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Lachachara.co en la proyección de documental ‘Bajo el puente’

Bajo el puente Pumarejo, en la isla Pensilvania, muestran  la necesidad de ser recordados.

Por Cristian IbañezChacharero

1964806_10202886794278315_2061282480_nBajo las faldas del gigante de concreto (el puente Pumarejo) se llevó a cabo una presentación audiovisual con el fin de mostrar la perspectiva  de la población infantil que vive en en este sector conocido por pocos y recordado por casi nadie.

Rodeados por el río Magdalena, los padres de los protagonistas disfrutaron junto a los habitantes de la isla de una mañana inolvidable en la que se presentó el documental dirigido por Miguel Ortega, producido por Rosa Castillo y sonorizado por Laura  Hernandez, estudiantes de Cine de la universidad del Magdalena, centro de estudios superiores que está colmando el espacio vacío de jóvenes costeños y del interior que sueñan con llevar su talento a la pantalla grande.

1975062_10202886795998358_195255789_nEstos estudiantes asumieron el llamado desde la ciudad de Santa Marta para hacer su investigación en la isla de Pensilvania y presentar allí mismo, con el río más grande de Colombia como pantalla de fondo, el resultado de este trabajo.

Con la magia del amanecer  del sábado 15 de marzo se dio apertura a esta jornada de entretenimiento y reflexión. Era la fecha culminante de cuatro días de empeño y estudio sobre un territorio casi anónimo agobiado por el desamparo e incesantes lluvias -que suelen ser los más tristes para quien no tiene más que la soledad-, pero motivado por la integridad y esperanza de gente que vino aquí a recuperar su dignidad labrando la tierra y pescando en su río, que lo protagoniza todo.

En Pensilvania la mayoría fueron desplazados en algún momento, y esta mañana en la que Lachachara.co también estuvo presente la alegría fue complementada por un compartir entre realizadores y protagonistas como premio al aporte  su dedicación. Es en ese momento feliz cuando uno de sus habitantes más viejos responde a la pregunta de uno de sus nietos mayores: «abuelo, ¿por qué esta isla se llama Pensilvania?».

El viejo se rasca la cabeza, tratando de remover el chip en donde tiene grabada esa historia. Recuerda que la isla tenía otro nombre impuesto por los soledeños. Entonces un día vino un gringo que pensaba que aquí sembraban marihuana, y se encontró con gente sana, dedicada al cultivo de legumbres y otras plantas de pancoger. Y, además, eran muy creyentes, sanos, con mucha espiritualidad. Recordó que en su país, una isla-estado se llama Pensilvania porque fue fundada por un protestante metódico que recibió ese terreno como herencia de su padre, un alto oficial de la Real  Armada Inglesa. El padre quería que su hijo siguiera la carrera naval. El hijo ya estaba metido en la religión y era pastor. Así, se vino con sus motetes y sus sermones a conquistar a la gente que residía en la isla de su «propiedad». Y en muy corto tiempo se ganó el fervor de los nativos porque era muy artista en sus ceremonias religiosas. Pertenecía a los llamados «cuácaros», esos que cuando predican, para demostrar que están poseídos por su dios, brincan lloran, se retuercen en el suelo y luego quedan en pie agradeciéndole al Señor por dotarlo de esos dones, y así se convirtió mister Pen en un semidios de su isla, que terminó llamándose Pensilvania.

Lo que tampoco quedará fácil de explicar para el viejo es cuando el nieto le pregunte, ya en la calma de la tarde solitaria, recostados en la canoa de pesca, cómo hicieron aquellos muchachos de las cámaras para que en plena luz del día mostraran la magia del cine, con ellos como protagonistas.

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