Crónicas

El Son regresó la alegría que a Cuba se le perdió

Los músicos de Buenavista Social Club nunca se dejaron quitar la alegría del alma, pese a que hasta los instrumentos tuvieron que vender por culpa del Comandante.

Escrito por: Adlaí Stevenson Samper

Experto musicólogo, periodista y abogado barranquillero.

Cuando Fidel Castro empieza su campaña depuratoria contra los intereses norteamericanos en Cuba tras el triunfo de la revolución en 1959, uno de los sectores claves de ese ataque recayó sobre los casinos, controlados en gran parte por el mafioso Meyer Laski, así como los bares, burdeles y cabarets.

Fue una operación de asepsia social pues se pretendía erradicar los males sociales del capitalismo representados en los tahúres, las prostitutas, la jarana nocturna y la vida de rumba que era atractivo para propios y extraños.

[caption id="attachment_3253" align="alignleft" width="300"]Carlos+Puebla+ep000608_1 Carlos Puebla[/caption]

Aparece entonces el cantor de la revolución, Carlos Puebla, con unos sonoros golpes de pecho justificatorios frente a lo que se avecinaba.

Una estrofa relevante de una de sus canciones más conocidas dice: “Se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó a parar”.

Un cese terrible en la agitada vida nocturna habanera que obligó a los músicos y a otros empleados vinculados a esas actividades a desfilar en son de protesta sobre sus condiciones de trabajo disminuidas, obviamente sin ningún resultado.

Además, que no fue una operación de buen recibo entre los noveles dirigentes que seguramente vieron elementos desestabilizadores a los que era necesario aplicar medidas profilácticas.

El Son se fue de Cuba

Llegaban otros tiempos y paradigmas de construcción de los ideales socialistas de Castro y sus barbudos que se reflejaban en la música. Fue un cambio entre el mundo nuevo que se avecinaba y que ameritaba una música que lo representara; y un cese radical del viejo orden, con sus guaracheros, el ron y las putas de mano en las noches habaneras que había necesariamente que dejar atrás.

Un oprobioso pasado que fue lo censurado del cortometraje PM de Sabá,  hermano del escritor Guillermo Cabrera Infante, por mostrar exactamente la realidad de la jarana de los noctámbulos alrededor de las cantinas del puerto de La Habana.

Todo había cambiado, pero ese mundo tan moralmente combatido, seguía intacto. La película, sin narrador, muestra un barquito que hace recorridos entre Regla y la zona portuaria de La Habana en donde los músicos siguen tocando sus sones en medio de épicas borracheras mientras las caderas de las mulatas revolotean entre el humo del cigarrillo. Un panorama nada revolucionario ni aleccionador sobre los “nuevos” valores de esa sociedad.

En su lugar, se instauró una música que mostraba cierta tristeza de espíritu, una melancolía política infinita sazonada con cantos de amores náufragos, de fe en los triunfos de la revolución y certeza en la posibilidad de construcción del hombre nuevo.

De allí que cuando todos estas orquestas y soneros desaparecen de la escena y ante el exilio de algunos de ellos, cuaje el concepto: “El son se fue de Cuba”.

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La nueva trova, el nuevo orden

Entonces aparece el rótulo identificatorio de los paradigmas de los tiempos socialistas: la Nueva trova cubana.  Nueva contra los viejos trovadores alistados en las lides de la rumba y que eran consecuencia de una pasado al cual era mejor pasarle piadosamente la página.  Nueva, para oponerle al viejo orden derrumbado. Nueva sonoridad para que el pueblo se acostumbrara al óptimo afán del civilizador en establecer un orden social con sus valores axiológicos en donde no cabía la rumba ni la alegría. No señor, este era un error de los viejos tiempos y ahora la alegría estaba en los proyectos quinquenales recogiendo caña, tumba la caña, machetero, tumba  la caña, y en no perder de vista el aire internacionalista y proletario que debería reflejarse en construcciones sonoras estéticamente impecables,  sin tanto negro dándole duro a los cueros, una balada “bella” que acogiera la perspectiva de la nueva Cuba. Para eso se encontraban los consentidos músicos del régimen, toda la Nueva Trova.

Tres tristes tigres

Gran parte de los músicos cesantes de las esplendorosas noches de La Habana antes de la revolución – descritas con toda gracia en la novela Tres Tristes Tigres, de Guillermo Cabrera Infante -, los mismos del famoso paro a inicios de la década de los sesenta, quedaron con 40 años de tiempo muerto rebuscándose en los más disimiles oficios. Lustrabotas, vendedores de baratijas, guías de turistas, jugando dominó para matar el tiempo antes que este decidiera lo mismo con ellos. Lo que siguió vendiéndose como imagen de la música de la revolución fue la Nueva Trova y después, tras ellos, los evadidos de la orquesta cubana de música moderna pues decían -oficialmente- que hacían de todo, menos el odiado jazz de los odiados norteamericanos.

Ante los éxitos de Irakere, esta puerta internacional se abre por el lado más inusitado conviviendo con la nueva trova: los cubanos metidos en las ligas del jazz hablando alto.  Especulando con el virtuosismo musical de un modo tal que los mismos norteamericanos le ofrecieron su apostólica bendición de manos de Dizzy Gilliepie. Algo así como «¡Vengan muchachos, que a nosotros no nos interesan esos cuentos políticos sino la buena música!»

La Buenavista Social Club, a la vuelta de la esquina

Pero los músicos de la generación del treinta, el cuarenta  y el cincuenta seguían jugando dominó. Varados en Varadero. Saliendo de paseo y saludando en las calles a los que se acordaban de su existencia. Hasta que Ry Cooder, un guitarrista norteamericano vinculado a la corriente del World Circuit (músicas del mundo) se le ocurrió un encuentro de músicos de Malí con cubanos y quedó con los crespos hechos pues los africanos nunca llegaron. Pero vislumbró una solución viendo la calidad de los músicos convocados, todos esos viejos con toda la sapiencia y el sabor, auténticos sobrevivientes de una época inolvidable en la cultura de la isla y por el cual todavía era recordada internacionalmente.

Ese es también el imaginario que explota el cineasta alemán Win Wenders en su película proyectando un mundo “tapado”, insólito, de esos viejos héroes musicales mostrando sus talentos, y que pese a la suma de los asedios, proseguían absolutamente intactos.

Este fue el inicio del proyecto «Revival» de Buenavista Social Club, un susto para los «entendidos»,  pues vino a demostrar la perfecta inutilidad  de todas las propuestas de montar un sonido nuevo que fuese el sinónimo sonoro de la revolución. Todo el viejo pasado musical mostraba su increíble vitalidad y lo peor, con éxito de público y de ingresos económicos.

Se grabaron más de 50 CDs. Una autentica avalancha internacional que sacó al ruedo a más de tres proyectos de Buenavista Social Club de forma simultánea que empezaron a rodar por festivales de todo el mundo. Hasta que por la avanzada edad de sus integrantes uno a uno fueron falleciendo y dejaron sin sus componentes esenciales la reunión, pues nunca fue orquesta formal como tal, ni tampoco fue la invención de un sonido «nuevo» que era exactamente lo último en el mundo que se les hubiera podido ocurrir.

Fue más bien una propuesta conjunta desde la experiencia de todos estos veteranos. Una alegre manera de decir que todavía estaban vivos, todavía les sobraban ganas y sobre todo la convicción de una re afirmación: nunca les pudieron apagar la alegría pese a las circunstancias de cambios políticos que no los favorecieron muriendo sonreídos de la gloria recuperada.

Al final lloran los cantantes Omara Portuondo y Compay Segundo cuando cantan a dúo la canción Veinte años atrás, aunque fueron muchos más. Lloran, en una mezcla de añoranza y alegría, llanto distinto al de aquellos nuevos trovadores que ni sonriendo disimulan la tristeza. Todo un tiempo y una época musical el de Buenavista Social Club, finalmente recobrado.

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