Crónicas

El sendero de piedra que conduce al paraíso

Por: William Castro Atencia.

Caelum fanum

Allá donde se levantan capillas en vehemencia de la Santísima Virgen al tiempo que persiste sobre las piedras la memoria de nuestro pasado colonial, existe un lugar situado por encima de las nubes que comúnmente veríamos pasar desde cualquier otro municipio del Atlántico, pero que aquí resultan ser ellas las que nos observan y sonríen desde abajo, cada vez que paramos a saludar a un tubareño con la misma calidez del trópico que nos caracterizaba hasta antes de la pandemia. 

Eran las siete de la mañana cuando salía de Barranquilla montado en un bus de Juan de Acosta con destino a El Morro, corregimiento del citado municipio posterior a Puerto Colombia, donde se accede a través de una trocha a la vera del camino a seguir después de bajarnos, y que casi dejé pasar con mis amigos Jaider y Beatriz, sino fuera por la agudeza de Enrique, nuestro guía acompañante de esta aventura senderista a la que también y se había unido Antonio, su fiel practicante. 

Apenas 3 kilómetros nos separan de la civilización amante de la arepa dulce de maíz acompañada de un café tibio en horas de la madrugada, donde el sol no obstante y desde ya concentra sus poderosos rayos sobre la Ensenada de Treball, hoy conocida bajo el nombre comercial de Puerto Velero, luego que un barranquillero de nombre Alberto Salcedo Gutierrez llegara a montar una casa destinada a la labor de los pescadores de la zona, hasta años más tarde, tras reconocer el valor turístico de la misma, aperturar un hotel de nombre «Velero» con las mejores condiciones y espacios para todo público, que solo hasta el año 2012 logró impulsarse al Cielo con el arribo y gestión del Club Náutico de la marina.

Sobre el camino iban apareciendo numerosos altares a María que sabíamos encontraban su término en un Santuario erigido contra viento y marea a principios de siglo, producto de constantes peregrinajes y solicitudes de los habitantes, que hasta el 2018 vivieron convencidos de la anécdota del párroco español que en una de sus odiseas acabara por apropiarse de estos caseríos denominados por él mismo como “El Cielo”, cuando en realidad El Cielo le pertenece a una familia apellido Blanco, que con alrededor de 60 integrantes conforma hasta la fecha este lugar elevado a más de 100 metros de altura.

Hacia El Cielo se accede sobre el designio de unas escalinatas de espaldas al Río, quien baña diariamente la espesura de este paraje ocupado por las burras y terneras del cacique, mezcla de alisios y rocíos que aparecen por sorpresa entre la bruma. Remontado el cerro, veo exhalar tempranamente a mis colegas mientras, por azares de Sísifo, presencio a los niños que juegan a subir y bajar, sin descanso alguno.

Hidratados por los bolis de mora y tamarindo, procedemos nuestra ruta por el trecho que conecta con el que fuera en el pasado el principal asentamiento mokaná, un pueblo «sin plumas» nacido a orillas del río Magdalena, acreedor de una lengua malibú de tradición escasamente documentada por la antropología atlanticense, conducida por la batuta de instituciones como el Museo Antropológico de Galapa, donde se exhiben partes de sus artesanías prehispánicas que encierran su cosmovisión sobre la caza de animales y la importancia de la mujer dentro de la cultura. 

El paraíso perdido

“Petroglifo de la antigua etnia mokaná, piedra enorme recostada sobre el lecho del arroyo kasmhashoru (lugar tranquilo de U)”, reza el aviso de ingreso a la Piedra Pintada, que también advierte sobre la peligrosidad del sendero de menos de 1 km inclinado, al que sin embargo los excursionistas o estudiosos prefieren visitar en épocas de invierno. Una vez que entramos nuestro guía -de raíces arawak- nos exige encarecidamente guardar respeto por la naturaleza que se acerca lentamente para hacernos escuchar su tonada compuesta por el aullido del mono cotudo, antecámara al concierto de serpientes y salamanquejas que reptan acompasadas por el canto de las aves.

De charco en charco, resonaba en nuestros cuerpos aquella melodía imposible de atrapar de no ser en sueños: El silencio. Poco a poco y ahora cada paso que daba se prolongaba en el vacío, desvaneciendo esta tierra que alguna vez fue transitada por mi otro yo, el nativo, el boga, el caraïbe, del que hoy solo quedan vestigios. De repente sentí la imperiosa necesidad de recargar energías, casi al unísono de mis compañeros que se aferraron al roble más antiguo, entregando sus corazones en un abrazo que agradece «este ritmo tan importante -dice Fernando Gonzáles- para la economía del universo«.

Sin darnos cuenta, habíamos dado con la piedra enmarcada de símbolos que representan el legado ancestral de nuestros antepasados, a través de elementos como vasijas, entierros con osamentas humanas; flautas, cuentas de collar, zumbadores, narigueras, hachas, pilares, arcos y flechas alusivas a la naturaleza, la caza, actividades sociales y míticas de esta comunidad de indígenas que, pese a la posición que algunos de ellos ostentaran en el seno de la actual politiquería, no pudo evitar que hace unos años personas malintencionadas llegasen a profanar este paraíso con unos garabatos hechos en piedra caliza que hasta la fecha malogran el monumento sagrado.

¿Quién fuera a creer que un día alguien se tomara la molestia de recorrer todo este trayecto solo para dañar a su albedrío un objeto milenar? Pues muy desocupada sí estaría esta persona, que luego y para devolverse optaría como nosotros por tomar el camino largo de la deshonra hacia Juaruco, corregimiento a unos 3 km de distancia al que descenderíamos con la ayuda de un «chance» justo en la finca del señor Rafael, donde decidimos hacernos de algunas provisiones entre las que resaltan los palitos de matarratón, roble y laurel que Bea logró llevarse tras convencer a los propietarios.

Con rumbo hacia el corregimiento de San Luis, cabe preguntarse esta vez por las diferentes transformaciones que encauzan los sentimientos del migrante, al verse a sí mismo implicado en un viaje del que guarda parcial o completa incertimbre por el destino al que se aproxima, y que en nuestro caso se manifiesta por medio de conversaciones trazadas por el mamagallismo y la puesta en escena, alimentadas por las propias experiencias de subir al Cielo y descubrir que para ello se necesitaba más que «solo una mirada tuya, niña bonita, niña bonita«; o bien, divagar en torno al sendero de peñones que desde un principio nos vienen advirtiendo «pisar con mucho cuidado», cuando en realidad y no he salido del «rasguña las piedras» que por acá me sugiere cierto compositor argentino…

Paraíso recobrado

Luego de 7 km transcurridos en el período de una hora, vuelve el paraíso de piedra a posarse ante nosotros a manera de Corrales de San Luis, cuyo encanto, más allá de las aguas en sí, se debe a la singularidad del placer que provoca refrescarse en esos círculos acuáticos, después que el cuerpo viene de enfrentar largas y ardientes caminatas que ahora desea aliviar sumergiéndose en alguna de las pozas que nos ofrece el chorro y el candil.

Mas de pronto uno de los impedimentos a la hora de descansar en el Corral, sea la profundidad que este suma desde antaño al acrecentarse los afluentes de agua por motivo del evidente calentamiento global que atraviesa el planeta, y que muchos siguen ignorando cómo, por ejemplo, ha ido derritiendo los picos de hielo en la Sierra Nevada, hasta el punto de sobrellenar este espacio que a más de uno debora sino es porque se aferran a las orillas musgosas o permanecen al margen de las piedras pintadas.

Sin embargo, hay quienes aún se arrojan desde la cumbre donde cae un arroyito de piedra, y que resultan ser luego impulsados a la superficie por efecto de la fuerza centrífuga que hace años -cuenta Enrique- le jugara una mala pasada a un hombre que por demorarse tanto en salir acabara siendo aplastado por el cuerpo de otro clavadista, que sin querer y en su distracción lo mató en el acto.

La satisfacción volvería por cuenta de un sancocho de gallina que Jaider se habría encargado de ordenar a las cocineras locales, quienes muy cordialmente se acercaron a atendernos en trajes de baño y húmedos del chapuzón que nos secaba la tarde. Gasolina que se propaga en nuestras últimas derivas por Playa Escondida, una parte del reconocido embarco de Puerto Caimán, donde la soledad habida a lado y lado nos transmite la sensación del naufragio sufrido por sus anteriores ocupantes tras el paso de los españoles que en 1533 arrazaría hasta el último poblado de Puerto Oca.

Fue la toma del conquistador Pedro de Heredia la causante de estos destrozos del pasado, en los que también fuera partícipe el cacique Cambayo de Mahates, (ambos procedentes de Cartagena), quien aprovechó las enemistades que sostenía con el español para llevar a cabo su cometido. Alertados de que iban a ser atacados por los indios de Mahates y el ejército de Heredia, los habitantes de Oca huyeron hacia el refugio de Zipacoa (Bolívar), en el instante que sus chozas y pertenencias terminaban siendo completamente quemadas esa noche de asesinatos a sangre fría.

En pleno siglo XXl, vuelven a ser importantes para este heredado gobierno los habitantes de Tubará, Baranoa, Galapa, Cibarco y sus alrededores, gracias a la comercialización de los productos agrícolas como el millo, el algodón, la yuca y el guandúl que desde el Atlántico se transportan a ciudades vecinas, generando así el atractivo turístico del que hoy en día vemos sacan partido estas riquesas naturales y paradisíacas halladas en conjunto: Las playas de Caño Dulce, Playa Medonza, Playa Tubará y Palmarito, en las que, como en Puerto, dejaron hace rato de avistarse caimanes.

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