
Por Dyekman Rangel
“Todo tiempo pasado fue mejor” es, tal vez, uno de los aforismos más repetidos, y más criticados, en la historia de la humanidad. Sin embargo, esta frase sigue apareciendo una y otra vez en conversaciones de café, columnas de opinión, canciones y hasta en memes.
En mi caso, esa expresión comenzó a tener otro peso cuando descubrí que lo que extrañaba del pasado no era la música misma, sino el modo en que la escuchaba, sin entender muy bien por qué.
Hoy vivimos una era donde la virtualidad lo ha invadido todo. Lo físico, los objetos, los gestos, los rituales… Eso se ha vuelto lo raro, lo exótico y, en muchos casos, lo más valioso emocionalmente.
En el caso de la música hoy podemos escuchar cualquier canción, de cualquier parte del mundo, en segundos. Desde el éxito número uno en la India hasta el nuevo sencillo de un artista independiente de Japón y, si uno se lo propone y tiene las herramientas digitales adecuadas, incluso podría averiguar cuál es la canción más escuchada en Corea del Norte. El acceso es total. Libre. Casi gratuito.
Con la aparición de plataformas como YouTube, Spotify, Tidal o cualquier reproductor digital, se ha facilitado una experiencia musical sin límites. Pero, al mismo tiempo, esa accesibilidad ha ido arrinconando a los formatos físicos. Primero fue el CD quien desplazó al casete, y luego ambos parecieron enterrar al viejo y querido vinilo.
El vinilo está de regreso
Contra todo pronóstico, el vinilo no solo sobrevivió, sino que regresó, con fuerza, con dignidad, con ese encanto que solo tienen los que supieron esperar su momento.
Nadie se lo vio venir. Ni siquiera el más romántico de los coleccionistas. Pero ahí está: el disco de vinilo ha recuperado una importancia cultural, un valor simbólico y económico que creíamos perdidos. Según la consultora Futuresource, en 2023 las ventas de vinilos crecieron un 10 % respecto al año anterior, alcanzando los 106,5 millones de unidades vendidas en todo el mundo. Eso representa unos 3,3 billones de pesos colombianos. En 2024, la tendencia continuó con un incremento del 6,4 %.
¿Y por qué alguien pagaría hoy alrededor de $100.000 por un disco de 7 u 8 canciones si puede acceder a toda la música del mundo por $30.000 al mes en Spotify? La respuesta a esta pregunta no es racional: es emocional.
Pedir un disco. Esperarlo. Abrir con cuidado el empaque. Observar la portada como si fuera una pintura. Sentir el peso del vinilo entre las manos. Colocarlo en el tocadiscos. Limpiarlo. Y, por fin, posar la aguja sobre el surco y dejar que suene. Ese pequeño ritual es, en muchos sentidos, un acto de resistencia. Una forma de decir: “Quiero escuchar con todos mis sentidos”.
Y no se trata solo de nostalgia. El vinilo también representa una manera más justa de consumir música. Cuando compras un disco de un artista independiente, estás haciendo algo más que escuchar: estás apoyando activamente. Estás poniendo tu dinero, y tu atención, en lo que valoras. Porque en un mercado digital cada vez más injusto con los músicos, cada vinilo vendido es un voto contra la industria que reduce a los artistas a métricas, algoritmos y reproducciones.
Contrario a lo que se cree, para que los artistas puedan vivir de los streams de las plataformas digitales implicaría un gran número de reproducciones, haciendo de este un sueño utópico para el 99,3% de artistas que suben su música a Spotify puesto que, en 2021, el 0,7% de los artistas concentraron el 90% de los pagos realizados por Spotify, según datos de IGroove, datos que al día de hoy no han cambiado mucho.
Comprar y vender discos hoy no es una moda, sino una forma de emanciparse de esas fuerzas invisibles que moldean nuestros gustos y nos empujan hacia la homogeneidad.
Es elegir lo tangible, lo lento, lo cuidadoso; esto es un gesto de anticultura.
Es regresar a la escucha pausada y consciente, donde la música deja de ser un simple acompañamiento para convertirse en la verdadera protagonista del momento, reclamando toda nuestra atención.
Sobre la esclavitud artística a la métrica digital del siglo XXI escribiré más adelante. Por ahora, solo quiero dejar constancia de algo que para mí es evidente: lo físico volvió a tener sentido. Y en el centro de ese regreso está el vinilo, girando a 33 o 45 RPM, como un planeta rebelde que nunca dejó de sonar.