El via crucis de dos penitentes del periodismo, la Semana santa y una cerveza para la reflexión.
Por: Melissa Ochoa Fotografía por: Antonia Zennaro
Una semana después de la Semana mayor, llega la verdadera reflexión a mi cabeza, y todavía me pregunto a qué es a lo que tanto debemos dedicarnos toda una semana, que no nos pueda tomar una vida entera.
Al lado de una cerveza fría con nombre de héroe de antiguas cruzadas religiosas, el debate continúa desde mi mirada espiritualmente barranquillera, esta vez, junto al enfoque de una documentalista europea que encontré en mi constante camino a la reflexión.
Ninguna de las dos planeamos ir al mismo lugar en donde nuestra enigmática curiosidad coincidió; sin embargo, de vuelta a la ciudad a la que por estos días llamamos hogar, compartimos inquietudes sobre un pueblito de mi departamento llamado Santo Tomás, en donde la gente desde hace varios años se ha encapuchado y azotado como símbolo de un pacto de fe, y cómo, desde aquellas vivencias que han moldeado nuestra formas de ver la vida, nos hacen interpretar aquella tradicional práctica que National Geographic una vez tituló “Fe Extrema” para uno de sus capítulos de Tabú Latinoamérica, y que Antonia y yo recapitularemos en esta crónica de campo, yo a través de mí derroche de letras y a Antonia desde algunas imágenes que nos presenta a continuación.
Una vez soñé que estaba en una playa que parecía el set de una película de la guerra de Vietnam, en medio de minas explosivas y cercos de alambre de púas, esos que utilizan en un campo de guerra, un grupo de personas, en su mayoría jóvenes y adultos mayores, danzaban al ritmo de la música electrónica más estridente que pudieran imaginar y se azotaban con extraños látigos que parecían no causarles dolor, eran algo parecido a los látigos de los penitentes que han hecho tan famoso al municipio de Santo Tomás, en el Atlántico.
En el sueño, yo estaba en medio de esas personas sin poder seguir su paso, ni comprender cómo parecían disfrutar cada golpe que ellos mismos se daban. De repente, uno de eso individuos me alcanzó con unas extrañas espuelas que tenían látigos en la punta, que lucían como si pudieran arrancar la carne, aunque ellos lucían intactos, a mí en cambio me partió la boca y por más sueño que fuera puedo decir que me dolió ¡Sí que me dolió!
Así que estaba aún más impresionada de que ésta gente se auto flagelara así mismos por simple gusto hasta el punto de casi gemir de placer, como si se tratará más de las 50 sombras de Grey, que de la pasión de Cristo, cuando de repente, otro sujeto me escondió en un lugar seguro hasta que pasara la locura de aquella frenética escena y mientras yo miraba por la rendija de una puerta vieja, una voz me decía claramente al oído algo que al igual que aquel dolor que me rompió la boca jamás he podido olvidar: ¡Eso son los látigos que tanto le gustan al mundo!
Esa anécdota espiritual y personal que hoy hago pública, además de mi extraña relación y fe en los sueños, fue la que me llevó a ese lugar. La verdad, quería ver si los látigos eran los mismos que yo había soñado aunque me quedó difícil comprobarlo, no vi a un solo penitente en acción, ya que no llegué tan temprano al pueblo de Santo Tomas y tampoco me arrepiento, al fin y al cabo estaba en una semana (Para mí) de descanso y quería disfrutar del caluroso y desértico paisaje del Atlántico.
Tomé tres buses para llegar allá, y a eso de la 1:30 de la tarde ya estaba yo en la plaza del pueblo, ante una obra de teatro acerca de El calvario de Jesús, rodeada de curiosos, feligreses y vendedores ambulantes que buscaban su «milagrito» en uno de los días más comerciales de Santo Tomás.
En la iglesia Católica central, a la que decidí entrar para esconderme del abrazador sol, más que por escuchar el sermón, había varios arreglos de flores y velas frente al altar con una gran cruz sobre la que se citaba una súplica divina “Misericordia quiero, no sacrificio”, ya que la iglesia (El vaticano) no acepta ese tipo de prácticas como actos litúrgicos propios, y sin embargo, salí del sagrado templo con la intención de toparme de frente con uno de estos personajes que esperaba fuera el protagonista de esta historia, pero a quien encontré fue a una fotógrafa italiana con quién tan solo había hablado una vez hacía ya unos meses atrás al salir de la Cinemateca del Caribe. De ella solo recordaba que era de procedencia italiana y que hablaba muy bien el español, ni siquiera su nombre, aunque me le acerqué con esa excusa y luego de un rato también recordó ella quién era yo.
Me contó que estaba en el pueblo desde muy temprano como a eso de las 7:00 de la mañana y que ya iba camino de vuelta a Barranquilla, en donde vive desde el mes de enero al mejor estilo de los barranquilleros de pura cepa, sobreviviendo cada día con lo que nos depare la vida y que los penitentes que al parecer debían estar lo suficientemente adoloridos ya no se veían tan seguido, pero que había logrado documentar bastante.
Me comentaba que ya había documentado, en la vida real, eventos relacionados con flagelantes, pero que nunca había visto aquello de taparse el rostro, lo que para ella hacía lucir a los penitentes como espeluznantes fantasmas del medioevo, y le recordaba la figura del Ku Kluz Clan, e incluso todavía más desorbitante, jamás había visto una muchedumbre armada de celulares digitales queriendo llevarse un recuerdo del ensangrentado y radical feligrés.
A pesar de que ya había tomado bastante sol, me propuso acompañarme a hablar con unos cuantos personajes que reclamaban la patente de aquella tradición, así que con patillazo en mano salimos a su encuentro.
Una vez con ellos no paraban de contarnos que eso de pagar “Mandas” a cambio de milagros era “Made in Sabanalarga” de donde son oriundos la gran mayoría de los penitentes, pero que de Santo Tomas, de donde se conoce la tradición, los llamaron para que no se flagelaran en Sabanalarga, si no en “Santoto” como le dicen en época de Carnaval, para que no se llevaran la clientela del ron, la cerveza, el helado y las gafas que atraen a los turistas y curiosos que llegan a comprobar como Antonia que lo que dicen sobre ese pueblo es verdad, que la gente sale por las calles pegándose para pagar por algún milagro recibido o para pedir algo, en medio de todo eso pudo comprobar que la oferta era cierta.
«¿Te duele algo, niña bonita?», «¿Tienes algún dolor o enfermedad?, págame y yo por ti me pego, te juro que me pego por ti», le decía uno de los penitentes. En este caso, uno que lo hace más por amor al dinero o por querer rebuscarse de la manera más cruda, incluso prostituyéndose a costa de la fe de otros, Antonia casi que entre rubor y estupor le agradecía el amable gesto y le replicaba que no era necesario.
Por momentos logré notar un poco de su incomodad con el ambiente, pero luego de unos días cuando nos volvimos a encontrar para analizar la experiencia y poder escribir al respecto, me di cuenta que no eran los subliminales piropos los que la incomodaron. Mientras compartíamos anécdotas de trotamundos, ella comprobó que en el mundo entero se replica el mismo interés por temas autoflagelantes para la humanidad, como el hecho de que todos crean que por ella ser europea vive en Barranquilla con mejores oportunidades que los demás, cuando en realidad, aun cuando sus fotografías han sido expuestas en galerías neoyorquinas y ha trabajado para importante medios de comunicación en Alemania, en esta ciudad parecieran no apreciar el valor de su trabajo, ni el de ningún profesional.
Al igual que yo en mi sueño, tampoco logra comprender que a ella la llamen «Niña bonita» en un país perteneciente al continente al que sus compatriotas le llaman el «tercer mundo» y por qué lo hacen, y por qué al contrario al latino que viaja a ese primer mundo le tildan de «narcotraficantes» por el simple hecho de su nacionalidad o condición de latinos, los mismos aires de superioridad que los mantienen al margen de los refugiados sirios que intentan atravesar las fronteras imaginarias que los gobiernos han creado bajo pobres justificaciones que carecen de credibilidad ante una situación que toda Europa conocía. «Sabían que Isis estaba ahí, pero nunca quisieron hacer nada el respecto», me dice convencidamente.
A todas estas, esa era nuestra debida reflexión, ver hasta donde nos daban los sesos para poder reinventar nuestras propuestas de trabajo, yo queriendo insensiblemente ir a buscar lo que no se me ha perdido en Europa y ella porque había llegado a mi tercermundista país para reinventarse y buscar la esencia de la vida que sigue siendo un enigma por comprender, a pesar de los látigos que pesan sobre él y que ella conocía de antemano.
Ambas nos apoyamos ante nuestras tercos deseos de seguir errantes por el mundo, quizá con la simple excusa de volver a necesitar un trago de cerveza al final de la jornada y tener letras y fotos para compartir con algunos penitentes más.