José Ignacio Palacio nos envía una historia narrada en las hermosas calles de Barcelona, tierra de artistas en las que la realidad es movida por un aire de ficción.
Por: José Ignacio – Chacharero – jips_52@hotmail.com
Huellas de Gigante
Esta mañana el Faraón despertó más tarde de lo acostumbrado. A su lado Clara aún dormía, mientras que tupidas bolitas de lluvia golpeaban la ventana, lenta y repetidamente.
El Faraón había soñado: manteniéndose en la inmensa irrealidad de su mente durante más tiempo del debido, aunque sin poder recordar qué.
Tampoco sentía esa urgencia innata de los científicos por revelar su sueño; se sentía bien, acostado sobre la manta de lana gruesa y afelpada. Era su costumbre dormir siempre fuera de sábanas, hasta en esta época de frío invierno barcelonés. Siempre descubierto, aunque siempre junto a Clara, nunca sin ella, su calor y aroma eran suficiente cobertor.
Sonó la alarma. Quiere decir que eran las once de la mañana, porque es martes y Clara tiene turno de medio día en el restaurante. Ella despertó de inmediato y dio un bostezo largo. El Faraón se acercó y rozó su mejilla, ella le besó la frente, él le tocó un seno, ella lo acarició. Jugaron entre las sábanas, mientras el Faraón sentía que la risa de Clara era música.
Clara saltó de la cama y fue a la cocina, preparó dos desayunos, dos diferentes. Era tal vez de las únicas cosas que no compartían, pero que disfrutaban siempre juntos, como lo hicieron hoy.
Me permitiré hacer un breve inventario del lugar en que se encuentran Clara y el Faraón en este momento: Flores en la ventana, un escaparate atiborrado de libros mezclados entre leídos y por leer; vinilos en la repisa, un paraguas negro junto a la puerta, la mesa manchada del comedor, un cuartico de espigador lleno de cachivaches inútiles; al fondo, un sofá de dos puestos, una mesita con porta retratos de ambos; una bola de estambre en un rincón.
El Faraón recordó que hoy debía encontrarse con Ramsés y Tausert en el parc de Poblenou, pero esperaría que Clara saliera primero.
Clara fue a bañarse a las once y veinte, salió del apartamento a las once y cuarenta. El Faraón la vio caminar por la carrer de Pallars en dirección al metro de la Pujades con Bilbao con el paraguas negro a un costado. El día estaba lo bastante nublado a esa hora para pensar que llovería nuevamente, pero no llovió.
Salir a la Pallars, cruzar a la derecha, entrar a la Rambla de Poblenou, siempre por la Rambla de Poblenou, siempre en esa dirección hasta el mar, pasar por la carrer de Pujades, la Llull, la del Joncar, pasar la carrer del Dr. Trueta, luego por la carrer del Taulat, y la Perelló, luego con cuidado atravesar la Passeig de Calvell, luego el parc, pensó el Faraón.
Salió del edificio en dirección a lo que organizó en su cabeza.
Ya habíamos vivido en Sants-Badal, en Clot y en el Raval, pensó, siempre buscando un lugar más cómodo para Clara. Ella sueña constantemente con encontrar un lugar en Pueblo Español o Gavà, pero ha sido imposible. Yo soy feliz aquí en Poblenou, me cautiva Poblenou, me cautiva su Rambla, ir al restaurante La Mar Bella o al Cala Blanca en Dr. Trueta me cautiva más; me cautiva el parc de Poblenou y que sus arboles tengan el aroma de la sal marina del mediterráneo.
Una carroza fúnebre cruzó por la carrer de Pujades y dobló en dirección al Cementiri de l´Est.
Que cosa es la muerte, pensó, espero que el fallecido no haya muerto en un accidente, porque es gramaticalmente la peor forma de morir. Es que, si murió de enfermedad dirán “a muerto de…”, y si ha muerto de viejo dirán “se murió de viejo”, pero si murió en un accidente dirán “¡se mató!”, como si se hubiera suicidado. Yo no quisiera que se pensase, si muero en un accidente, que me he quitado la vida, eso debe ser lo peor. Igual no es algo que piense muy a menudo.
Cruzó de la carrer de Llull a la Dr. Trueta sin prestar mucha atención. Recordó sin mucho entusiasmo que había tenido un sueño esa mañana, pero lo apartó rápidamente al verlos.
Dos jóvenes venían por la carrer del Taulat. Uno de los dos estaba terminando de contar al otro una cuestión sobre los tejados. El otro, que caminaba por el borde del andén, aunque a veces se veía obligado a bajarse alasfaltopor el exceso de transeúntes, lo escuchabaatento.
– Entonces te repito, no se puede escalar en esos techos de teja de corta, tienden a soltarse y causar alboroto cuando se rompen. Sube siempre por las de baldosa larga o las de cemento…, y fíjate que la casa tenga jardín. Casi siempre dejan comida y trastos en el jardín…te los puedes llevar.
– “Robar”, dirás.
– Sí: los dejan en el jardín, los desprecian.
– ¿Y esos techos de lamina de Zinc?
– Por esos no pases, suenan mucho.
– Entonces solo baldosa larga y cemento.
– Exacto.
– ¿Y si voy por uno de baldosa larga y me encuentro con que la siguiente es de Zinc?.
– Te bajas.
– Me descubrirán.
– No, eso no pasa.
– Prefiero encontrar una mujer que me mantenga.
– Es lo mejor–, exclamó el Faraón, que los había alcanzado.
– ¡Amigo!, qué bueno verte. – Ramsés era, de los dos, el especialista en tejados.
– Este sí que tiene experiencia en lo que digo.– Tausert era el otro, y reía.
– Yo amo a Clara, deja la tontería.
Fueron al parc de Poblenou.
El Faraón estaba de regreso a las diez y cuarto de la noche, un par de horas después del final de turno de Clara. Iba junto a Ramsés y Tausert, porque después del parc fueron al Cala Blanca y comieron del pescado del día.
Clara estaba en la entrada del edificio, viendo como un taxi se alejaba. Ramsés y Tausert desaparecieron cuando el Faraón llegó junto a ella. Clara le sonrió.
Subieron las escaleras. Ella llevaba el cabello mojado a un lado y los ojos adormilados. Había bebido, el Faraón lo notó porque erraba algunos escalones.
Entraron al apartamento.
Me permitiré hacer un breve inventario del lugar en que se encuentran el Faraón y Clara en este momento: Flores en la ventana, flores en la mesa, un escaparate atiborrado de libros mezclados entre leídos y por leer, uno menos; vinilos en la repisa, un paraguas negro junto a la puerta, la mesa manchada del comedor y, sobre esta, una botella de vino medio vacía; un cuartico de espigador lleno de fruslerías inútiles al fondo, un sofá de dos puestos, una mesita con un porta retrato tumbado boca abajo sobre la tabla; un aroma a perfidia, a perfume masculino.
Recordó entonces el taxi que abandonó el edificio cuando llegaba. Encolerizado y sospechando el delito, el Faraón fue a la habitación, estaba vacía, pero la cama estaba desarreglada. Entró al baño y tampoco encontró a nadie. Volteó al sentir el golpe de vapor de la ducha recién usada, advirtiendo al momento la pista que necesitaba para garantizar su sospecha. El vidrio empañado y la huella de una mano monumental.
Clara apareció detrás preocupada, pero el Faraón la miró con desprecio.
Desvanecido en sus celos la atacó, pero ella lo empujó y lo sacó a la sala. Él volvió a atacar, ella lo volvió a empujar y lo echó del apartamento.
Bajó las escaleras encolerizado. La huella colosal lo perturbaba, sabía que alguien había estado con Clara.
La huella, pensó, adonde gire me flagela, me deja su silueta ardiendo sobre mi espalda. Una huella de una mano…, una mano lo bastante grande para agarrar completamente un pecho de Clara. Huella, vestigio de un fechoría, rastro de un coloso animal salvaje, bestia.
Cruzó por un callejón intentando escapar de la palma verduga, pero se encontró con el Faraón. Presa del vértigo se tambaleó a la pared opuesta. El espejo roto en la pared lo reflejaba completamente. Estaba asustado. Acababa de entender el sueño que rehuía desde la mañana.
Empezó a llover.
El Faraón maulló.