
En sus 33 años de vida nunca soñó verse en un escenario lujoso en Bogotá recibiendo un premio nacional como cronista digital.
Por Rafael Sarmiento Coley
En un recreo para que los niños y jovencitos de la institución educativa del corregimiento de Cuiva (San Benito Abad hacia lo profundo de ciénagas, caños, vías llenas de agua y barro), Jairo Castro Acosta escuchó a otro maestro de la escuela la versión sobre la muerte de María Anastasia Montes.
Lo dijo con tal nostalgia, que a Jairo aquello le llamó poderosamente la atención. “¿Y quién era ella?”, preguntó. Su colega educador respiró profundo, se apretó la cara con las dos manos, y tomó aire para respirar:
“Anastasia fue la partera que me trajo al mundo a mí y, a por lo menos, 800 niños más. Era la última partera que nos quedaba por aquí, claro, de las veteranas, porque su hija Flor María ha seguido sus pasos. El caso es que a Anastasia jamás se le murió un niño en tantos partos que atendió, aún en medio de las más increíbles circunstancias. A bordo de una canoa. En pleno pastizal. Hundida hasta la cadera en el barro amelcochado de esas vías. Debajo de un matorral sobre las faldas y camisas sucias de campesinos más cercanos”.
Aquello jamás se le quitó de la mente a Jairo Castro Acosta, nacido en Santiago Aposto (corregimiento de San Benito Aband), el 26 de julio de 1986. Es un muchacho que se dedica con rigor a la docencia y a la lectura. Lee novelas de todos los autores que le caigan en las manos. Eso lo aprendió desde muy temprana edad, cuando se sintió solo, porque su padre, Jairo Castro Hernández, un día se acostó y no amaneció. Jamás se volvió a saber de él.
De ahí salió el relato

Jairo Luce su premio al lado de la presentadora Rosa María Corcho Entonces su mamá, Miriam Acosta, una mujer campesina acostumbrada desde niña al trabajo pesado del campesino que vive en esos cenagales, decidió ponerse al frente de su hogar y sacar adelante a sus tres hijos, que estaban aún muy chiquitos. Reunió algunos centavos y con eso acudió al almacén de un turco terco, carero, desconfiado y cascarrabias que, sin embargo, por estar al tanto de la situación de aquella madre soltera desesperada, tuvo un gesto de generosidad. Jairo califica el gesto “como un milagro de Dios, porque ese señor no le fiaba un corte de tela ni a la mae de él”.
Miriam empacó su mercancía en una caja de cartón y salió en una piragua que viajaba por todo el San Jorge con cinco fornidas bogas tirando canalete, y en todos los caseríos, veredas y fincas le hacían el favor a Miriam de arrimar para vender su mercancía. La dejaba a crédito para que la pagaran a plazos. Se volvió tan buena comerciante que, cuando una clienta se le caía en dos o tres cuotas, negociaba el dinero a cambio de gallinas, pavos, pescado, queso y todo lo que tuviera la deudora a la mano.
Porque en esa región no hay empleo. No hay ni siquiera grandes fincas que requieran ordeñadores, vaqueros, queseros y demás. Entonces los hombres salen de pesca y de cacería en busca de bagres, bocachicos, hicoteas, barbules, ponches, guartinajas, carraos, pisingos, patos de ciénagas. De eso viven. Pobremente, “pero felices en medio de la miseria”, dice el profesor y ahora cronista Jairo Castro Acosta.
De esas vivencias, y de la historia de la última partera de esos pajonales llenos de agua y barro amelcochado, salió la historia que ha colocado a Jairo Castro Acosta en los primeros planos del periodismo digital nacional. Y ya internacional, porque lo están llamando del exterior para que acompañe a enviados especiales de un portal televisivo para que los guía, asesore y participe en el recuento de la historia. Jairo se nos volvió famoso con la historia de la última partera de La Mojana profunda.
Él no se lo creía, sino hasta cuando estaba en Bogotá en el apartamento de su anfitriona Lavinia Esther Figueroa, y con la asesoría y logística de Juan Guillermo Niño. Y terminó de creérselo cuando uno de los jurados, Silia Gómez, lo llamó al estrado a recibir su trofeo y su pergamino.
Matemático

Mapa de la región llena de cuerpos de agua y barro en donde queda el escenario de la crónica de Jairo Castro Acosta.
Cuando terminó el bachillerato en Santiago Apóstol, su tierra natal, y se graduó en San Benito Abad, la cabecera municipal, le dijo a Miriam Acosta “mamá, yo no me puedo quedar con este cartón que por aquí no me sirve para mayor cosa…yo me voy a Sincelejo a la Universidad”.
Así fue. Se matriculó en la Universidad de Sucre en la única Facultad en donde encontró cupo, la de Matemáticas Puras, en donde a los profesores les encanta “partir alumno que da miedo…ahí el que pasa de los dos primeros semestres puede darse por bien servido, porque ha logrado recorrer el camino más duro y puro, porque es el espacio en donde los docentes le miden a uno el aceite para ver si en verdad sirve para matemático. Gracias a Dios pasé la prueba, y logré mi título de matemático”.
De la Universidad de Sucre de inmediato salió a buscar trabajo en su jurisdicción. Primero estuvo en el colegio de Santiago Apóstol. Luego un profesor que atendía a los niños y jovencitos de la institución escolar del corregimiento de Cuiva, se retiró y le ofrecieron el puesto a Jairo. Lo aceptó. Porque está acostumbrado a medírsele a todos los retos. No fue fácil. Ir a Cuiva todos los días es una cuasi tragedia. En mula se tira más de medio día porque la vía es un inmenso y amelcochado lodazal en donde el casco de las bestias se queda atascado. Y las motos llegan hasta la mitad del camino, porque de ahí en adelante no entran ni los burros. Entonces hay que amasar barro hasta la cintura, a pie pelao para no dejar los zapatos enterrados en esos lodazales.

Maarelvis Acosta (tía de Jairo); María Mónica Díaz de Cstro, Jairo Castro, Miriam Acosta y la abuela Ayda Acosta (q.e.p.d.).
En Cuiva se atiende a los niños escolares de veredas vecinas como Caño Viejo, Palo Alto y Maranguango. Todos esos recuerdos se le amontonaron en el cerebro en momentos en que esperaba los resultados del concurso. Su mecanismo de defensa contra la angustia y la ansiedad fue meterse en el cerebro las vivencias con los niños de Cuiva, su inocencia pura, su enorme sacrificio de ir a la escuela llenos de barro de la cabeza a los pies.
Soñaba despierto cuando de repente escuchó su nombre, claro, nítido, y vio desplegada en la pantalla gigante su crónica…su primera gran crónica.