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La trayectoria de lo inmutable

Por Danny Arteaga Castrillón
Sobre La muerte del obrero, de Paul Brito (Alianza 4U, 2024).
Esta publicación es con la cortesía de la revista de crítica literaria La Cerbatana

Dan ganas a veces de moverse por el mundo con el desdén de Fabián Roca, el personaje impasible que atraviesa La muerte del obrero, esa (me atrevo a decirlo) antinovela del escritor barranquillero Paul Brito, que se vale del absurdo camusiano y el absurdo kafkiano para trazar una historia que definiríamos como surreal, de no ser porque su escenario y tema principal es el entorno laboral, donde lo irracional y pesadillesco es siempre posible en la realidad.

Y digo que envidio a Fabián porque durante su extraño periplo, a través de los relatos-capítulos de la obra, en los que salta del desempleo a puestos indignos y hasta risibles, deja entrever una cierta serenidad, una manera grávida de ubicarse en el espacio-tiempo, como si más que andar flotara. Recuerda un poco a Antoine Roquentin, de La náusea, de Sartre, o más puntualmente a su epígrafe, de Louis-Ferdinand Céline: “Es un muchacho sin importancia colectiva, simplemente un individuo”. Aunque también, a ratos, me resonó el eco de N, de Cuadernos de N, de Nicolás Suescún, quizás por esa manera de atravesar la obra con una suerte de invisibilidad. Sin embargo, hay un don adicional en Fabián, que no se percibe en todos esos personajes que se enfrentan al mundo desde su pequeñez y su soledad: la ausencia de sufrimiento.

Ese es en efecto el gran atributo de este personaje: pasar sobre su realidad, más que permitirle a la realidad pasar sobre él. Se nos da la clave desde el principio, en el primer relato-capítulo, “Capacitación”, cuando después de mirar el retrato de la muerte en la abuela de su amigo, Fabián se dice: “De esto se trata la vida, de ir observando”. Es como si a partir de allí la obra tomara su impulso vital, y lo que atestiguamos los lectores de ahí en adelante es esa manera en el protagonista de andar observando ese mundo que al mismo tiempo le pide encontrar su lugar.

De ese mismo talante va la narración en primera persona: oraciones cortas, puntuales, las imágenes suficientes para generar apenas un vínculo sensorial con el lector, como quien hace un frío inventario de lo que observa y siente o como si todo lo que lo rodea en el fondo no le concierne y se limita solo a nombrarlo. El ritmo también contraviene las leyes de la continuidad: se pasa de un escenario a otro sin transiciones que abrumen, sin dejarle al tiempo imponer su dictadura, su gravedad, en cualquiera de las acepciones del término. Incluso en aquellos momentos en los cuales se nos marca el día o la fecha, casi a modo de diario, el personaje pasa de uno a otro instante, como si literalmente diera un paso de un párrafo al siguiente, esquivando apenas la cursiva que señala el día, como quien rebasa un breve peldaño y sigue.

Así, Fabián nos va haciendo un retrato irracional y filoso, satírico, crudo a veces, del entorno laboral y las implicaciones para un joven de buscarse un lugar en ese mundo, lo que al mismo tiempo significa justificar su existencia. Se desprende de allí, entonces, la incertidumbre, pero también el hastío y, con ello, la indiferencia, que puede resumirse en esa revitalizadora sentencia que a veces pronunciamos con valentía: “que pase lo que tenga que pasar”. De ese modo, los relatos-capítulos (en total nueve), a pesar de no ser cuentos en el sentido estricto de la palabra, guardan su propia tensión, pero cada uno cobra fuerza y dimensión en la interacción con los demás, debido al tema en común y al personaje que los atraviesa y porque algunos incluso operan como la continuación o reafirmación de otro.

El absurdo está latente en los trabajos que consigue Fabián (almacenista de una construcción, oficios varios en un laboratorio, vendedor de enciclopedias), más puntualmente en lo que alcanza a entrever en la relación entre los personajes, como las luchas de poder y sus efectos, en “Laboratorio”, o en la indiferencia y la separación de clases, en “Inventario”, cuya imagen potente de la muerte del obrero se convierte en la etiqueta de la obra. Esta imagen además se replica en forma de sueño o pesadilla en “La revolución”, pero también se ha teorizado previamente en “Ventas”, en la voz de esa secta en la cual termina inmiscuido Fabián y que apela a la muerte del obrero como un medio para trascender a la condición de jefe. Ni siquiera en los episodios en los que el protagonista está desempleado escapa él del influjo del absurdo laboral y empresarial, que acaso lo persigue y le recuerda la urgencia de encaminarse. Hasta la relación con su novia la define el personaje como una “especie de empleo”.

Son en general una serie de elementos irracionales que pueden operar como símbolos. Brotan ellos de súbito en los relatos-capítulos y dotan de enigmas sin aparente solución a la obra. Esto se ramifica aún más en “Ventas”, quizás el relato-capítulo más kafkiano, por la sensación laberíntica de ese viaje sin sentido de casa en casa de los vendedores de enciclopedias, así como la irrupción súbita en el campo diegético de la Organización, esa secta en la cual se promueve el credo de la Continuidad (tema que, dicho sea de paso, obsesiona al autor) y la superación de la Secuencia como medio para trascender a una extraña espiritualidad en contra del determinismo. Es decir, se teje un universo con  un cierto amague distópico, un trasfondo religioso-corporativo que colma el capítulo, en tono satírico, de una de esas filosofías empresariales de superación (hoy la llamaríamos coaching), pero que además se desborda hacia el resto de la obra.

Sin embargo, a pesar de esos ecos sectarios, más esas relaciones fugaces, pero desconcertantes, con los personajes secundarios, Fabián permanece impasible e inexpugnable, gracias a su poder secreto: el descreimiento, ¿acaso el mismo del acalorado señor Mersault cuando ve al árabe bajo la única sombra alrededor, en El extranjero?, ¿así como nuestro protagonista ante el cadáver del obrero? Pareciera, en ese sentido, no operar en él ninguna transformación. Más bien pasa el personaje como una flecha cuyo curso es interrumpido a ratos para observar su entorno, o en verdad siempre permanece quedo y son las historias las que transcurren en frente de él, como ante una pantalla de cine. Similar a esa aporía de Zenón mencionada en uno de los capítulos, otro de los temas, además, que conforman la poética de Paul Brito, pero que igualmente se relaciona con sus reflexiones sobre el movimiento y que aquí me es inevitable relacionar con la trayectoria del personaje y su inmutabilidad, como si él mismo fuera la Continuidad que pregona la secta y también la saeta que cruza indiferente sobre la secuencia, que son los relatos.

Es por esa ruptura de la condición cambiante del héroe, más esa manera también de deformar las lógicas del tiempo, junto con ese entramado azaroso de relatos-capítulos-episodios, lo que hace de La muerte del obrero una antinovela. Nos permite, además, como lectores aventurarnos a interpretarla o a intentar hallar, como fue mi caso, sus posibles fisuras o grietas hacia el posible trasfondo, que, a mi modo de ver, se relacionan con un apego constante a las letras: en el capítulo “El contrato”, por ejemplo, Fabián nos plantea su dilema de ser escritor, de hecho anuncia al final que quizá con un empleo podría “comenzar una historia nueva”; en “Inventario”, encuentra una motivación para escribir otra vez (acaso el anuncio disimulado de que es él quien escribe estos textos); en “Laboratorio”, durante el horario laboral, se esconde en el baño a leer… Se alcanza, en general, a percibir en el personaje el deseo de ser escritor y con ello la insatisfacción ante ese sistema repetitivo y agobiante, contrario a la libertad del arte.

¿Podríamos decir entonces que nos enfrentamos a una antinovela que reflexiona en secreto sobre sí misma o que incluso metaforiza su construcción? Innecesario es precisarlo; pero sí quiero creer que la escritura de esta obra, sea durante o después, significó un medio de escape para alguien.

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