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Galeotes

La eternidad es inmóvil; el tiempo, pasajero, a pesar de ser infinito ya él mismo y no entra en la eternidad.

Por Leo Castillo
Ilustración Turcios

Antes de dormirme quisiera dejar escritas unas líneas que no aspiran a ser tenidas en cuenta por nadie. Un elemental ejercicio ensimismado en que me pregunto por las razones de la vida. ¿Para qué se vive? ¿Vale la pena vivir? ¿Si supiera lo que iba a ser esto habría aceptado venir al mundo?

Creo que a partir de estas tres preguntas puedo sacar de mí dos o tres cosas y dejarlas en claro. Para la primera pregunta, ¿para qué se vive?, tomaré el caso de un escritor al azar, alguien que vive para escribir o que escribe para vivir también es decir, escribe para no morir de algo indefinido, de terror –horror vacui, pongamos-, de hastío, de una abisal sensación del sinsentido esencial de estar aquí haciendo una especie de fila esperando que llegue el turno de cosas como la enfermedad, la vejez y la muerte.

Vivir para escribir suena extraño, como si un árbol viviera para parir hojas que en seguida morirán y caerán en un vacío absoluto y sin retorno a algo. Serán nada, igual si tienen cuerpo (peso, color, forma. Si está muerta la hoja es un emblema de la nada.) Pero, ¿el solo hecho de estar viva la hoja, vivo el árbol los redime en algún momento de ser nada? Millones de siglos preceden a los días en que la hoja vive, millones de siglos vendrán en seguida de su vida. ¿No es también nada ese microscópico lapso de tiempo en que pasa de la nada a otra nada la hoja, el árbol, el hombre? Pero pasar de la nada a la nada en tan breve instante, ¿implica salvar la nada? No parece sino que se tratara del ademán de fantasmas una vida de cien años en el caso del hombre, de mil años en el caso de un árbol como la bonga, pongamos. Intentar dar importancia a semejante brevedad fantasmal es como si a una distancia de un millón de kilómetros de la orilla ante un océano infinito un hombre miope «viera» a un arenque trazar un arco plateado en el aire al saltar del agua y en seguida desparecer en el océano. No existe ningún ojo capaz de tan siquiera ver realmente en medio de semejante inmensidad ese efímero e infinitamente minúsculo trazo luminoso, apenas sí imaginable. Ahora bien, en caso de que lograra imaginarlo, cosa infinitamente más probable que la posibilidad de verlo realmente, si el ojo lo imagina, no lo ve, ¿cuánto tiempo permanecerá en la memoria de ese hombre miope el trazo imaginado? Pues la vida de un hombre es infinitamente menos real que la visión imaginaria del miope, toda vez que el espacio del océano, del universo en que viene presuntamente a ser el hombre es infinitamente más infinito que toda idea de infinito, y la «duración» del tiempo en que dura su existencia es eternamente más eterno que toda imaginable noción de eternidad, es decir, de una especie de inmovilidad del tiempo en que lo que se mueve no tiene cabida alguna. La eternidad es inmóvil, el tiempo, pasajero, a pesar de ser infinito ya él mismo y no entra en la eternidad.

Pero volvamos a nuestro escritor que quiere creer que vive por algo o para algo, ya que ni siquiera aspira a vivir por el elemental hecho de haber venido y hallarse en el mundo, si es que en verdad alguien se halla en alguna parte, teniendo en cuenta el carácter efímero de este hallarse. Vivir por algo, ¿cómo puede ser posible si no vive por la vida? La vida es un poco más completa, digamos, o compleja, o compuesta, mientras que ese algo es pobrísimamente simple: escribir. Eso es inmensamente más insignificante, se supone, que vivir, dado que para escribir hay que vivir, mientras que para vivir no es conditio sine que non escribir. Millones viven sin escribir, eso está claro, mientras que ni uno tan siquiera escribe sin vivir.

Pongamos que nuestro escritor se llama Kafka, se llama Borges, dos árboles muertos cuyos tallos, ramas y hojas han quedado flotando en una nada sin ellos. Estas hojas, estas ramas quizá fueran algo en la nada de ellos, pero sin ellos ya no son algo ni siquiera en sus nadas. ¿Vivieron para dejar esas ramas, ese tallo, esas hojas? Pues tanto da que no hubieran vivido en absoluto, porque el sol mismo es un fantasma a punto de desvanecerse. Lo es la tierra con cada gusano y grano de arena que la conforman. Es un hecho que de la tierra no quedará rastro, ni del sol. ¿Qué decir de las hojas muertas del árbol, de Kafka, de Borges? Nada.

Paso a la segunda pregunta, relativa a eso de si vale la pena algo, la nada que es todo algo, la nada vida. ¿Qué significa que algo valga la pena? Pena significa trabajos, dolores. Cuando de algo decimos que vale la pena significa que un capital de dolores no estará mal invertido a su cambio. Pero como la vida es dolor y trabajo (a despecho de las recompensas o salario que se devengue), tenemos que la verdadera pregunta no es si vale la pena vivir, sino si vale la pena la pena. Si valiera la pena vivir, ¿quién querría venir a padecer a cambio de trabajos? Si la recompensa, la pena por la que vale la pena vivir es algo concreto, por ejemplo, la escritura de un libro, su publicación, reconocimientos, publicidad de la persona o fama que llaman, la gloria si quieren llamarlo así… ¿no es una miseria de paga ésta de invertir algo complejo como la vida, tan inagotable en detalles, a cambio de un detalle (la fama, el dinero a cambio de una obra literaria)? La pena (la vida) que valdría esta recompensa sería un precio demasiado elevado. Una especie de todo a cambio de una minúscula parte, una parte más efímera que la tierra, que el sol y que de paso se engulle la efímera pena primitiva (la vida.) No es, me parece, el gran negocio. En este sentido, vivir para escribirla es la gran gilipollez de las gilipolleces concebible. Lo mismo vivir para tener un hijo, una hija, que a su vez son fantasmas que se disolverán en la nada. Y así todo por lo que se viva no vale la pena. La pena no vale la pena, ni vale la pena tampoco la pena. La vida no vale la vida, es lo quería venir a decir. La paga por escribir, el escritor debiera decir pues a la vida que se guarde en el culo. Lo mismo a la sociedad de los hombres: métanse su paga por la escritura en el culo. A la vida, métase su paga por vivir en el culo. Y a la nada, nada. Su nada.

Tercera y última: si se me mostrara lo que es la vida antes de vivir y me propusieran la posibilidad de venir al mundo o declinar vivir, no lo pensaría siquiera. ¿Qué saco yo con vivir? Si vengo de mi dulce nada a la dulce nada vuelvo. La dulzura y dolores de la vida, habida cuenta de todo lo arriba establecido, nada son. Son nada. Ni siquiera los dolores tienen peso. La pena –la vida- a cambio de la cual se vendría a penar, a vivir penando, es pura y física nada. ¿Para qué cambiar la nada por una nada? Creo que se vive por miedo, por la pena de vivir y la de morir. Se vive por morir o al menos para morir, lo cual es más categórico. Amar la vida, la pena de penar, es tanto como amar la muerte de la nada: una quimera. Dejar la nada por la muerte de la nada (por la vida), es un contrasentido. La nada no la muere la vida.

Si me dijeran en la nada antes de esta otra nada que viniera a vivir para escribir y a escribir para vivir, hubiera declinado semejante penar. Es de galeote la paga de la vida a cambio de escritura, es ser un vil asalariado escribir para conferir sentido a la pena de vivir. Kafka y Borges son dos casos de desengaño lúcido, de estoica asunción de la pena de ser el fogonero, el de la pena que se paga en galeras, la vida. Fogoneros, galeotes, ay, hombres, todos, pagando de la pena la pena.

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