Gian Carlo Macchi, arquitecto barranquillero nacido en Monza, Italia, dejó escrito su nombre en los libros de la arquitectura moderna de nuestra ciudad y en los de la pintura con acuarelas.
Por Álvaro Suescún T. – Especial para La Cháchara
Con el rigor de la disciplina y de sus convicciones, desarrolló un concepto del dominio espacial aplicable a la construcción de edificios, a la par que encauzaba a nuestros artistas en sus dinámicas alternativas pictóricas, a lo largo de más de treinta años, que produjeron resultados interesantes. [caption id="attachment_104020" align="aligncenter" width="570"]


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Set de pinceles y acuarelas de Macchi[/caption]
Su obra arquitectónica estaba fundamentada en el dominio de la impronta de Le Corbusier, desarrollada desde su propia perspectiva, así quedan grandes obras en la ciudad, fácilmente identificables, entre ellas los edificios de la rectoría de la Universidad del Norte, el del aeropuerto Ernesto Cortissoz y el de Gases del Caribe.
A grandes rasgos fue formulando sus influencias y sus preferencias, condensadas en algunos textos que deja escritos, así como en algunas conversaciones con el suscrito, suficiente material para un relato biográfico del cual dan cuenta las siguientes palabras en las que revela sus impresiones primeras a su llegada a nuestra ciudad, y sus acercamientos tempranos a nuestro entorno: “ … al barrio San Pachito llegué desde Italia el 21 de Mayo de 1949, en compañía de mis padres y mi hermana Giovanna. Allí estaba la empresa Marysol de propiedad de la familia del conde Matarazzo de Sao Paulo, Brasil y, dentro de ella, unas casas construidas especialmente para los funcionarios directivos, mi padre había sido contratado como técnico textil; para entonces yo tenía 9 años y viví en ese sector hasta diciembre de 1958.
Esta empresa ocupaba seis hectáreas, ahora solo queda una pequeña parte de ella convertida en bodegas, en el terreno restante, por allá en 1979 sin mal no recuerdo, se construyó el conjunto habitacional Villa Tarel, en ese gran lote de terreno se encontraban, junto a la nuestra, otras cinco viviendas en medio de una gran zona silvestre, en donde vivían las familias de los señores Renato Budelli, Guido Schwartz, Aurelio Tosti y Pepe Amaris.
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Mi padre amante de la naturaleza poco a poco fue cultivando una gran variedad de frutales, uva parra, higos, granadas, marañones, guindas, anones, nísperos, papayas, martillos, caimitos, guineos manzanos, cocos, limones y hortalizas diversas, todo lo que la naturaleza nos proporcionaba era compartido con otras familias italianas que nos visitaban, sobre todo, los domingos, recuerdo entre ellas la de Galiano Franceschini, propietario del famoso almacén “El pequeño París”, los hermanos Antonio y Vincenzo Gianneo que tenían una colmena en el mercado municipal, GuiglelmoMarconi técnico en electricidad que durante muchos años hizo el mantenimiento de las bombas del acueducto, Vittorio Caputo, el sastre que, muchos años después, confeccionó el liqui liqui que usó García Márquez en la ceremonia de la entrega del premio Nobel, el señor Franco Collavini, vinculado al Banco Sudameris, el ingeniero Giorgio Moro, socio del arquitecto Octavio Giraldo Maury, el señor José Gerosa, dueño de la empresa de alambres y puntillas Gerosa, resumo diciendo que toda la colonia italiana de la ciudad nos visitaba en ese pequeño paraíso terrenal que cohabitábamos con garzas, codornices, guarumeras, gavilanes, toches, canarios, cocineras, mochuelos y echavarrías, aves casi todas en extinción, muchas de ellas aupadas por mi padre, amante de la cría de animales domésticos exóticos pues, en mucho, le recordaban sus días en el norte de Italia pero, vaya paradoja, aquí más felices.
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Mi familia materna era de la toscana, región que perteneció antes del “RisorgimentoItaliano” al Estado Vaticano en unión de familias de condes, barones y príncipes. Los abuelos estaban al cuidado de un “potere” que era una parcela de algo así como dos hectáreas de la que se alimentaban sus ocho hijos de los cuales dos eran varones, y sus nietos. El propietario era un sacerdote con votos de obediencia, pobreza y castidad, sin embargo nunca respetó ninguno de esos compromisos pues no aceptaba sumisión a ninguna congregación religiosa, por asignación tenía un buen número de “potere” que lo hacían privilegiado en materia económica y, para remate, con él vivía una “sobrina huérfana” que parió cinco hijos por obra y gracia del espíritu santo. El “potere”, por su parte, era un rezago del modo de producción feudal que establecía para “el Señor” la propiedad sobre el terreno y la disposición de los bienes, los productos y hasta las personas que allí se congregaban. Mi madre me contaba que los domingos la familia obligatoriamente asistía a la misa convocada por el cura quien, previamente en la sacristía, recibía de su feligresía los huevos más grandes, los quesos que producían, y los mejores frutos que la tierra prodigaba. Estaba establecido por ese código económico que el producto obtenido era al partir, sin embargo la venta del producido era administrada en su totalidad por el religioso, de manera que si la cosecha era mala, él financiaba al abuelo y cuando era buena nunca alcanzaba para pagar lo adeudado, una suerte de esquema de producción bastante cercano al de la esclavitud en su máxima expresión de crueldad, en una época en que la mecanización todavía no había llegado al campo, de modo que las mejores tierras eran entregadas por sus propietarios a familias preferentemente con numerosos hijos, aquellas que tenían mujeres entre sus hijos aceleraban sus matrimonios para que sus esposos integraran su mano de obra en los cuidados de la tierra.
A la familia de mi madre entonces le preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, como lo explica el premio Nobel de Literatura José Saramago, “proteger su pan de cada día con la naturalidad de quien para mantener la vida no aprendió a pensar mucho más de lo indispensable”.
Aquella casa semicampestre que habitábamos en terrenos de la Marysol, con sus anjeos, sus pisos de baldosas de cemento y sus anchos ventanales de madera siempre abiertos a los vientos del río, era una construcción sencilla con tres alcobas y una cocina, rodeada por la naturaleza de manera que no tenía ni frente ni fondo, contrastaba, y de qué manera, con la casa del “potere”, de estilo románico de las épocas del oscurantismo, piedra sobre piedra, sin ningún tipo de ornamentación, ventanas pequeñas y sin vidrios, y sin sistema sanitario ni eléctrico. Había sido concebida para la producción, de manera que en el primer piso estaban los depósitos de las herramientas y los establos para dos bueyes que acompañaban las labores del arado y una vaca de la cual tenían el privilegio de tomar, para su beneficio, un litro de leche a la semana. En el segundo nivel un comedor y dos cuartos servían para acomodar sus moradores, no me cabe en la mente cómo 25 personas podían dormir en ella, lo que si me trae al recuerdo es la hermosa visión del cielo raso tupido por alambradas de las que colgaban en invierno los frutos secados al sol: tomates, pimentones, higos, manzanas, uvas, ciruelas, mazorcas de maíz y, decorando las paredes, las tinajas repletas de aceitunas, aceite de oliva, granos, castañas, vinos, y otros productos resultados del sudor de la frente de todos, absolutamente todos, los integrantes de aquella familia, hombres, mujeres y niños.
De ahí que me fuera tan útil, en mi experiencia barranquillera, entablar amistad con Eraclio deLa Hoz, un tubareño de raza mocaná, del cuerpo de vigilancia de Marysol, a quien le fue concedido permiso para organizar una roza. Si mis padres transmitieron en mí los rudimentos de la agricultura en Europa, con el señor De la Hoz aprendí la relación que cada hombre debe tener con la naturaleza, muy propia del nativo americano, así me relacioné con la siembra y cosecha de yuca, millo, maíz y guandú, me enseñó de las trampas para cazar animales y a ser diestro en el manejo del machete, todo en ese cuadrante de tierra en forma de manzana copiada del paraíso terrenal. En contraposición a esta relación con el mundo agrícola, tres veces por semana visitaba al señor Guido Schwartz, con quien, durante una hora, escuchaba música de Chopin, Bach, Mozart y Beethoven, era la respuesta a la música popular que se oía por San Pachito, fue él quien me introdujo en los primeros conceptos filosóficos de los grandes pensadores de la humanidad. Mis otros maestros naturales fueron mecánicos, carpinteros, torneros y electricistas encargados del mantenimiento en los talleres de la empresa, a quienes frecuentaba dos veces por semana después de mi jornada en el colegio Biffi, llegué a manejar como experto la soldadura, el torno y las herramientas de ebanistería, de manera que, a los 12 años, la empresa me cancelaba , en compensación a mi productividad, la suma de 20 pesos, una fortuna para un jovenzuelo. Los fines de semana y los días de fiesta me integraba al barrio San Pachito. Eran épocas de juegos sencillos: el trompo, la bola de uñita, el juego de la chequita, la carrucha, la bola de trapo, volar cometas y cazar lobitos, practicarlos era el común de los niños en la calle, el estadio más hermoso de los recuerdos. Allí era conocido como “Gianco” y aún hoy alguno de sus habitantes me saluda por ese nombre haciéndome sentir de inmediato un reencuentro vivo con el pasado. Muchas veces cené en las distintas casas de los trabajadores vinculados a la Marysol, de grata recordación era cuando en la dieta que preparaban, por mi origen italiano incluían espaguettis con salsita de achiote en contraposición a la salsa bolognesa que mi madre preparaba.
En compañía de adultos mi padre me permitía asistir a los partidos de béisbol en el diamante de la María, recuerdo entre aquellos grandes peloteros al venezolano Dalmiro Finol, los norteamericanos Nakamura, Horace Garner, el cubano Antonio “Loco” Ruiz y los colombianos “Chita “ Miranda y el “Rocky” Núñez.
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