su imaginación no sólo se paseaba con los bajos fondos de Buenos Aires sino también del hampa norteamericana, es la galería de gánsteres con que decoró su insuperable Historia universal de la infamia. Pero también los patios emparrados y las guitarras guiando sus pasos por entre el canto de agua de los aljibes cristalinos.
Hubo varios, muchos Borges que él mismo se complacía en multiplicar y enfrentar como una manera de esconder su timidez y revelar su enorme capacidad creadora. El que conocimos en Cartagena hace muchos años era un semiciego vacilante que, apoyado en su bastón, balbuceaba genialidades sobre cualquier cosa: desde Goethe hasta el unicornio. Si hubiera que escoger entre esos espejos de un mismo semblante literario, yo diría mi predilección por el Borges que hizo de la fantasía una ciencia exacta y de sus objetos más insólitos una pulcra descripción fenomenológica.
Hoy se escribe mucha ciencia-ficción. Con ella se trata de taladrar novelísticamente el futuro con los instrumentos conceptuales que las ciencias ponen a nuestro alcance. Borges hizo, con mayor éxito, todo lo contrario: introdujo un orden rigurosamente científico, casi diríamos que matemático, en sus sueños, inventos, ocurrencias y hasta disparates. El fuerte golpe que se dio en la cabeza fue afortunado porque lo obligó a cambiar la metafísica por los cuentos más fantásticos. Pero sin abandonar jamás la precisión algebraica de sus laberintos mentales, impregnados profundamente de hermosos hallazgos, pertinente erudición y buen humor inagotable. Un estremecimiento nuevo en la literatura de todos los tiempos.
Jorge Luis Borges acabó así con el mito romántico de la imaginación supuestamente desbordada e indómita de los poetas chirles. Esa imaginación, silvestre como la verdolaga, que no se manifestaba sino en una incontinencia verbal, acompañada a menudo por la falta de higiene y una ausencia perpetua de las peluquerías. De ese caos complaciente de emociones baratas y bombos alcahuetas para tantos talentos falsos como inundaron a Latinoamérica, Borges creó un nuevo universo poético regulado por leyes objetivas en donde no es posible engañar al lector porque hasta sus más audaces fantasías tienen la misma precisión comprobable de la realidad que lo rodea.
Se ha dicho que lo más curioso de la literatura es que solo lo que es nuevo en el fondo es nuevo también en la forma. Jorge Luis Borges demostró la veracidad de esa consigna estética con su obra maravillosa. Va a pasar una eternidad antes de que ese universo privilegiado y sin embargo accesible que creó su inteligencia portentosa, pueda ser reproducido y reciclado como inútilmente lo intentan montones de imitadores, de quienes serán seguramente todos sus defectos. Y eso es lo que más nos duele de la sorpresiva aunque inevitable muerte de Borges: que ya nadie podrá agregarle un capítulo, pero ni siquiera una línea auténtica, a su obra irrepetible. Hemos perdido, con ella, nuestra mayor ración viva de placer intelectual.